
Águila americana con su polluelo
Imaginemos que pudiéramos subir una montaña escarpada hasta la cima y encontrásemos ahí un nido enorme con un polluelo de águila. Escondidos detrás de una roca, pronto veríamos llegar un águila que vuelve de cazar y se posa sobre el nido; en sus garras lleva una presa para alimentar al aguilucho, que, al no estar todavía adiestrado para volar, no se mueve de allí, pues caería precipicio abajo.
Sin embargo, en cierto momento, las alas del aguilucho comienzan a desarrollarse. ¿Qué hace el águila? ¿Cómo entrena a su cría? Primero la coloca sobre su dorso, bien sujeta a las plumas, para que vaya adquiriendo el gusto por el viento; más tarde, la coge con sus propias garras, la eleva medio metro por encima del nido y la suelta.
Al verse sola en el aire, la cría, asustada, aletea torpemente, se esfuerza y cae en el nido. Y así varias veces hasta que, por instinto, la madre se da cuenta de que ya no es dependiente. Entonces, la lleva a un lugar distante y… la suelta. Cuando finalmente el aguilucho levanta su primer vuelo, planeando en lo alto, la madre águila, si pudiera pensar, diría: «Misión cumplida: ¡otro águila más en los cielos!».
«¿Serás tú quien tengo en lo más profundo de mi alma?»
Eso fue lo que hizo Dña. Lucilia con el Dr. Plinio: llamada a proteger, desarrollar e incluso enriquecer su inocencia, conduciéndolo a la plenitud como un águila a su aguilucho, lo fue amparando, educando, estimulando y ayudando, hasta percatarse de que ya era completamente dueño de sus actos. Sólo entonces se tranquilizó en cuanto a la formación, pero no en cuanto a la vigilancia, porque aún siguió atenta: «¿Qué rumbo está tomando? ¿Hacia dónde se dirige?».
Manifestaba su exigencia no solamente a través de sus regañinas, sino también por medio del trato que le dispensaba a Plinio; más tarde éste lo definiría como «un cariño contemplativo», cargado del siguiente pensamiento:
«“Éste es mi hijo. Tengo motivos para esperar que llegue a ser de tal manera, de tal otra… Jugaré con él envolviéndolo en mi afecto, protegiéndolo y buscando en él los síntomas precursores de mi esperanza. ¿Hasta qué punto se cumplirá?”. Y me sentía estimulado por una indagación esperanzada, como quien pregunta con afección: “Hijo mío, ¿serás tú quien tengo en lo más profundo de mi alma?”».
En otra ocasión recordaría el Dr. Plinio: «Todo lo que ella exigía de mí era porque la ley de Dios lo exigía, y porque el Dios altísimo, sapientísimo y buenísimo quería que las cosas se hiciesen de ese modo. Ella quería que yo fuese como debía ser, no para que fuera un hijo manejable y utilizable por ella, sino con la idea de tener un hijo que hiciera un holocausto a Dios, como a Dios se le debe hacer».
Prefería verlo muerto a descarriado
Aunque ni Dña. Lucilia ni el Dr. Plinio nunca le hubieran dicho esto al autor de estas líneas, se percibe en su vigilancia no sólo la esperanza de que su hijo fuese eximio, sino también el recelo de que su hijo, con su inteligencia, sus aptitudes y su brillantez, en un momento dado, se sintiera atraído por una carrera o por la vida mundana y se desviara de la virtud.
Alma recta e inocente, Dña. Lucilia era plenamente consciente del daño causado por el pecado original en la humanidad y sufría mucho al constatar cualquier falta de fidelidad. Era el choque interno de la vida, pero también lo que oía contar a propósito de casos ocurridos en la sociedad. Por eso temía que alguien llegara a ejercer una pésima influencia sobre el niño y trataba de proteger al máximo su inocencia. Debía rezar mucho por él, pidiendo al Sagrado Corazón de Jesús que lo librase del camino del mal. Estas palabras del Dr. Plinio lo atestiguan:
«Había sido una madre abnegadísima con mi salud; sin embargo, varias veces, cuando yo era jovencito, en la época en que se forma el carácter, me decía con mucha dulzura: “Preferiría verte muerto a verte descarriado”. Es como decir: “Los tiempos son malos, tú eres muy joven; nadie sabe de lo que es capaz una persona cuando se pierde”. […] ¡Ella daría su vida para que yo no me muriese! Pero prefería mi muerte a verme en una situación de pecado mortal o de ruptura con la Iglesia».
Impetrando gracias por la perseverancia de su hijo
¡Cuánta fortaleza había sido acrecentada a los cimientos de su fidelidad y su perseverancia a causa de las oraciones de Dña. Lucilia! Un hecho, que se repitió con frecuencia durante la adolescencia de Plinio, nos permite afirmarlo con seguridad: siempre que ella entraba en el santuario del Sagrado Corazón de Jesús, cerca de su casa, iba a rezar ante las imágenes de un hermoso conjunto escultórico que representa al Niño Jesús en el Templo discutiendo entre los doctores, con la Santísima Virgen y San José a su lado. ¿Qué es lo que allí pedía?

Encuentro del Niño Jesús con los doctores de la ley – Santuario del Sagrado Corazón de Jesús, São Paulo (Brasil)
Doña Lucilia nunca le explicó por qué se quedaba tanto tiempo junto a esas imágenes; pero, por su discernimiento de los espíritus, al mirar en lo hondo del alma de su madre, Plinio comprendía que rezaba por él. De hecho, en casa, Dña. Lucilia asistía a las discusiones que tenía, ya de niño, con sus primos y tíos sobre temas de religión, y pedía especiales gracias y dones del Espíritu Santo para su hijo, con el objetivo de que adquiriese el espíritu de polémica y la sabiduría de Nuestro Señor para ganar en todas las disputas, ya fuese con la familia o con otros adversarios.
Y lo que ella, como madre, pidió, ¡lo consiguió! En determinado momento, por esas oraciones tan intensas de Dña. Lucilia, debió recibir una infusión de gracias operantes que le dieron la participación en el espíritu de combatividad del divino Redentor, de modo a convertirlo en una persona extremadamente recta, un luchador inquebrantable contra el mal, un propagador incansable del bien.
Como aceite perfumado y suavizante
Es inimaginable cuánto rezaba Dña. Lucilia por el Dr. Plinio… Siempre con mucha suavidad y respeto. Años más tarde, ya adulto, varias veces la veía entrar en su habitación y acercársele a él, cuando estaba listo para dormirse. En medio del torpor del sueño que lo invadía notaba que ella estaba rezando, pidiendo a Nuestra Señora amparo y ayuda para él. Pasadas varias décadas, el Dr. Plinio todavía rememoraba el final de esa convivencia diaria:
«Cuando ya me estaba durmiendo ella me despertaba con sus agrados y me hacía la señal de la cruz en la frente, antes de retirarse a dormir. Yo percibía algo de su elevada clave de espíritu que fluía sobre mí como un aceite perfumado y suavizante, que me ungía y me hacía bien, penetrando en mí como el aceite penetra en el papel».
Después de eso, alguna que otra vez, ella misma apagaba la luz de la mesilla de noche, salía de la habitación y él adormecía con el recuerdo de su fisonomía. ◊
Extraído, con pequeñas adaptaciones, de:
CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio.
El don de la sabiduría en la mente,
vida y obra de Plinio Corrêa de Oliveira.
Città del Vaticano-Lima: LEV;
Heraldos del Evangelio, 2016, t. i, pp. 146-152.