A veces, Nuestra Señora parece eclipsarse, pero tal como
en la vida del Dr. Plinio, es en los momentos de mayor
aridez que Ella se hace más presente, dando fuerzas
y serenidad para enfrentar todas las dificultades.
Plinio Corrêa de Oliveira
Fui mejorando gradualmente. Finalmente, me fue posible levantarme de la cama, pasando a la silla de ruedas.
Primera salida: al oftalmólogo
Cierto día me llevaron a mi oficina y me sentaron en el sofá. La impresión que yo tenía, cuando estaba en la cama, era de que, cuando llegara el momento de levantarme, podría moverme como cualquiera. Pero no sé qué efecto produjo la inmovilidad en mis músculos, que me sentí como una momia egipcia enteramente atada de arriba abajo, de modo que no podía ni siquiera cambiar de posición.
Poco a poco me preparaba para comenzar mi vida normal. Para mí sería una verdadera alegría poder salir en automóvil, cosa a la que aspira intensamente quién estuvo enfermo, sobre todo con la pierna y el brazo estirados en posición troglodítica, durante dos meses.

El Dr. Plinio el 9 de abril de 1975, fecha en que se levantó de la cama por primera vez después del accidente
En la primera vez que quise salir de casa, quise ir a un oftalmólogo y, con base en los exámenes mandar a hacer los anteojos adecuados para poder retomar las lecturas.
Si hay algo apacible en el mundo es la visita a un oftalmólogo, pero fui con miedo por la siguiente razón: toda la vida tuve pánico, horror a la inyección en los ojos. Fui formado por la falsa idea de que los ojos son más o menos como un huevo: que si alguien mete un alfiler, se derrama todo lo que hay en el globo ocular, el ojo se marchita y la persona queda ciega.

El Dr. Plinio comiendo el 9 de abril de 1975
Llegué al oftalmólogo cargado, todavía enyesado por completo. Le expliqué lo que tenía y él inmediatamente le pidió a la secretaria que trajera algunas jeringas para colocar una inyección.
Ella volvió con una bandejita, con un mantelito lo más adornado posible –todo bien arreglado como si fuera para servir dulces en una bonbonnière para que yo comiera– y encima había cinco jeringas. El médico me avisó que era necesario aplicar una inyección en mi vista.
Yo tuve que contenerme, y pensé: “¿¡Dios mío, una más!?” No pregunté por qué y le pedí que lo hiciese de inmediato.
Tuve la impresión de que desfallecería. Pero, de repente, gracias a Nuestra Señora, en aquel momento me invadió una fuerza muy grande, tuve una tranquilidad extraordinaria para enfrentar eso. Con una calma que yo nunca había imaginado, dejé que el médico metiera la aguja en mi ojo. Las inyecciones eran mucho más inocuas que lo que yo pensaba.
Inyectó un líquido, no en el globo ocular, sino en el canal lagrimal de cada ojo, hizo ahí todo lo necesario para ver si estaba obstruida la salida de las lágrimas; y yo me di cuenta que el agua que salía de la aguja pasaba por el canal y corría por la cara. Al sacar la aguja, me dijo que había aplicado la inyección para ver cómo estaba el conducto. En caso de que este tuviera un poco de polvo del camino o cualquier otra cosa, sería necesario hacer una operación en el canal lagrimal –no era exactamente en el ojo– para sacar ese corpúsculo; sin embargo, se encontraba completamente desobstruido.

Noticias relativas al estruendo publicitario promovido contra la TFP, en 1975
Un gran padecimiento
Todas las mañanas yo mandaba que me leyeran el diario. En aquel día, antes de salir para el oftalmólogo, tomé conocimiento de una pequeña nota publicada con respecto a un comienzo de estruendo2 contra la TFP, en Rio Grande do Sul. Por el modo como la noticia era dada, sentí que una campaña, como una especie de estampida colosal, estaba viniendo encima de nosotros.
Fui al médico mucho más preocupado con el estruendo que con el estrabismo que, en fin, se corregiría de un modo o de otro. Y cuando mi auto llegó al consultorio, me acuerdo que estaba razonando esto: “La noticia de hoy a la mañana es tal, que se diría que está viniendo un estruendo de grandes proporciones”. Volví a casa y pasé todo el día en la expectativa de la publicación del día siguiente.
