
Jesucristo divide la Historia en dos vertientes completamente diferentes. Él es la Sabiduría triunfal que domina el mundo de un extremo a otro. No obstante, la dulzura, la gloria y la suavidad de la Navidad discuerdan profundamente con el aspecto dramático del mundo contemporáneo. Hace casi ochenta años, el Dr. Plinio exhortaba con respecto al significado religioso de esta gran fecha.
Plinio Corrêa de Oliveira
Desafortunadamente, hoy son pocos los fieles que dan a la Navidad todo su significado. Para algunos, la fecha es un mero pretexto para conmemoraciones mundanas. Para otros, es una mera fiesta familiar en la que, como por accidente, también se conmemora el nacimiento del Salvador. Como Él nació niño, la fecha les interesa a los niños. Este es el único nexo entre las celebraciones domésticas y religiosas de la Navidad. Para otros, finalmente, la Navidad es, por cierto, una fecha con un inmenso significado religioso.
Centro de la Historia y marco de una era completamente nueva

Detalle del fresco El Nacimiento de Jesús, pintado por Giotto
Pero la palabra “religioso” es tomada en este caso sólo en su sentido más estricto. Cristo, Señor Nuestro, encarnándose y muriendo por nosotros, franqueó a todos los hombres las puertas del Cielo. Dentro del ámbito muy exactamente delimitado de las iglesias, la Navidad tiene, pues, un inmenso significado. Pero fuera de ahí, no tiene importancia.
Son poquísimos los que comprenden que, de hecho, la Navidad representa ante todo y por encima de todo, con la Encarnación de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, una honra inestimable para el pobre género humano y el primer marco de la vida terrena de nuestro Redentor, cuyo término sería nuestra salvación.
Además de ese significado primordial y esencial, la Navidad tiene otro: Jesucristo, encarnándose, evangelizando a los hombres, fundando la Santa Iglesia, muriendo por nosotros y salvándonos, abrió una era completamente nueva en la vida de los pueblos. Él renovó la Tierra. Y a ese título, la Encarnación del Verbo es el acontecimiento fundamental de la Historia de las civilizaciones, el marco inicial de los tiempos del hombre renovado. No es por mera ficción que se cuentan los años a partir del nacimiento de Cristo. Realmente, Jesucristo divide la Historia en dos vertientes completamente diferentes. El mundo antes de Él era uno, después pasó a ser otro. Son dos mundos. Casi se podría decir que son dos Historias.
En efecto, toda la civilización cristiana no es sino una consecuencia de la obra de la Redención. Sin la Redención, la civilización cristiana y católica sería imposible. Y como esa fue la mayor de las civilizaciones en la Historia, la única que merece verdaderamente el nombre de civilización, es incontestable que no hubo ni habrá una obra más alta ni más fundamental, inclusive desde el mero punto de vista de la civilización, que la que Cristo Señor Nuestro realizó.
La idea de que la Navidad es el centro de la Historia, se encuentra en toda la Liturgia de estos días.
Esperanza de un Salvador

Profetas. Catedral de Santiago de Compostela, España
Toda la antigüedad estuvo impregnada de la esperanza de un Salvador. Por Él ansiaron los profetas de la antigua Ley y todo el pueblo de Israel. Su advenimiento era el acontecimiento grande y fundamental delante del cual la formación y caída de los mayores imperios no tenía importancia.
De un modo todo particular, estos sentimientos de expectativa, que nos muestran en su verdadera perspectiva los acontecimientos del mundo pagano –pequeños en presencia del gran acontecimiento que se esperaba–, están proclamados en las famosas antífonas de Adviento que siguen:
Oh, Sabiduría que brotaste de los labios del Altísimo, abarcando del uno al otro confín, y ordenándolo todo con firmeza y suavidad: ven y muéstranos el camino de la salvación.
Oh Adonai, pastor de la casa de Israel, que te apareciste a Moisés en la zarza ardiente y en el Sinaí le diste tu ley: ven a librarnos con el poder de tu brazo.
Oh Renuevo del tronco de Jesé, que te alzas como un signo para los pueblos; ante quien los reyes enmudecen y cuyo auxilio imploran las naciones: ven a librarnos, no tardes más.
Oh Llave de David y Cetro de la casa de Israel; que abres y nadie puede cerrar, cierras y nadie puede abrir: ven y libra a los cautivos que viven en tinieblas y en sombra de muerte.
Oh Sol que naces de lo alto, Resplandor de la luz eterna, Sol de justicia: ven ahora a iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte.
Oh Rey de las naciones y Deseado de los pueblos, Piedra angular de la Iglesia, que haces de dos pueblos uno solo: ven y salva al hombre que formaste del barro de la tierra.
Oh Emmanuel, rey y legislador nuestro, esperanza de las naciones y salvador de los pueblos: ven a salvarnos, Señor Dios nuestro.
Alegría triunfal y santísima

