CABALLEROS DE LA VIRGEN

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El sacerdocio, antes y después de Cristo

Una de las escenas más contrastantes de la Biblia se convirtió en el telón de fondo de la institución del sacerdocio. Por un lado, Moisés, que había convivido con Dios durante cuarenta días en el Sinaí, recibía las tablas de la ley; por otro, el pueblo hebreo prevaricaba postrándose ante un becerro de oro. Al bajar de su retiro en el monte, el hombre de Dios constató la enorme infidelidad de los descendientes de Abrahán y, tomado de celo, decidió intervenir. «Se plantó a la puerta del campamento y exclamó: “¡A mí los del Señor!”» (Éx 32, 26). Los hijos de Leví se aglomeraron a su alrededor para reparar la honra de Dios ultrajada.
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Sus últimos actos de piedad

Para romper la monotonía de un día siempre igual al anterior, el Dr. Plinio salía de vez en cuando a pasear con su madre por la acera de la calle Alagoas,1 donde vivían. Nunca la llevaba a la plaza Buenos Aires, por miedo a cruzar con ella la súper transitada avenida Angélica. Tomaba, pues, en sentido opuesto a la mencionada plaza, por una calle en aquel tiempo mucho menos frecuentada que hoy en día, donde todavía subsistían un gran número de bonitas casas con jardín.
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La misa de un mal sacerdote, ¿tiene algún valor?

Podríamos traducir el título de arriba con una formulación más sencilla: ¿un buen cañón funciona en manos de un mal soldado? O bien: ¿de qué sirve un cañón si lo utilizan los enemigos? Sabemos que, por muy inepto que sea el artillero, un buen cañón no pierde su calidad, aunque su precisión se vea mermada… Si, por un lado, esto es reconfortante, por otro, se revela sumamente alarmante ante la posibilidad de que esa eficacia se vuelva contra el propio ejército a través de un traidor.
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Vacíos de sí mismos, llenos de Dios

La Iglesia, desde sus orígenes, aprendió de labios del divino Maestro a formular la súplica contenida en el padrenuestro: «Venga a nosotros tu Reino» (Mt 6, 10). San Juan, en el pasaje del Apocalipsis que la liturgia presenta este domingo, vislumbra la plenitud de ese Reino cuando declara que vio «un Cielo nuevo y una tierra nueva […], la nueva Jerusalén que descendía del Cielo» (Ap 21, 1-2), donde habrá una convivencia ininterrumpida con el Altísimo, pues será «la morada de Dios entre los hombres. Dios morará entre ellos» (Ap 21, 3).
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