¡La admiración es la suprema alegría!

Publicado el 07/30/2020

 

Dios colocó una nota de admirable en todo cuanto hizo, porque quiso infundir en los hombres la convicción de que su espíritu debe estar dirigido hacia lo más alto, a través de la admiración. Esa admiración supone dos grados: uno es por aquello que la persona tiene delante de sí; otro es el de reportar todo a Dios Nuestro Señor.

Plinio Corrêa de Oliveira

Dios colocó por lo menos una nota de admirable en todo cuanto hizo, y sin ninguna excepción. Esa nota de admirable, ora se muestra evidente de manera a encantar a los hombres, ora aparece en el fondo de una larga y árida pesquisa científica. En cierto momento el hombre encuentra lo admirable.

Si el creador puso lo admirable en todo es porque Él quiso infundir en los hombres, de todos modos y de todas las formas, esa convicción de que su espíritu debe estar dirigido hacia lo más alto, hacia algo que le cause admiración y que la luz de su vida es la admiración de las cosas verdaderamente admirables.

Todo cuanto Dios hace es admirable y Él quiere que vivamos en una continua admiración de las criaturas, para admirarlo a Él que se refleja en ellas. Por esa admiración hecha de veneración, de adoración, desea que nosotros lo sirvamos heroicamente la vida entera.

Entonces, esa admiración supone dos grados: uno es la admiración próxima por aquello que la persona tiene delante de sí; otro grado es reportar todo a Dios Nuestro Señor, de manera que Él sea el término final de la admiración. En el Creador, que es el Autor de aquello que estoy admirando, está esa maravilla de un modo infinito. Y cuando algún día, por su misericordia y por el mérito de la preciosísima sangre que Nuestro Señor derramó por mí, por las lágrimas y por los ruegos de su Madre, yo llegue al Cielo y lo admire cara a cara, eso que estoy viendo ahora lo voy a contemplar directamente en Él por toda la eternidad.

Eso se verifica en las menores cosas. Por ejemplo, yo soy muy sensible a lo bello de las piedras; es una peculiaridad individual. Otro será más sensible a la belleza de las aves; de la música, etc. es una peculiaridad individual. 

A mí me agrada, en cuanto estoy haciendo esta conferencia, mirar para la superficie de este mojador de dedos que tengo delante de mí, adornado con una piedra verde. Sé muy bien que no se trata de una esmeralda maravillosa, y no sería puesta en la corona del Sha de Persia, ni de lejos. Entretanto, es un verde que me agrada mirar. Pero no me quedo en el agrado puramente sensitivo de un bicho que mira a una cosa verde, y sacude bobamente la cabeza sin saber porque, pues Dios me hizo hombre y, mucho más que eso, me hizo católico, apostólico, romano; bautizado en mi infancia, nací en la Iglesia por su misericordia.

Debo, entonces, preguntar por qué ese verde me agrada, pues no existe apenas un motivo sensitivo, sino una razón de carácter mental, una afinidad de temperamento y de modo de ser, por donde el hecho de que yo guste de ese color expresa algo de mi persona. Mas existe una razón infinitamente superior: si algo de mi persona se expresa porque yo miro esa piedra y me gusta, algo de la Persona que la creó se expresa por el mismo principio. Por lo tanto, Dios consideró esto bello y digno de expresarlo, y puso este objeto delante de mí para, si yo reflexiono un poco a su respecto, decirme esta verdad fundamental:

“Hijo mío, tú que ves y que te gusta esto por haber en eso una afinidad con tu personalidad, sabes que mi perfección infinita tiene también una expresión aquí, y que tú y Yo nos encontramos en la consideración de esa piedra. Es misterioso, pero es verdad. Viéndola y gustando de ella, tú de hecho notas algo que es un destello de Mí. Contémplala, un día tú me verás cara a cara.”

Si soy capaz de esa reflexión, yo digo: “¡Qué misterio! ¿Cuándo, Dios mío, llegará ese día en que, al final, podré veros cara a cara y descubrir el misterio que pusisteis detrás de esa piedra?”

Así, esa piedra no es un objeto para el cual miré de cualquier manera, calculé su precio, verifiqué si es adecuada para contener esponja con agua, y evalué apenas mercantilmente. Ella debe ser considerada inclusive mercantilmente, porque tiene su precio, pero no es esa la razón más alta para evaluar la piedra. En ella encontré una especie de ángulo de incidencia por donde el Creador y yo nos encontramos. Yo admiré y, al admirar, hice una reflexión que me elevó hasta Dios.

Meditar a partir de un acto de admiración

Eso que se da con una piedra, pasa evidentemente aún más en relación con un animal. Por ejemplo, un león rugiendo, magnífico, con aquella fuerza, aquella melena. aquel dominio, aquella capacidad de ataque, si quisiésemos mirarlo del punto de vista sobrenatural, se presta a consideraciones verdaderamente de primer orden. Estoy mirando el león, veo aquel furor magnífico y pregunto: “¿Pero al final de cuentas, contra quién es ese furor?

¿Contra mí? ¿El león aún ni me vio, y está allá lejos furioso con qué?”

