Abandonada al amor del Corazón de Jesús

Publicado el 12/29/2023

Hace cien años falleció una humilde religiosa, depositaria de hermosísimos mensajes del Sagrado Corazón para una humanidad aparentemente cada vez más desprovista de valores con los que agradar a Dios. ¿Qué nos dicen hoy?

Lorena Mello de Veiga Lima

Un buen maestro es aquel que domina de tal manera la materia impartida que sus alumnos sienten total seguridad y satisfacción con las lecciones recibidas, porque, más que tener habilidades didácticas, el verdadero docente tiene que vivir lo que enseña.

¿Cuán más rica no será la cátedra de un profesor de Geografía que ha visitado muchos lugares y ha comprobado con su experiencia aquello que en el momento de la clase comparte con los estudiantes, o entonces la de un docente de Lengua Española que se comunica con facilidad, sin errores gramaticales y trata las célebres obras literarias con la misma naturalidad con la que contaría los hechos de su propia vida?

Pues bien, hace exactamente cien años entraba en la eternidad un alma que recibió del divino Maestro una excelente formación en el campo sobrenatural, y ahora su vida es un genuino modelo para que aprendamos en la misma escuela.

Nadie enseña lo que no sabe

Josefa Menéndez y del Moral nació en Madrid el 4 de febrero de 1890 y finalizó su carrera terrenal en Poitiers (Francia) el 29 de diciembre de 1923, cuando tenía la edad perfecta, 33 años.

Unos días antes de su Primera Comunión, en 1901, Josefa escuchó una voz que le decía: «Quiero que seas toda mía».1 Este primer llamamiento se fue esclareciendo poco a poco, hasta el momento en que ingresó en la Sociedad del Sagrado Corazón, en 1919. A partir de entonces, el Señor la constituyó mensajera de su amor por los hombres.

«Para que el mundo conozca mi bondad, necesito apóstoles que le muestren mi Corazón, pero sobre todo que lo conozcan… porque nadie puede enseñar lo que no sabe», le confió Jesús. Y, por eso, primero la introdujo en su intimidad, para que luego fuera capaz de transmitirle a la humanidad sus divinos anhelos de perdón y misericordia.

La condición para atraer a Jesús

Hay que decir que Josefa era extremadamente débil. A pesar de su fuego de alma, a menudo se dejaba abatir y vacilaba ante el camino que le había sido designado. He aquí la cruz que la Providencia le concedió: su propia flaqueza. Pero fue esta misma fragilidad la que atrajo la mirada de Jesús: «He fijado la raíz de tu pequeñez en la tierra de mi Corazón», le dijo un día.

Por otro lado, también afirmó el Señor: «No busco la grandeza ni la santidad». En efecto, al ser Él la fuente de la virtud, no la busca, sino que la da. Su predilección por los más débiles se explica, pues, en estas palabras dirigidas a la vidente: «No te amo por lo que eres, sino por lo que no eres; porque así tengo dónde colocar mi grandeza y mi bondad».

Y aquí encontramos el primer punto de la formación espiritual dada a sor Josefa: la necesidad de tomar conciencia de la propia nada. «Pequeña todavía es algo, y tú no eres nada», le dijo el Salvador en agosto de 1922. Este peculiar requisito le permitió recibir altísimas gracias, como la concedida al día siguiente: «Como no eres nada, ven… entra en mi Corazón… a la nada le es fácil entrar en este abismo de amor».

En ningún momento Josefa escuchó un suspiro de impaciencia por parte de Cristo. Muy por el contrario, cuando lamentaba su insuficiencia y el recelo a ser infiel, oía respuestas como ésta: «¡No tengas miedo! Pues ya sabes que cuantas más miserias encuentre en ti, más amor encontrarás en mí».

En los primeros tiempos de su vida religiosa, Josefa sentía pesar por haber abandonado el seno familiar. Pensaba en su madre2 y en sus hermanas, entristeciéndose por ellas, sin contar bastante con Dios… De repente, Jesús se presentó ante ella con el Corazón abrasado y lleno de majestad. Reprendiéndola, le advirtió: «Tú sola, ¿qué podrías hacer por ellas? Fija aquí tu mirada».

Así aprendió que para vencer su insuficiencia debía mantener la vista siempre clavada en su ideal.

Dar su propia pequeñez a Jesús

Otro aspecto importante de la vida espiritual de la venerable es la entrega de su propia insignificancia. A primera vista parece sencillo, pero ¡qué duro es para la orgullosa naturaleza humana! Esta entrega sólo puede realizarse a través de tres virtudes: abandono, confianza y amor.