De hecho, a partir de ahí comenzó la golpiza. Se desató un estruendo horroroso, de arrasar, el más impresionante que hubo contra el Grupo hasta hoy. Y el mayor sufrimiento no fue el accidente sino el estruendo, tal vez el mayor padecimiento de mi vida, de contorcerme de dolor, espiritualmente, como un gusano, ¡una cosa horrible! Yo, con el peso de los restos del accidente y de otras cosas que me iban cayendo encima. Además de eso, viendo aquella modorra e indiferencia en el Grupo.
A partir de ahí comenzó una serie de medidas persecutorias. El momento más trágico fue cuando se inició un movimiento pidiendo que el Grupo fuera cerrado. Yo comencé entonces a tomar providencias, telefoneando a los conocidos para pedir que nos ayudasen. No podía tomar el teléfono, alguien lo colocaba en mi oído, y yo hablaba. Pero no pude evitar que cerraran el Grupo… Lo que lo evitó fue un milagro. Hubo pilas de tormentas de esa naturaleza en ese período.
El papel de la confianza
Por increíble que sea, gracias a Nuestra Señora yo atravesé el estruendo siempre con la retracción de aquellas gracias, pero con paz, con una serenidad sin la cual habría muerto en aquella ocasión, fundada solo en el deseo enorme de que la vocación continuara y, por lo tanto, una serenidad mantenida en el recuerdo de las gracias que habían pasado a ser dudosas.
Me ayudó incomparablemente la suavidad, la resignación y el perfume moral de la presencia de mi madre. Estoy seguro de que la gran tranquilidad y seguridad que yo tuve en el accidente no me abandonaron un instante gracias a la intercesión de ella. Yo debía esperar que la pierna, la cadera, los brazos rotos, los ojos, en fin, todo volviera la normalidad. Era necesario tener, en medio de todo eso, una gran confianza que, estoy seguro, mamá me consiguió pidiendo a Nuestra Señora de Genazzano.
Si inclusive durante ese período de eclipse –para expresarme así–, de la “gracia de Genazzano”,3 yo no hubiera conservado algo de confianza, no habría aguantado. Todos los infortunios se acumulaban encima de mí en una especie de estampida increíble. Pero me fue posible, exactamente por causa de esa gracia (de lo que quedaba de ella) encontrar fuerzas para enfrentar la situación.
Yo no habría resistido nada de eso si no fuera porque Nuestra Señora me dio siempre ese fondo de confianza… ¿Confianza en qué? En que el mensaje contenido en esa gracia se realizaría, o sea, yo no moriría antes de realizar mi vocación.
Nueve años de espera sin comprender nada…
Sólo al cabo de nueve o diez años supe, por una circunstancia enteramente fortuita, que el día del accidente coincidía con la fiesta del beato Stefano Bellesini, un religioso del siglo XIX que vivió en Genazzano, donde fue también párroco, el más célebre de los devotos de Nuestra Señora del Buen Consejo y que se volvió bienaventurado a la luz de Ella, hecho que restauraba el cuadro que las dudas no consentidas, pero vehementes, perturbaban.

El Dr. Plinio el 3 de febrero de 1984
Cuando en aquella mañana de febrero, aniversario del accidente, pasé por una de nuestras capillas, me senté allí y un muchacho me trajo una reliquia del Santo del día con una nota sobre él: era el Beato Stefano Bellesini.
Mandé a llamar por teléfono a los agustinos y a preguntarles cuál era el día de la fiesta del Beato. Era, en efecto, el día 3 de febrero. Estaba enteramente confirmado. Aquel había sido el día de mi accidente, y pensé: “Pero ¿cómo? ¡Nunca me pasó por la cabeza la coincidencia de las fechas!” Lo que indicaba la punta del dedo de Nuestra Señora en el accidente que sufrí, como quien dice: “Hijo mío, aquello no fue una cosa contra las reglas de Genazzano, sino la quintaesencia de esas reglas”. Fueron nueve años de espera, sin que yo comprendiese lo que había sucedido.
