Admiración desinteresada e inocente

Publicado el 06/11/2022

Si tuviésemos una admiración verdaderamente desinteresada, seremos solidarios con el recto orden de las cosas desde lo más hondo de nuestras almas, con el debido homenaje que se debe a Dios. Ver a alguien que es contrario a eso nos afecta más que si nos hubiesen insultado. El “summum” de nosotros mismos es aquello que amamos sin intereses mezquinos.

Plinio Corrêa de Oliveira

Si pusiésemos atención al mundo de hoy, veríamos cuánto está hecho casi exclusivamente de interés individual. Cuando se trata de ser elogiada, la persona siente gusto, pero ya no le agrada oír elogios dirigidos a otro. Lo mismo se aplica al ganar dinero, tener salud, confort, en fin a cualquier ventaja: el individuo se queda mucho más contento desde que él sea el beneficiado.

La inversión de valores en el mundo actual

Ahora bien, a veces, cuando nos reunimos, a pesar de que seamos de naciones, formación cultural y educación tan diversa, vibramos de alegría al celebrar las glorias ajenas, considerando la vida y los logros de diversos personajes históricos. ¿Cuál es la razón de esa alegría?

El ser humano fue hecho para crecer, tanto en el alma cuanto en el cuerpo.

Niño Jesús en el Templo

De manera tal que del mismo Niño Jesús dice el Evangelio que “crecía y se fortalecía, se llenaba de sabiduría” (Lc 2, 40). Al leer esto, se tiene la impresión del Divino Infante creciendo floreciendo, de la infancia delicada y sacrosanta del pesebre a la adolescencia y a la plenitud de la edad madura, en la que Él iría a cargar el madero.

Esa transformación gradual, día a día, en la que cada vez se transformaba más de flor en cruz, de encanto en esplendor de sacrificio, era una cosa que, cada vez aumentaba más su varonil hermosura. Le daba aquella forma superior de belleza que se llamada charme, pero el charme del varón fuerte, varonil, emprendedor, serio, seguro, y sin embargo tan delicado, encantador, paterno, de tanta ternura, que casi no se sabía cómo conciliar una cualidad con la otra. Eso se daba en el Cuerpo, pero sobre todo en el Alma.

La mayoría de las personas piensa que el alma es una especie de radar hecho para captar las necesidades del cuerpo y satisfacerlas, que el alma existe para el cuerpo. Según esa concepción, el hombre vive para hacer buenos negocios, a fin de comer.

Entonces, la inteligencia tiene como función encontrar comida. Pues bien, ese olfato hasta el perro, o un animal pastando, también lo tiene. Para eso no es necesario tener alma. No obstante la gran mayoría de las personas así concibe las cosas. Se licenció y ¿va a ejercer tal carrera para qué? Ganar dinero para poder comer, beber y dormir.

Entonces el hombre no es sino un bicho más complicado que los otros y, en cuanto tal, inferior a los otros animales. Porque si un buey, sin diplomas, encuentra comida, el hombre es un bicho más complicado que el buey.

Vemos, entonces, cómo es absurdo admitir que el animal es más que el hombre y que la vida del animal es más perfecta que la humana. El intelecto no puede tener como finalidad principal la manutención del cuerpo. Sin embargo, si analizásemos el papel dado al alma en el mundo contemporáneo, y cuál es el interés de la mayoría de las personas por los bienes del espíritu y por los requerimientos del cuerpo, notaremos una desproporción sencillamente arrasadora. Las personas cuidan del cuerpo, y el alma queda completamente puesta de lado. Es una inversión de valores, por donde aquel que debería ser el rey es el siervo.

Alegría del relacionamiento entre almas con cualidades diversas

Pues bien, hay un instinto profundo en el alma humana, llamado instinto de sociabilidad, que hace que los semejantes se busquen. Este instinto, también lleva al hombre a alegrase y a relacionarse cuando nota en alguien cualidades aparentemente opuestas a las suyas, pero que le complementan armónicamente.

Carlomagno recibiendo al monje Alcuino. Museo de la Historia de Francia, Palacio de Versalles

Imaginen a Carlomagno preparando los planes para una invasión en tierras de infieles. En su sala, solo, caminando con pasos firmes y rítmicos, sobre un suelo de mármol o de granito pulido, está el Monarca de la barba florida.

El recinto, aún con influencias románicas, tiene arcadas que dan a un patio interno, donde hay un pequeño manantial de agua sobre el cual se posa un pájaro que comienza a dar saltitos. El Emperador interrumpe su camino, mira al pajarito, y sonríe amablemente.

¡El pajarito es tan diferente de él! Sin embargo Carlomagno no miró solo para el ave, sino que sentía sus propias aptitudes interiores y se comprendió mejor a sí mismo.

