Poseer un espíritu perspicaz es una necesidad imperiosa en nuestro siglo. Sin embargo, ella se verificó imprescindible en todos los siglos, porque el espíritu de las tinieblas fue siempre disimulado y falso. Constituyen verdaderas excepciones las épocas históricas en que la impiedad dejó de lado todos los disfraces para lanzarse abiertamente contra la Santa Iglesia. En general, sus embestidas fueron camufladas y subrepticias. El demonio nunca es tan peligroso como cuando se reviste de la apariencia de los ángeles fieles.
No es otra la razón por la cual la Santa Iglesia de Dios fue siempre de una invencible astucia en desenmascarar las herejías disfrazadas y sutiles, y llama la atención notar que en esa argucia pertinaz y combativa ella coloco las más suaves refulgencias de su santidad.
La argucia de la Iglesia nada tiene de común con la perfidia malévola del politiquero desleal, del especulador sin entrañas, del espía sin escrúpulos. El espíritu católico no comporta odio ni malevolencia, sino solo amor. La vigilancia de la Iglesia es idéntica a la de una madre que, movida por el amor a sus hijos, sondea constantemente con su mirada vigilante los peligros que rodean a los hijos, a fin de discernir el enemigo que se aproxima.
El propio amor materno le impone que se revista de vigilancia y de energía para defensa de sus hijos, y que se esmere en hacerlo con toda la eficiencia necesaria, con todo el lujo de detalles exigido por la circunstancia, con toda la perfección de los recursos a su alcance.
Esta argucia amorosa hace parte de las más auténticas tradiciones de la Iglesia. Leamos las actas de los Concilios, las definiciones doctrinarias de los Pontífices, los juramentos impuestos por la Iglesia a sus sacerdotes, y notaremos que fueron redactados con una finura sin igual, para desenmascarar el error en sus más imperceptibles y ligeras manifestaciones, y para definir la verdad con una precisión de términos cultivada por la Iglesia como un arte indispensable, manifestando la difícil aptitud de encontrar para cada pensamiento la palabra adecuada, y de definir los términos antes de emplearlos, con el objetivo exclusivo de impedir que cualquier parcela de error se mezcle con la verdad.
Si así es la Iglesia, así debemos ser nosotros. Bien conocidos los principios errados, bien conocidas, sobre todo, las verdades que se oponen a esos principios, el católico deberá adiestrar su espíritu en la búsqueda de todas las consecuencias próximas o remotas, directas o indirectas, que tales principios pueden engendrar.
Así siendo, él deberá tener una idea nítida, no únicamente de las opiniones que coliden con las verdades fundamentales expuestas por el Magisterio, sino también de las opiniones simplemente sospechosas de herejía. Y, entonces, habrá adquirido, con el auxilio de Dios, el sentido católico, una de las gracias que más debe ambicionar un hijo de la Iglesia digno de este glorioso nombre.
El sentido católico será el farol del apóstol que quiera ser, de hecho, un pastor perspicaz y vigilante en unión y bajo las órdenes de la Santa Iglesia de Dios. Será el sentido católico que hará con que él note los más ligeros resquicios de error, las más disimuladas manifestaciones del mal y –don inestimablemente útil y noble– hasta discernir en las personas, mediante una percepción intelectiva muy sutil y nítida, el pésimo hálito de la impureza y de la herejía.
Esta gracia, el Espírito Santo no la niega a los que, para obtenerla, ofrezcan a Dios, en unión con María, una vida casta, alimentada por oraciones humildes y guiada por un amor y una confianza sin reservas en la Santa Iglesia Católica.
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* Cf. O Legionário n 298, 29/5/1938.