Acuerdo entre ángeles

Publicado el 08/27/2021

En una pequeña y apacible ciudad, en tierras lejanas, vivía Monseñor Pedro Mendoza, un Obispo lleno de amor a Dios y grandeza de alma, dispuesto siempre a ayudar, como buen pastor, ovejas de su rebaño.
Le gustaba ir a visitar a los enfermos para administrarle los sacramentos animarles a practicar la virtud y enseñarles que el sufrimiento, además de un signo de predilección divina, es un excelente medio de santificación.
 
Con ardiente fervor celebraba misa por la mañana y después se pasaba horas sentado en el confesionario, con el deseo de ser un instrumento de Dios para reconciliar a los pecadores arrepentidos.

Organizaba todos los años ceremonias solemnes para la confirmación y ordenación sacerdotal de nuevos pastores.
 
 Hacía hincapié en que las celebraciones de las bodas estuvieran revestidas de pompa y decoro, manteniendo viva en las almas la noción de que en el sacramento del matrimonio, se crea un vínculo sagrado que ningún hombre puede romper.
 
El piadoso Obispo también tenía la costumbre de rezar el rosario diariamente, caminando por los alrededores del palacio arzobispal, dando oportunidad a que todos lo vieran y recibirán su bendición.
 
En cierta ocasión, el juez del municipio la invitó a que celebrará las nupcias de su hija Adela, que se llevaría a cabo en la Iglesia de la Sagrada Familia, hermoso templo situado en las inmediaciones de la ciudad.
 
Monseñor Mendoza aceptó la invitación y se programó para  salir del palacio para llegar con tiempo suficiente a la iglesia para ultimar los detalles de la boda que estaba fijada para las 6 de la tarde.
 
El día de la boda cuando todo estaba preparado para la salida su secretario le avisa que un hombre muy afligido suplicaba confesarse con el señor obispo. Tras consultar el reloj vio que tan sólo disponía de 10 minutos y si dejaba pasar a ese hombre se retrasaría para la ceremonia.
 
Sin dudarlo un instante se arrodilló y rezó: “Oh Santo ángel de la guarda protector de esta alma que viene a buscarme en un momento tan inoportuno, hagamos un trato: yo lo atenderé y tú a cambio me ayudarás a que no me atrase para celebrar la boda.
 
Confiado, mandó que entrara el hombre. lo oyó en confesión, le aconsejo y le dio ánimos. tras la absolución lo despidió con una paternal bendición.
 
-Que Dios se lo recompense a vuestra excelencia y espero no haberle entorpecido sus horarios!
 
Le dijo el penitente antes de marcharse.
 
Horarios… era precisamente lo que le preocupaba a Monseñor Mendoza! Sin embargo, no dejó traslucir sus pensamientos y le respondió que se había quedado muy satisfecho por haberlo ayudado.
 
Tan pronto el hombre salió, el prelado se levantó y comenzó a andar a paso rápido.
 
 
Tomó un atajo y se fue por un antiguo camino de tierra que serpenteaba en medio del bosque. Mientras avanzaba bajo los frondosos árboles, en cuyas ramas cantaban coloridos pajarillos, iba rezando el rosario.
 
Después de unos veinte minutos llegó a un claro, desconocido para él. así a cualquier parte que mirase solo veía árboles y más árboles… ni un sendero siquiera. 
 
Cómo era posible que se desviará tanto de su dirección hasta el punto de llegar a un sitio tan alejado?
 
Tratando de descubrir cuál sería el mejor camino para tomar, hizo un riachuelo y pensó: “Voy a seguir el curso del agua, confiando en el ángel de la guarda de aquel hombre”. Y así lo hizo.
 
 
De repente, se encontró con una humilde casita y sin titubear llamó a la puerta. Quizá el que viviera allí podría darle algunas indicaciones. le abrió una mujer y, al notar que era el obispo, se llenó de admiración. en ese momento se oyó la voz de otra persona que procedía del interior de la vivienda y monseñor Mendoza quiso saber quién era:
 
– Es mi padre, está muriéndose pero no deja de afirmar que no se va a morir.
– Podría verlo rápidamente? preguntó el obispo.
– Claro, respondió la mujer y lo condujo hasta la habitación del enfermo.
 
Era una persona muy mayor, casi escuálida y casi no veía. sólo notó la presencia del prelado cuando éste se acercó a su oído y le dijo unas palabras. El enfermo respondió con entera seguridad.
– No me voy a morir pronto.
– Por qué dices eso?
– Porque soy católico
– Vaya, yo también lo soy. Y por un deber de caridad le estoy asegurando que su salud es muy grave por eso necesita prepararse para encontrarse con Dios.
– Pero le digo totalmente convencido de que no me moriré enseguida. Desde los 7 años cuando hice la primera comunión le pido todos los días a mi ángel de la guarda la gracia de no morir sin recibir los últimos sacramentos. Tengo la certeza de que me recuperaré para levantarme de esta cama e ir a la ciudad a buscar a un sacerdote. Por eso insisto diciendo que no me moriré pronto.
 
Conteniendo las lágrimas, Monseñor Mendoza comprendió, en ese instante, todo lo que le había ocurrido: era un acuerdo entre ángeles de la guarda, cada uno queriendo favorecer a su protegido. Primero, el hombre que lo fue a buscar a la hora de la salida; ahora, el devoto moribundo; finalmente, él mismo, cuyo corazón sacerdotal exultado de felicidad al hacer bien a las almas. Entonces le dijo al enfermo:
 
-Hijo mío, tus oraciones han sido escuchadas. Yo soy tu obispo y nunca hubiera llegado hasta esta casa sino me hubiera perdido en el bosque. No hay duda de que tu ángel de la guarda me condujo hasta aquí.
 
Lleno de consuelo y fortalecido en la fe, el enfermo hizo una excelente confesión y recibió la Unción de los Enfermos. Al día siguiente, al amanecer entregaba su alma a Dios.
 
Y la boda de la hija del juez?
 
Monseñor Mendoza salió de la cabaña montado en un airoso caballo que la mujer y su padre le habían dado para llegar a tiempo y, siguiendo sus indicaciones llegó en poco tiempo a la iglesia de la Sagrada Familia, exactamente cuando las campanas anunciaban el Ángelus es decir a las 6 de la tarde en punto.
 
– Cómo puede ser esto? Se preguntaba a sí mismo, mientras sacaba del bolsillo su reloj.
 
Y una vez más constató la mano poderosa de su fiel amigo el ángel de la guarda: las manecillas estaban paradas,  lo que indicaba que había salido del palacio episcopal mucho más temprano de lo que imaginaba.
 
Tomado de la Revista Heraldos del Evangelio n° 157, agosto de 2016; pp. 46-47
 
 

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