El Emperador se sienta, manda traer un poquito de vino, y dice:

Llame a Alcuino, mi ministro y consejero. Quiero exponerle los planos de una universidad y de una batalla, porque las dos cosas las acabo de resolver

ahora.

El hombre se completó. Entra Alcuino, monje famoso que organizó la renovación de la cultura católica occidental tal como se desarrolló en la Edad Media; fue el Carlomagno de la cultura. Podemos imaginarlo como un hombre venerable, de rostro alargado, fino, de mirada que desde el fondo de las arcadas oculares, donde ojos negros y pequeños disparan dardos, o bien, ojos azules e inocentes sueñan.

Alcuino se inclina ante Carlomagno, quien hace un gesto y dice:

¡Sentaos!

El sabio Monje pide autorización para quedar de rodillas, a lo que el Monarca responde:

Vos sois clérigo. No está bien que un clérigo se arrodille delante de un laico. ¡Sentaos!

Alcuino afirma:

Por vuestra orden y en obediencia a Dios, que desea que el clérigo sea reverenciado, señor, me siento.

Comienza la conversación durante la cual Carlomagno presenta las metas generales para una universidad. Alcuino escucha encantado y piensa: “¡Qué profundidad de pensamiento, qué hombre!” “¡Veo formarse un continente por detrás de la frente de este Emperador! “¡Qué felicidad haber conocido a Carlomagno!”

En poco tiempo, el Monarca va hablando menos y el Monje toma la palabra. Mientras que la voz de Carlomagno hace recordar espadas y escudos que se entrechocan, la de Alcuino recuerda a campanas que repican. Dice el docto consejero:

Señor, para realizar vuestras imperiales y cristianísimas intenciones, que juzgo haber comprendido bien, tengo la intención de proponeros tales asignaturas, y tal otra que tiene tal otra riqueza.

De repente, es Carlomagno quien está entrando por el mundo de la cultura y del saber, y pregunta algo con respecto a Aristóteles, San Agustín y San Jerónimo. Después quiere saber algo sobre el Concilio de Nicea, tal otro pormenor concerniente a la virginidad de la Madre de Dios, y tal otro detalle a propósito de la unión hipostática. En este momento, Carlomagno está lejos… ya no piensa más en el pajarito, ni en la batalla contra los germanos o los árabes. Tiene delante de sí, solo el mundo de la cultura y el alma de Alcuino, que se le manifiesta inmensa, sabiéndolo todo y explicándolo todo.

¡Carlomagno se transformó en pajarito, que, encantado, da pequeños saltos en la cultura de Alcuino!

Es natural que eso haya sucedido de este modo, porque así es el alma humana. Carlos está delante de quien tiene más cultura que él. El pajarito le encantaba por ser pequeñito, y despertaba en su alma todas las afinidades, armónicamente opuestas, que el grande tiene con el pequeño. Ahora es el grande el que tiene alegría de sentirse pequeño al considerar a alguien que es mayor que él, no de forma absoluta, pero sí en un punto.

El gran Monarca tiene la alegría de admirar y de crecer en la medida que admira, saliendo de esa conversación más elevado de espíritu y pensando: “Ahora sé tal cosa y tal otra. No conquisté ninguna provincia, pero acabé conociendo a San Agustín.

Cuando muera, no llevaré conmigo una provincia, sino que llevaré al Cielo lo que supe admirar del Águila de Hipona”. ¡Qué gran día éste en el que conversé con el Monje Alcuino”!

Al admirar a los que le son iguales el hombre tiende a su plenitud

Panorámica de Constantinopla en la actualidad

Imaginemos ahora otra escena que no sucedió históricamente, pero que podría haberse realizado: El encuentro de dos emperadores, de Oriente y Occidente, en Constantinopla.

Viendo la maravillosa ciudad en la playa del Bósforo, de pié en un muelle, el emperador de Oriente, es- pera la llegada de Carlomagno.

Llega la hora en que este baja del barco por una pasarela. Sobre un tapiz camina Carlomagno. Ambos, coronados, se saludan, con aires de un rey que saluda a otro rey. En ese apretón de manos de dos monarcas cristianos, Oriente y Occidente, sienten la presencia de Jesucristo y estrechan su amistad. Carlomagno ve a su igual como a su hermano. Su alma creció en otra di- mensión distinta. De igual a igual, cada uno de ellos, es más él mismo .

¿Hubo algún interés propio en eso?

No, pero hubo ventajas. Esa alma tenía necesidad de esto para crecer por completo. Todo ser vivo tiene su plenitud, y Carlomagno ganó plenitud en lo que él tenía de más esencial, en estos tres episodios de su vida. Él ganó en plenitud, quedó más él mismo.