Sagrado Corazón de Jesús – Casa Monte Carmelo, Caieiras (Brasil)

Abandono fue, por así decirlo, el lema de la existencia de sor Josefa. Cuántas veces el Sagrado Corazón le instruyó así: «No necesito fuerzas, lo único que necesito es tu abandono»; «Yo suplo lo que te falta: déjame, déjame, que yo obraré en ti».

Confianza era el clamor constante que el Redentor hacía a la humanidad por mediación de su mensajera: ¡Que las almas vengan a mí!… ¡Que las almas no tengan miedo de mí!… ¡Que las almas tengan confianza en mí!». De hecho, el mayor error que comete un pecador es perder la confianza en este océano de misericordia al constatar su propia miseria. El Maestro lo lamenta con palabras conmovedoras: «No es el pecado lo que más hiere mi Corazón… lo que más lo desgarra es que no venga a refugiarse en Él después que lo han cometido».

El Buen Dios tiene sed de amor, y sólo sus hijos pueden saciarla, como demostró una noche cuando se le apareció a Josefa como un pobre de aspecto triste y suplicante.3¡Misterio de iniquidad! Es el caso que nos preguntemos con San Bernardo: «¿Cómo podría dejar de amar al que es esencialmente Amor?».4 Y nos responde Jesús, por medio de su vidente: «Amar a mi Corazón no es difícil ni duro; es fácil y suave»…

Incluso recibiendo la puñalada de la ingratitud, el Señor comprende la indigencia humana, como le dilucidó cierta vez a su confidente: «En medio de su gran miseria, un alma puede tener locura por mí… pero entiende bien, Josefa, que me refiero no a las faltas de advertencia y premeditación, sino a las que son de fragilidad e inadvertencia».

Corresponder a las llamas de este horno de caridad fue un objetivo constante en la vida de la religiosa española, que buscaba saciar al máximo los anhelos del divino Corazón: «Lo único que quiero es amor. Amor dócil que se deja conducir por Aquel a quien ama… Amor desinteresado que no busca ni su gusto ni su interés, sino los de su Amado… Amor celoso, ardiente, devorador, que vence todos los obstáculos que el amor propio le pone delante; éste es el verdadero amor, el que aparta a tantas almas del abismo de perdición en que se precipitan».

La victoria del perdón

Otro punto esencial en la formación de sor Josefa Menéndez fue reconocer la necesidad del perdón. Este don no sólo beneficia a quien lo recibe, sino que, sobre todo, aporta un enorme consuelo a quien lo da. «Siempre estoy esperándolas con amor… ¡Que no se desanimen! ¡Que vengan! ¡Que se echen sin temor, en mis brazos! ¡Soy su Padre!», exclamaba el Señor.

Josefa sintió frecuentemente el peso de su infidelidad al llamamiento divino, lo que en ocasiones le causaba una repugnancia incontrolable; pero no dudaba en pedir indulgencia y acabó aprendiendo que «No es más feliz el que nunca ha necesitado perdón, sino más bien el que ha tenido que humillarse muchas veces».

Finalmente, se realizó en ella exactamente lo que el Salvador declaró: «Perdonándote a ti, conocerán mi misericordia», ya que «nunca llegarán a ser mayores tus pecados que mi misericordia, pues es infinita».

La fuerza del amor engrandece los mínimos actos

Con el paso del tiempo, el Señor fue grabando en el alma de Josefa el deseo de salvar almas y reparar los pecados cometidos contra su divino Corazón.

Sor Josefa escribiendo bajo el dictado del Señor



El 3 de mayo de 1922 —fecha en que se celebraba la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz— la religiosa sintió un gran deseo de besar las llagas del Crucificado. Unos momentos después se le apareció para ayudarla. Al final, con sumo cariño, le dijo: «Ya ves que no te niego ningún consuelo. ¿Me lo negarás tú a mí?».

Esos consuelos eran propiamente el ofrecimiento al Padre eterno de todos los actos —grandes o insignificantes— en unión con la sangre de Jesucristo, para reparar así la ingratitud del mundo. Él la adiestró en esta práctica: «Nada de lo que se hace por amor es pequeño… porque la misma fuerza del amor lo hace grande».

Otras manifestaciones celestiales también la educaron en la misma escuela, como la visión que tuvo de la fundadora de la Sociedad del Sagrado Corazón, Santa Magdalena Sofía Barat, quien le explicó: al recibir gracias, era la vidente la que descansaba en Jesús; cuando el Salvador la afligía con sufrimientos, era el turno de descansar Él en la religiosa. De esta manera ella podía consolarlo en las más diversas circunstancias.

Conmovedor en este sentido es un hecho ocurrido durante la enfermedad que llevaría a la muerte a Josefa. Se le escapaban involuntariamente algunos gemidos. Recelosa, le preguntó al Señor:

¿Te ofenden estos lamentos?

