Si ha habido un intelectual sin la más mínima mancha de herejía ése fue Santo Tomás de Aquino. Su sentido católico era prodigioso: por una parte, no entró en choque para nada con las verdades definidas por la Santa Iglesia en su época; por otra, resolvió un sinfín de cuestiones sobre las que ella aún no se había pronunciado.
Una nota característica y constante en la vida del todo lo que la Iglesia enseña, en estar tan impregna de la Iglesia. Si ésta llegara a definir alguna verdad en sentido contrario al que él hubiera propugnado, se convertiría inmediatamente en el más humilde, enamorado y ardiente paladín del pensamiento que había impugnado y el más irreductible adversario del error que había enseñado. Así pues, desarrolló plenamente los tres grados del sentido católico.
Hay fieles que a regañadientes y con dificultad se someten a lo que la Iglesia establece en los puntos acerca de los cuales piensan de manera distinta a ella.
Otros no tienen reticencias en admitir lo que la Iglesia enseña, pero cuando se enfrentan a un problema difícilmente atinan por sí mismos con la verdadera solución.
El más alto grado del sentido católico consiste en aceptar con prontitud y con amorosa facilidad todo lo que la Iglesia enseña, en estar tan impregnado de su espíritu que uno piense como ella, aunque en ese momento desconozca su pronunciamiento sobre la cuestión en foco y, finalmente, en analizar los asuntos todavía no definidos por la Iglesia de tal forma que, cuando los defina, esté listo para modificar inmediatamente su propia opinión. Por cierto, esto raramente será necesario, pues quien actúa así sabe presentir, en la mayoría de los casos, el pensamiento de la Iglesia.
Admiremos y tratemos de imitar a Santo Tomás en ese punto, y pidámosle ardientemente a Dios, por intercesión de este gran doctor, la virtud del sentido católico.
Plinio Corrêa de Oliveira