Volviendo de Constantinopla, algún escudero del gran Carlos, podría decirle a alguien que no vio la escena: “¡No sabéis lo que es la gloria!” Apenas conocéis un emperador Carlos el Grande – tratando con los que le son inferiores. Pero no visteis la gloria de nuestro emperador cuando trató con un igual a sí mismo. ¡Se tenía la impresión de un arco iris que iba de un extremo a otro!

Aquello es gloria, cuando se vio la suma de dos majestades altivas y cordiales entre sí. ¡Qué grande es eso!

Sin duda, hubo ventaja para quien presenció esto, porque creció. Pero para ello, es necesario tener un tal espíritu, que se quiera esto aunque no hubiese ventajas; por el homenaje desinteresado y encantado en relación a aquello que es mayor, igual o menor, en relación a nosotros.

Cuando admiramos algo superior a nosotros hacemos un acto de culto a Dios

Para el mundo contemporáneo, esta posición es una aberración, pues el principio en el que se basan y los presupuestos de casi todo el mundo de hoy es: lo que no tiene relación a mí mismo, no me interesa.

Ahora bien, el principio que aquí presento es el contrario: Me muevo para conocer y admirar algo que no soy yo mismo, sino otro en relación al cual me coloco en una posición de alegría, porque él es quien es, independientemente de pensar en mí.

Si eso parece absurdo para la mentalidad moderna, existió un ser más inteligente que todos los que hubo, hay y habrá hasta el fin del mundo, que también pensó del mismo modo que la mayoría de las personas de hoy: Lucifer.

En efecto, es lo propio de la criatura, por no ser la fuente de su mismo ser, vivir para quien la hizo. Luego, el centro de nuestro ser está fuera de nosotros, y es nuestro Creador.

Imaginen que un escultor esculpiese una estatua, y milagrosamente le diese la vida. Y a continuación de ser esculpida, le dijese a su autor:

Adiós, me marcho.

El escultor le amarraba y diría:

¡Sinvergüenza! Yo te hice, todo lo que hay en ti, fue dado por mí, ¡Y te marchas! Te voy a liquidar. No existirás más.

Siendo el autor de la estatua, el artista tiene el derecho de servirse de ella. Pues bien, si esto es así, en la relación del escultor con la estatua, cuanto más deberá serlo de Dios en relación a nosotros. Yo nada era cuando Dios resolvió que existiese un Plinio, Él creó mi alma; por tanto, debo someterme a Él.

De hecho, cuando admiramos algo superior a nosotros, estamos, en el fondo, dando un acto de Culto a Dios. Admirar, debe ser la postura normal de nuestra alma.

Los contrarrevolucionarios viven de la admiración

Cuando el hombre está en la postura normal, siente bienestar. Pero el bienestar es un reflejo muy apreciable, y sin embargo colateral al orden que está en él. Por ejemplo, un auditorio necesita tener butacas confortables para que los oyentes se olviden de su cuerpo y puedan prestar atención en la conferencia. La tapicería, los brazos de la butaca puestos a una altura adecuada, el apoyo y la distensión que el cuerpo recibe, evidentemente producen un cierto bienestar. Entre tanto, nadie diría: “Voy ahora a un auditorio para sentarme en una butaca”. Uno va para participar de una reunión. La posición adecuada produce, colateralmente, un bienestar.

De la misma manera, la propia felicidad que produce el entusiasmo, es secundaria en relación a esa admiración desinteresada y llena de amor que debemos tener en relación a Dios.

Santa Teresa de Jesús, expresó esto de un modo magnífico, cuando dijo que quería amar a Dios de tal manera que “aunque no hubiese Cielo yo te amara y aunque no hubiese infierno te temiera”. Es decir, “independientemente de todo, por ser Vos quien sois, Os amo cuanto puedo y lamento no tener capacidad de adorar y amar aún más”. En el Gloria in excelsis Deo que se reza en la Misa, hay un momento en el que se dice Gratias agimus tibi propter magnam gloriam tuam: Os damos gracias Oh! Dios, por Vuestra inmensa gloria. No es mi gloria, sino que es la suya.

Consecuentemente, cuando vemos que alguien no da a Dios la gloria debida, no solo porque no lo admira, sino inclusive porque blasfema contra Él, nuestra alma es agredida en su médula. Si tuviésemos una admiración verdaderamente desinteresada, sería desde el fondo de nuestra alma desde donde seríamos solidarios con el recto orden de las cosas, y, por lo tanto, con el homenaje que se debe a Dios. Por eso, ver que alguien es contrario a todo esto, es más que si nos hubiera hecho un ultraje, robado algún objeto, o lanzado contra nosotros una calumnia. Lo que fue atacado, para nosotros vale mucho más. No por ser nuestro interés, sino porque el ápice de nosotros mismos es aquello que amamos sin interés mezquino.

