¡Ay de quien comienza!

Publicado el 03/23/2022

A un padre o a una madre siempre les gusta hacer buen juicio de sus hijos y quedan angustiados cuando tienen que dudar de la conducta de estos, de su sinceridad de su inocencia. De la misma manera se siente el pobre sacerdote respecto a sus propios hijos espirituales y penitentes.

Padre Luis Chiavarino

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Discípulo — Padre, si es tan fácil encontrar quien se deje engañar por el demonio y se calla, renovando el sacrilegio en la confesión, ¿Por qué los sacerdotes y los confesores no interrogan a los penitentes para impedir las confesiones mal hechas?

Maestro¡Pobres sacerdotes y confesores! Lamentablemente, ellos saben y ven que algunas almas dejan mucho que desear, pero en general recelan ser indiscretos interrogando y esclareciendo ciertas cosas. Hasta con algunas personas nos parece una imprudencia indagar.

A un padre o a una madre siempre les gusta hacer buen juicio de sus hijos y quedan angustiados cuando tienen que dudar de la conducta de estos, de su sinceridad de su inocencia. De la misma manera se siente el pobre sacerdote respecto a sus propios hijos espirituales y penitentes.

Discípulo — ¿Y entonces?

MaestroEntonces, estas almas siguen viviendo así, hasta que Dios intervenga con su mano providencial.

Por este motivo, por ocasión de los Ejercicios Espirituales, de las Misiones, de la Pascua y de otras tantas festividades por el estilo, que se encuentran muchas almas, las cuales, habiendo tenido la enorme desgracia de callar ciertos pecados en la confesión una vez, continuando después con sacrilegios durante años y años, hasta el día en que tocados por una gracia especial, pueden finalmente abrir los ojos y tranquilizar su conciencia, torturada por mucho tiempo por el remordimiento.

En una parroquia del Piamonte eran predicados los Ejercicios Espirituales. Hacía ya unos días que habían comenzado las confesiones y desde el principio, noté una persona que rondaba el confesionario, de aspecto triste e indeciblemente avergonzada.

Entretanto, no me fijaba demasiado en eso, hasta que una noche esta persona cayó a mis pies diciendo:

— Padre, ayúdeme; soy una infeliz. Hace quince años que me confieso mal; fui capaz de cometer sacrilegios… y rompió en llanto.

Tenga coraje, Dios será misericordioso con usted y Jesús será infinitamente bueno. Ahora dígame ¿Cuántos años tiene? ¿Cómo fue que usted tomó este camino?

— Tengo veintisiete años; cuando apenas tenía doce años, por causa de una curiosidad ilícita, cometí un pecado que no me atreví a confesar. Con tal sacrilegio, me acerqué a comulgar y desde ese día hasta hoy, los pecados y sacrilegios se sucedieron unos a otros.

Recé mucho, lloré mucho, hice romerías, pero todo fue en vano. Me confesaba todos los meses y hasta con mayor frecuencia por ocasión de los Ejercicios Espirituales; repetía las confesiones generales, pero estos pecados siempre los escondía por pura vergüenza

— ¿Y usted estaba satisfecha con esas confesiones: Comulgaba tranquilamente?

— Oh, Padre! Si supiera como los remordimientos amargos atormentaban mi corazón, clavándose en él como espinas agudas!

Entonces, ¿Por qué usted seguía igual?

Porque fui una locaUn miedo indecible de los regaños del confesor me cerraba la boca y un exagerado respeto humano de mis compañeras me arrastraba para comulgar en este estado.

— ¿Hace cuánto tiempo fue su última confesión?

— ¡Ay Padre! Ya me confesé tres veces durante esta misión, con tres confesores diferentes, siempre con el firme propósito de acabar con esto de una vez por todas y decir todo.

Pero, al llegar al punto terrible, sentía un nudo cruel que me apretaba la garganta y así me callaba

— ¿Y ahora, cómo consiguió hablar?

— Padre, su sermón de hoy sobre la necesidad absoluta de la confesión bien hecha, aquellas palabras tantas veces repetidas ―Gusten y vean cuán bueno es Jesús― me conmovieron y fue ahí cuando me decidí a hablar cueste lo que cueste.

Ayudada por el confesor, ella hizo una confesión general de las más consoladoras, y habiendo recibido la absolución, no paraba de repetir:

— ¡Basta, Padre, basta ya de pecados y sacrilegios. Diré a todos que he sentido y visto cuán bueno es Jesús!…

DiscípuloSon hechos consoladores, ¿verdad?… menos mal que reconoció sus faltas

Maestro — ¡Entretanto, cuántos son los que no las reconocen, incluso en el momento de la muerte! Es algo muy triste, pero lamentablemente cierto; no es raro que hayan moribundos que en la hora de la muerte, teman esconder los pecados no confesados o mal confesados desde la juventud. Y en ese estado deplorable pasan para la eternidad.

Discípulo¡Pobres!

Maestro — ¡Llámalos más bien desgraciados! ¡Ay de quien comienza!

Tomado del libro Confesaos bien

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