Para acompañar nuestro existencia terrena y protegernos contra los peligros que nos pueden asaltar, Dios nos regaló una compañía inseparable.

Los ángeles suelen ayudar a una persona a desarrollar la espiritualidad de forma invisible. Sin embargo, a veces Dios permite que un alma elegida vea y escuche a sus siervos celestiales.
La Bienaventurada Hosana Andreasi, de Mantua (Italia), con seis años de edad, tomó el gusto de pasear por las márgenes del Río Po, extasiada con la belleza del panorama.
Un día se encontraba sola en ese lugar, cuando de repente vio surgir delante de sí un bello joven, alto y fuerte. Nunca lo había visto antes… Sorprendida, pero no asustada, oyó al recién llegado decir con voz clara, al mismo tiempo suave y firme:
“La vida y la muerte consisten en amar a Dios”. Su sorpresa aumentó cuando el “joven” la levantó del piso y, mirándola directamente a los ojos, agregó: “Para entrar en el Cielo, debes amar mucho a Dios. Ámalo. Todo fue creado por Él, para que las personas lo amen”. Fue este el primero de numerosos encuentros que Hosana tuvo, hasta su fallecimiento en 1505, con su Ángel de la Guarda.
Casos como ese, de rela-cionamiento intenso con los ángeles, no son nada raros. Santa Gemma Galgani (1878-1903), por ejemplo, tuvo la constante compañía de su ángel de la guarda, con quien mantenía un trato familiar. Él le prestaba todo tipo de ayuda, hasta incluso llevando sus mensajes para su confesor, en Roma.
Más próximos de nosotros, encontramos los episodios frecuentes ocurridos con San Pío de Pietrelcina (1887-1968), gran incentivador de la devoción a los Ángeles de la Guarda.

En diversas ocasiones él recibió recados de los Ángeles de la Guarda de personas que, a la distancia, necesitaban de algún auxilio suyo. El Papa San Juan XXIII, otro gran devoto de los ángeles, decía: “Nuestro deseo es que aumente la devoción al Ángel Custodio”.
“Ángel de la Guarda”, Caballeros de la Virgen, 2018.