Hay, pues, un entrechoque de revolucionarios que se niegan a admirar y de contrarrevolucionarios que viven de de la admiración. Sin embargo, por detrás de esa lucha, hay otra que se traba en el interior de cada uno de nosotros entre Dios y el demonio, entre la Virgen y la serpiente, de manera que somos un campo de batalla.

Para actuar en ese combate, tanto el externo como el interno, la Divina Providencia nos concede auxilios maravillosos.

Uno de ellos es la gracia, participación que el hombre tiene en la propia vida de Dios. La gracia es una criatura, pero ella nos hace participar de la vida del Creador y confiere al alma fuerzas que están en la línea de la sabiduría, de la energía, de la sagacidad y de todo el esplendor divino. Y eso también lo aplicamos en la lucha. No es, por lo tanto, apenas una fuerza natural.

Dentro de nuestro campo de batalla interior los Ángeles de la Guarda son el auxilio poderoso

Otro auxilio poderoso son nuestros Ángeles de la Guarda. Aunque sean tan superiores a nosotros que constituyan nuestros arquetipos, en estas batallas son en relación a nosotros como los escuderos en relación a los caballeros.

A veces, los Ángeles de la Guarda, son representados en aquellas pinturas encantadoras, donde aparece un Ángel, ayudando a un niño a no caer de la bicicleta. Por ejemplo. Es verdad, lo respeto enormemente, pero no es la función principal del Ángel de la Guarda. Su principal misión es ayudarnos a vencer la Revolución dentro y fuera de nosotros mismos, para que seamos enteramente contrarrevolucionarios. Somos los combatientes, y ellos nos dan consejos y fuerzas mientras luchamos.

Cuando somos fieles a la gracia y a la acción angélica, en medio de esa batalla, hay algo en nuestra alma que entra como un coro, una orquesta de guerra. Por otro lado, si pecamos comienza a croar un sapo o a gruñir un cerdo. Es el demonio que hace su morada en aquel que cayó en pecado. Y nosotros, sólo por el hecho de estar en pecado, ya pasamos a luchar a favor del demonio.

Aunque nada hagamos, nuestro existir en estado de pecado nos inscribe en el bando adversario. De donde resulta la necesidad de, en el menor tiempo posible, salir de esa situación y volver al estado magnífico y diáfano de la gracia, donde nos pasamos de un ejército para otro y de ángeles malditos pasamos a ser nuevamente Ángeles benditos.

Quizás algunas personas, colocadas frente a las verdades arriba expuestas, tendrán sus almas divididas en dos zonas opuestas. Una, luminosa, clara, alegre, porque el oír hablar a alguien de aquello que merece todo el entusiasmo, o sea, de Dios, de Nuestra Señora, de la Santa Iglesia Católica, transforma al alma en limpia, leve y satisfecha.

El codicioso tonto, pintado por Rembrandt Van Rijn

La otra zona es oscurecida por intereses mezquinos, deseos de hacer carrera, de ganar dinero, de aparecer, de ser importante. Eso deja al alma oscura, pesada, abatida, suspirando y pensando:

¿Cuándo me vendrá el dinero y el placer que quiero? Si vinieran, esas personas harán lo mismo que realizan todos aquellos que poseen esas cosas: cuando la mano está bien llena, las dejan caer en el suelo porque de nada sirve todo aquello. Esa es la realidad.

Pidamos a Nuestra Señora la admiración desinteresada e inocente, punto de partida invencible de todo el odio necesariamente fulminante, aplastador y victorioso contra la Revolución.

Extraído de conferencia de 27/10/1979

Deje sus comentarios

Los Caballeros de la Virgen

“Caballeros de la Virgen” es una Fundación de inspiración católica que tiene como objetivo promover y difundir la devoción a la Santísima Virgen María y colaborar con la “La Nueva Evangelización” , la cual consiste en atraer los numerosos católicos no practicantes a una mayor comunión eclesial, la frecuencia de los sacramentos, la vida de piedad y a vivir la caridad cristiana en todos sus aspectos. Como la Iglesia Católica siempre lo ha enseñado, el principal medio utilizado es la vida de oración y la piedad, en particular la Devoción a Jesús en la Eucaristía y a su madre, la Santísima Virgen María, mediadora de las gracias divinas. Sus miembros llevan una intensa vida de oración individual y comunitaria y en ella se forman sus jóvenes aspirantes.

version mobile ->