Si me reporto a la cólera divina contra el pecado, veo cómo es lindo el furor de la majestad, del derecho, de la fuerza contra aquello que está errado, torcido, sucio, revoltoso, arrogante.

¿Un rugido del león no tiene alguna cosa de la belleza del rugido de la cólera de Dios por todos los espacios celestes? Y cuando yo veo tanto pecado, tanta impiedad, tanta tibieza pútrida y asquerosa que se esparce en torno mío, deseo una rectificación de eso y una punición, y me acuerdo del furor del león, comprendien- do por qué la escritura llama a Nuestro Señor Jesucristo “León de Judá” (cfr. Ap. 5. 5). El Redentor, aunque muerto, derrotado, cuando resucitó implantó la derrota de todo aquello que se puso contra Él. Fue el vencedor y sobre el mundo entero sus catedrales magníficas levantaron sus torres. Es verdaderamente el rugido del León de Judá.

Comprendo que Dios, al crear los leones, quiso, sobretodo, que nosotros, católicos, a la vista del león hiciésemos una meditación sobre la magnificencia de su cólera. Y nunca, aunque viésemos todos los leones del pasado, del presente y del futuro, veríamos algo tan magnífico, tan divinamente leonino como en el momento en que Dios, en el Juicio Final, se vuelva hacia los réprobos y los mande a todos al Infierno. Son palabras de rugidos que a los réprobos dejarán horrorizados y enfurecidos.

Creo que yo me desmayaría de encanto viendo el furor del León de Judá. “¡Al final Vos vengáis, al final afirmáis vuestra gloria! ¡Ah cómo os aplaudo, oh Dios, terrible perseguidor de vuestros adversarios! ¡Adoro vuestro derecho, vuestra cólera y vuestra fuerza!”

¿No es bueno, pensando en un león, elevar así mí espíritu? ¿No se hace de este modo, una buena meditación? Es un acto de admiración por donde admiré el león en todo cuanto quiso Dios simbolizar de sí en él. 

Pero después admiré en el león hechos de la Historia del pasado o predichos para el futuro sobre las relaciones de Dios con los hombres, para comprender toda la Historia de la humanidad y, atrás de ella.

Así hice una meditación a partir de un acto de admiración.

La admiración debe estar presente en todas las actitudes del alma

Yo podría hacer el mismo acto de admiración, por ejemplo, en relación a una paloma para ser comida. ¡Con qué suavidad e inocencia ella está en las manos de aquel que la mata! ¡Cómo ella es linda, pura en el momento en que va a ser muerta!

Me acuerdo de un sacerdote jesuita que, durante una clase, puso el siguiente problema: todo ser se alegra cuando realiza su fin. Ahora al crear la gallina, Dios tenía como una de sus finalidades que ella sirviese de alimento al hombre. Por lo tanto, trasponiendo el ejemplo para la paloma, si esta pudiese entender que va a ser muerta en holocausto a un hombre, ella se alegraría por cumplir con su finalidad. Entonces, debemos imaginar la frustración de la paloma vieja que muere sin haber sido devorada, porque ella no realizó su finalidad natural; o, por el contrario ¿el instinto de conservación, que hace que el ser sienta pavor de su propia destrucción, la llevaría a no querer ser destruida?

Dijo el sacerdote que tanto una hipótesis cuanto la otra son admisibles, pues ambas parten de un presupuesto absurdo, esto es, que un ente irracional piense.

En efecto, de sí, repugna a la inteligencia la idea de un ser racional hecho para el holocausto a otro ser creado.

A mi ver, el sacerdote respondió muy bien. Pero me gustaría pensar cómo resolvería la cosa si el animal fuese inmolado. Alegando en favor de la alegría de dejarse inmolar, el sacerdote imaginaba al animal mirando a un hombre y pensando: “¡Cómo ese hombre es superior a mí, y me alegro en saber que dentro de poco mi carne va a ser su carne! ¡Qué honra y promoción para mí, ser devorado por él! Oh momento como que de éxtasis la hora en que yo sienta que mi vida se exhala, pero sabiendo que, de algún modo, voy a ser humanizado y promovido.”

El raciocinio del sacerdote me parecía evidentemente claudicante, y él lo presentaba como tal, pues era un buen profesor y sabía bien lo que decía. Pero tenía un lado bonito que presento aquí para que comprendamos la belleza de la paloma que se inmola, representando algo infinitamente más alto que eso: Nuestro Señor Jesucristo, víctima que se dejó inmolar por nosotros, el Cordero de Dios que lavó los pecados del mundo entero con su preciosísima sangre.

¡Cómo es bonito, estando junto a un tabernáculo y viendo pintado un cordero inmolado, que pensemos que allí está el Cordero de Dios realmente presente! ¡Qué cosa magnífica es admirar el cordero para adorar al Cordero de Dios, Nuestro Señor!

Por ahí percibimos cómo en absolutamente todo debe estar presente la admiración, en todas las actitudes del alma humana y de un modo preponderante. Esa admiración así presente, debe ser considerada por nosotros no apenas con relación a seres inferiores a nosotros – por lo tanto, un animal, una planta, una piedra – , sino, sobre todo en relación a los seres iguales y superiores a nosotros.

Extraído de conferencia del 11/2/1977

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