
Ser salvados no quiere decir simplemente escapar del castigo, sino ser liberados del mal que hay en nosotros. No es el castigo el que debe ser eliminado, sino el pecado.
El primer texto sobre el que vamos a reflexionar se encuentra en el capítulo 18 del libro del Génesis; se cuenta que la maldad de los habitantes de Sodoma y Gomorra estaba llegando a tal extremo que resultaba necesaria una intervención de Dios para realizar un acto de justicia y frenar el mal destruyendo aquellas ciudades.
Si la ciudad es culpable, es justo infligir el castigo
Aquí interviene Abrahán con su oración de intercesión. Dios decide revelarle lo que está a punto de suceder y le da a conocer la gravedad del mal y sus terribles consecuencias, porque Abrahán es su elegido, escogido para convertirse en un gran pueblo y hacer que a todo el mundo llegue la bendición divina. Tiene una misión de salvación, que debe responder al pecado que ha invadido la realidad del hombre; a través de él el Señor quiere reconducir a la humanidad a la fe, a la obediencia, a la justicia. Y ahora este amigo de Dios se abre a la realidad y a las necesidades del mundo, reza por los que están a punto de ser castigados y pide que sean salvados.
Abrahán plantea enseguida el problema en toda su gravedad, y dice al Señor: “¿Es que vas a destruir al justo con el culpable? Si hay cincuenta justos en la ciudad, ¿los destruirás y no perdonarás el lugar por los cincuenta justos que hay en él? ¡Lejos de ti tal cosa!, matar al justo con el culpable, de modo que la suerte del justo sea como la del culpable; ¡lejos de ti! El juez de toda la tierra, ¿no hará justicia?” (vv. 23-25). Con estas palabras, con gran valentía, Abrahán presenta a Dios la necesidad de evitar una justicia sumaria: si la ciudad es culpable, es justo condenar su delito e infligir el castigo, pero —afirma el gran patriarca— sería injusto castigar de modo indiscriminado a todos los habitantes. Si en la ciudad hay inocentes, estos no pueden ser tratados como los culpables. Dios, que es un juez justo, no puede actuar así, dice Abrahán, con razón, a Dios.
Abrahán llama a la puerta del corazón de Dios
Ahora bien, si leemos más atentamente el texto, nos damos cuenta de que la petición de Abrahán es aún más seria y profunda, porque no se limita a pedir la salvación para los inocentes. Abrahán pide el perdón para toda la ciudad y lo hace apelando a la justicia de Dios. En efecto, dice al Señor: “Si hay cincuenta inocentes en la ciudad, ¿los destruirás y no perdonarás el lugar por los cincuenta inocentes que hay en él?” (v. 24b).
De esta manera pone en juego una nueva idea de justicia: no la que se limita a castigar a los culpables, como hacen los hombres, sino una justicia distinta, divina, que busca el bien y lo crea a través del perdón que transforma al pecador, lo convierte y lo salva. Con su oración, por tanto, Abrahán no invoca una justicia meramente retributiva, sino una intervención de salvación que, teniendo en cuenta a los inocentes, libre de la culpa también a los impíos, perdonándolos.
El pensamiento de Abrahán, que parece casi paradójico, se podría resumir así: obviamente no se puede tratar a los inocentes del mismo modo que a los culpables, esto sería injusto; por el contrario, es necesario tratar a los culpables del mismo modo que a los inocentes, realizando una justicia “superior”, ofreciéndoles una posibilidad de salvación, porque si los malhechores aceptan el perdón de Dios y confiesan su culpa, dejándose salvar, no continuarán haciendo el mal, también ellos se convertirán en justos, con lo cual ya no sería necesario el castigo.
Es esta la petición de justicia que Abrahán expresa en su intercesión, una petición que se basa en la certeza de que el Señor es misericordioso.
Son palabras dirigidas también a nosotros: que en nuestras ciudades haya un germen de bien; que hagamos todo lo necesario para que no sean sólo diez justos, para conseguir realmente que vivan y sobrevivan nuestras ciudades y para salvarnos de esta amargura interior que es la ausencia de Dios. Y en la realidad enferma de Sodoma y Gomorra no existía ese germen de bien.
Benedicto XVI. Fragmentos de la Audiencia general del 18/5/2011