Me puse muy contento al constatar esa coincidencia de fechas, a tal punto que mandé sacar su reliquia de una de mis cajas de reliquias y no la solté durante un minuto, agradeciendo a Nuestra Señora de Genazzano por haber sabido eso nueve años después. Yo le agradezco a Ella porque no supe y le agradezco porque supe. No sabiéndolo, sufrí más; sabiéndolo, tuve una alegría.
Desde entonces hasta hoy, naturalmente, adquirí mayor decisión, más energía al enfrentar los obstáculos y, al mismo tiempo, las pruebas fueron aumentando; pero ya con la confianza bien firme y, por lo tanto, con la posibilidad de enfrentar cualquier cosa.
A pesar del apagamiento, la “gracia de Genazzano” permanecía incólume
La segunda lucha, –la primera fue el accidente; la segunda, el estruendo– dejó que sus cicatrices duraran hasta el momento en que pude recomponer bien el movimiento de la gracia. Haciendo recientemente un balance de todo lo que pasó por ocasión del estruendo, comenzó a abrirse un poco de claridad en mis ojos y verifiqué que Nuestra Señora continuó actuando con nosotros y conmigo durante ese período, exactamente del modo milagroso con que Ella actuaba antes de aquel apagamiento.
Varias, varias y varias cosas de aquella época me comenzaron a venir al espíritu, y verifiqué que, a pesar del desfiguramiento, la “gracia de Genazzano” continuaba. El peligro llegaba hasta mí, expiraba sin devorarme, dejando a la vocación seguir su camino. O sea, la gracia no me abandonó, pero me dejó en la situación de pensar que ella no era auténtica. ¡Y cómo eso se clavaba en la médula de mi alma! Porque, o vivo para la vocación o soy un payaso…
Los sábados, cuando me dirigía en silla de ruedas a la Reunión de Recortes, trataba sobre el estruendo, y en cierta ocasión llegué a afirmar lo siguiente: “Yo soy todo dolor, en mí no hay otra cosa a no ser dolor”.
Una caminata por el dolor
Ninguna duda: quien quiere hacer avanzar una obra como la nuestra no puede únicamente ser un profeta, sino que tiene que dar su propia sangre. Es una larga caminata por el dolor que después se transforma en una caminata por el exilio y, después de este, la apariencia de frustración: “¡Las gracias no eran nada!” Caminando, caminando, caminando: “Et si ambulavero in medio umbrae mortis, non timebo mala –aunque yo camine en las sombras de la muerte, no temeré los males” (Sal 22, 4), y, “In lumine tuo, videbimus lumen– en vuestra luz veremos la luz” (Sal 35, 10).
Si Nuestra Señora quiso eso, yo canto el Magníficat y doy por muy bien empleada cualquier cosa que Ella haya hecho. Aunque me hubiese llevado, yo la glorificaría por su sublime intransigencia hacia mí.
¿Quién sabe si Ella, misericordiosamente, quiso servirse de ese dolor, no el de la muerte, sino el de las sombras de la muerte, y de las sombras, por lo tanto, de la vocación no realizada, para ayudar a volver a erguir el Grupo? Es posible. Después de eso, es un hecho que tuvo un florecimiento extraordinario y llegó hasta donde está hoy.
Ahí está la explicación, casi la historia de una vida, la historia de un hombre en función de una gracia. Es hasta donde puedo narrar en el orden de lo reciente. ¡Si yo contara todas las cosas que sucedieron, grandes o pequeñas, a lo largo de ese período…! Yo fui hasta los límites de lo que podría ir; sin embargo, continué enfrentando mi vida y llegué hasta aquí por la gracia de Nuestra Señora.
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1. El Dr. Plinio se refiere a la convalescencia del grave accidente automovilístico que sufrió en 1975, en las afueras de São Paulo.
2. Campaña mediática calumniosa de grandes proporciones contra el Grupo, pidiendo que este fuera cerrado.
3. Gracia especialmente sensible recibida por el Dr. Plinio, al contemplar
una reproducción del fresco de la Virgen del Buen Consejo que está en Italia, que le confirmaba en el fondo del alma de que él cumpliría su misión.