“La Luz brillará hoy sobre nosotros: porque nos ha nacido el Señor”.
Esas exclamaciones magníficas de la Liturgia, extraídas de las Sagradas Escrituras, expresan el anhelo de todos los profetas, de todos los justos, por la venida del Mesías prometido.
A través de ellas trasparece con toda claridad el papel fundamental de Nuestro Señor Jesucristo, ya sea en la economía de la salvación, ya sea en la vida de todos los pueblos en esta Tierra. Él es la sabiduría triunfal que domina el mundo de un extremo a otro; Él, el Salvador que nos salvará “con la potencia de su brazo”; Él, que sacará al prisionero de la prisión, e iluminará a “los que están sentados a la sombra de la muerte”; Él, el Rey deseado, el Legislador omnipotente. Todas estas exclamaciones indican muy claramente un mundo que se debate en las tinieblas, en la impotencia, en la tristeza, y que Nuestro Señor Jesucristo viene a salvar, a reunir y elevar a la verdadera civilización.
Se comprende, pues, la alegría triunfal y santísima con que la Iglesia canta en el Introito de la Misa de la Aurora, en el día de Navidad: “La Luz brillará hoy sobre nosotros: porque nos ha nacido el Señor”, y en la Epístola recuerda las palabras de San Pablo a Tito: “Ha aparecido la benignidad y la humanidad de Dios, nuestro Salvador; nos ha salvado, no por las obras justas que hemos hecho nosotros, sino por su misericordia, mediante el baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo, que derramó en nosotros con abundancia por Jesucristo, nuestro Salvador: para que, justificados con su gracia, seamos hechos herederos según la esperanza de la vida eterna: en Nuestro Señor Jesucristo.”
En el Introito de la próxima Misa, estas palabras de júbilo se acentúan una vez más: “Un Niño nos ha nacido, y un Hijo nos ha sido dado: cuyo imperio descansa en su hombro: y se llamará su nombre: Ángel del gran Consejo.” Cristo viene para el mundo entero: “Todos los confines de la tierra vieron la salvación de nuestro Dios; tierra toda, canta jubilosa a Dios. El Señor manifestó su salvación; reveló su justicia ante la faz de las gentes.”.
Y en la Liturgia de ese día encontramos también la exclamación radiante: “Hoy Cristo nació, hoy apareció el Salvador, hoy sobre toda la Tierra cantan los Ángeles, se regocijan los Arcángeles, hoy todos los justos en transportes de alegría repiten: ‘Gloria a Dios en lo más alto de los cielos’. Aleluya.”
Aspecto dramático del mundo contemporáneo
Difiere profundamente de la dulzura, gloria y suavidad de ese cuadro magnífico el aspecto dramático del mundo contemporáneo. El pecado parece dominar el mundo entero. La guerra extiende por casi toda la Tierra sus devastaciones. El odio, la sensualidad y la impiedad campean desenfrenadas. Sin embargo, continúa siendo verdadera la afirmación de la Liturgia: “A Vos, Señor, pertenecen los cielos, a Vos la tierra; sois Vos quien fundasteis el universo y cuanto él contiene. La justicia y la equidad son el apoyo de vuestro trono.”
En efecto, la rebelión de las criaturas no aliena ni destruye el dominio que sobre ellas ejerce el Creador. Aunque rebelde, el mundo continúa perteneciendo a Nuestro Señor Jesucristo. Y Él, el Rey, Rey pacífico, Rey misericordioso, continúa atrayendo a sí a todas las criaturas.
Junto al Pesebre, sean nuestros sentimientos de profunda confianza en la misericordia divina. En nosotros, en torno de nosotros, por la gracia de Cristo, Señor Nuestro, será solo Él el verdadero Rey. Por el ardor en la correspondencia a la gracia divina y en las faenas de apostolado, sepamos sustraernos al yugo del pecado y atraer a Cristo a todos los pueblos infieles. En el Pesebre, Cristo se nos aparece muy junto a María, como recordando que con la intercesión de la Madre de Él y nuestra todo lo podemos esperar, todo lo debemos pedir en beneficio de las almas.
Extraído de O Legionário, n° 594, 25/12/1943