No. Yo sé lo que sufres y tu dolor es como si fuera mío… Tu sufrimiento cae sobre mi Corazón como un bálsamo precioso para cicatrizar mis heridas.

De la mano de…

Por último, pero no menos importante, un factor decisivo en la perseverancia y fidelidad de sor Josefa al llamamiento del Corazón de Jesús fue su profunda devoción a la Virgen. Sin la Estrella del mar, la religiosa nunca habría sido capaz de cumplir su misión.

Cristo mismo lo afirmó con ternura: «Empieza mi obra agarrada de la mano de mi Madre. ¿No te da ánimo esto?». Tales palabras la llenaron de gozo, pues estaba plenamente segura del amor de María. «Sí, Jesús mío», contestó, «esto me da mucho ánimo y gran confianza».

¿Sientes frío? ¡Acércate entonces al fuego!

Al pasar las páginas de su libro Un llamamiento al amor, es imposible permanecer insensible a los torrentes de afecto inmerecido que caen sobre nosotros a cada segundo. Frases como «Nunca me cansaré de ti» o «Yo soy tu Padre y tengo [los ojos] abiertos para conducirte y guiarte», pronunciadas por Nuestro Señor Jesucristo, conmueven hasta los corazones más duros. ¿Cómo puede la maldad humana llegar a un extremo tan satánico de rechazar o dudar de este amor?



En la Semana Santa de 1923 —la última de sor Josefa en esta tierra de exilio— el Redentor le reveló en una visión algunos pormenores de los misterios de su Pasión, como el del lavatorio de los pies, en el cual estaba presente incluso el mismo Judas, el traidor: «En aquel momento quise enseñar a los pecadores que, no porque estén en pecado deben alejarse de mí, pensando que ya no tienen remedio y que nunca serán amados como antes de pecar. […] No son éstos los sentimientos de un Dios que ha derramado toda su sangre por vosotros…». Y al hablar de la institución de la sagrada Eucaristía, le declaró también: «No me quedaba entre los hombres para vivir solamente con perfectos, sino para sostener a los débiles y alimentar a los pequeños».

Se engaña terriblemente quien, a la vista de la inmundicia de su interior, se distancia de la única Persona que puede purificarlo. La estulticia de esta actitud es mayor que la de quien, tiritando de frío, se alejara del fuego. Al contrario: si el cuerpo está helado, ¡acércate entonces a las llamas para calentarte!

Entremos en la escuela del Corazón de Jesús

«Si las almas escogidas viven unidas a mí y me conocen de verdad, ¡cuánto bien podrán hacer a tantas otras, que viven lejos de mí y no me conocen!», afirmó Jesús el 12 de diciembre, fecha en la que Josefa hizo su profesión religiosa in articulo mortis.

Recorriendo en estas líneas los breves años de existencia de la mística española, hemos seguido la historia de alguien que conoció al Sagrado Corazón aceptando su amor, moldeada en él y, por así decirlo, dominada por él, para transmitirlo al mundo. Al final de este camino, que tanta sangre le costó, alcanzó el grado de perfección al que estaba llamada, no por sus méritos, sino por la caridad del Buen Jesús.

El Corazón del Salvador también palpita por nosotros, fue traspasado por nosotros, arde de amor por nosotros… Reconozcamos nuestra miseria, entreguémosela a Él, pidamos su perdón —siempre bajo el manto de la Santísima Virgen—, para que así nos unamos a Él y lo consolemos.

Ojalá algún día escuchemos de sus augustos y dulces labios la misma sentencia que le dirigió a Josefa: «Tu pequeñez ha dejado lugar a mi grandezatu miseria y aun tus pecados a mi misericordia… y tu confianza a mi amor y a mi bondad».

Notas

1Los datos biográficos y las citas literales del mensaje que el Sagrado Corazón de Jesús confió a sor Josefa Menéndez han sido tomados de la obra: MENÉNDEZ, RSCJ, Josefa. Un llamamiento al amor. 7.ª ed. Madrid: Religiosas del Sagrado Corazón, 1998.

2El padre de Josefa, Leonardo Menéndez, ya había fallecido cuando ella entró en la vida religiosa.

3Con respecto a esto, véanse dos episodios en donde el Corazón de Jesús se le aparece a la vidente —según sus palabras— como «un pobre hambriento» que le pide que sacie su hambre de almas (cf. MENÉNDEZ, op. cit., p. 159; p. 272).

4Cf. SAN BERNARDO DE CLARAVAL. «Sobre el Cantar de los Cantares». Sermón LXXXIII, n.º 5. In: Obras Completas. Barcelona: Rafael Casulleras, 1925, t. III, p. 709.

 

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