Aceptación digna, fuerte y dulce del sufrimiento

Publicado el 03/21/2024

Doña Lucilia comprendió muy bien la sublimidad del sufrimiento, aceptándolo siempre tranquila, digna y serena, realizando así un constante acto de unión y semejanza con el Varón de Dolores y su Madre Dolorosa.

Plinio Corrêa de Oliveira

Mi madre era una persona muy expresiva, se comunicaba más por su forma de ser y por sus ejemplos que por sus consejos. Ella los daba, y evidentemente eran muy buenos, pero era una simple ama de casa, madre de familia como tantas otras, no una filósofa o teóloga, nada de eso. Pero su forma de ser, su ejemplo y su manera de conducir la vida tenían una riqueza de ideas muy grande para mí.

Sufriendo, daba un ejemplo de carácter esencialmente religioso

Una de las cosas más preciosas que aprendí con ella, que estaba en su espíritu asociada a la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, de quien mi madre era muy devota, era la aceptación y la admiración del sufrimiento como un elemento que compone la vida, y sin el cual la existencia no tiene valor.

Ya en aquella época, los hombres tenían horror al sufrimiento y les parecía que lo normal de la vida era no sufrir, sino que sucedieran solo cosas agradables, sabrosas. Cuando les sucedía algo desagradable, eso les parecía un desastre, una monstruosidad que no debía ser.

Doña Lucilia en la época en que fue operada de la vesícula. Al fondo: navío en el que viajó a Alemania junto a su familia.

Mi madre tuvo muchos sufrimientos durante su vida. Tenía la salud muy débil, y, siendo relativamente joven, fue sometida a una operación muy arriesgada en Alemania, pues de lo contrario podría morir, y esa cirugía no se hacía en Brasil en aquel tiempo. Yo la vi muchísimas veces enferma. En las ocasiones de más dolor, permanecía acostada en la cama durante una, dos o tres horas al día, conforme fuera el caso, hasta que su hígado mejorara un poco y pudiera caminar.

La persona con problemas hepáticos con frecuencia es muy temperamental, pues el hígado recibe la descarga nerviosa de los sufrimientos morales. Sin embargo, muchas veces penetré en el cuarto de ella cuando se encontraba en ese estado, y mi madre estaba siempre tranquilísima, con una fisionomía tanto más elevada cuanto mayor era el dolor. Como quien comprende que, ofreciendo ese sufrimiento a Dios, al Sagrado Corazón de Jesús, adquiere cierta semejanza con Él, que fue el gran sufridor, y con su Madre Santísima, la gran sufridora.

Yo percibía que Doña Lucilia practicaba enteramente un acto de unión, con lo cual ella no se sentía aplastada ni pisoteada, sino dignificada. Y todo eso le daba cierto bienestar interior, procedente del equilibrio del alma, haciendo con que el sufrimiento no fuera para ella un drama inexplicable y estúpido, sino una cruz para cargar llena de significado.

Ella comprendió muy bien la sublimidad y la magnificencia del sufrimiento y de su aceptación, cuando se hace de una forma digna, fuerte y dulce.

Yo notaba con facilidad cuando el sufrimiento de mi madre era más acentuado, pues ella quedaba más dulce y delicada de alma. Ella era muy cariñosa conmigo en todas las circunstancias, sin ninguna excepción. A propósito, procedía así con todos, pero yo era su hijo, y las madres son especialmente inclinadas a demostrar ese cariño a los hijos.

Yo llegaba a la siguiente conclusión: una persona adquiere la verdadera bondad cuando sabe sufrir. Quien no sabe o no le gusta sufrir, puede hasta adquirir una amabilidad diplomática o comercial, pero esa no es la bondad auténtica. Esta, mi madre la tenía en un alto grado.

Cuando comencé a sufrir –lo cual se dio muy temprano– miraba a Doña Lucilia y procuraba sufrir como ella. Tengo la certeza de que mi madre, con eso, me daba un ejemplo de carácter esencialmente religioso, muy auténtico.

Sufrimiento humano mezclado con el Divino

Nuestro Señor Jesucristo murió en la cruz por causa de nuestros pecados. Su sufrimiento fue necesario, indispensable para la salvación del género humano. Su sangre tenía tal valor a los ojos del Padre Eterno, que tan solo una gota bastaría para conquistar ese rescate. Sin embargo, Dios Padre quiso que su Hijo sufriese todo cuanto sufrió, y Jesús así lo quiso también.

Cuando Nuestro Señor, en el Huerto de los Olivos, pidió: “Padre mío, si es posible, aparta de mí este cáliz; pero no sea como yo quiero, sino como tú” (Mt 26, 39), vino un ángel a darle fuerzas. O sea, para ese sufrimiento inmenso, un ángel vino a consolarlo. Pero habría sido suficiente una sola gota, y no la inmensidad de aquel sufrimiento. Es decir, Él quiso enseñarnos a amar el sufrimiento y la cruz.

Sin embargo, Dios quiso asociar a los hombres a su sufrimiento. En la misa hay un símbolo lindísimo que demuestra eso. En el momento del ofertorio, por tanto antes de la Consagración, el sacerdote coloca un poquito de agua en el cáliz: aún no es el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, es solo vino. Esa gotita de agua se mezcla con el vino, pero este no pierde su sustancia, porque la cantidad de agua es muy pequeña. Finalmente, el padre consagra aquel líquido, de manera que la materia de la gotita de agua también se transustancia en el Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor Jesucristo.

¿Qué simboliza eso? La gotita de agua es el sufrimiento humano, y el vino es el sufrimiento del Hombre-Dios. Cuando nosotros ofrecemos nuestros sacrificios en unión con la Sangre de Cristo y las lágrimas de María, entonces nuestro sufrimiento se mezcla con el de Cristo. Y tendremos la honra de contribuir, de esa forma, para que el sacrificio tenga, para los hombres, la eficacia entera deseada por la Providencia. Por eso debemos amar el sufrimiento.

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