Andrés Franco
Segunda Guerra Mundial, Provincia de Luxemburgo, en Bélgica. Era el 23 de diciembre de 1944, antevísperas de la Navidad. El mariscal de campo Gern von Rundstedt, comandante del frente Occidental del ejército alemán, asediaba sin cesar la vanguardia de los Aliados, haciendo que las bajas fueran inmensas y cada día las posibilidades de salvación para el debilitado ejército de los aliados fuesen más y más escasas.
Guarniciones mal equipadas, dispersión de las diferentes divisiones, agonizantes y muertos en cantidades enormes, un enemigo que atacaba sin dejar un minuto de respiro y, como si fuera poco, el clima, que se mostraba hostil y agresivo, pues la temperatura había descendido a bajo cero, la nieve y la lluvia enlodaban los caminos que los tanques de guerra debían usar, la bruma y las densas nubes impedían saber claramente las posiciones y situación del ejército alemán para los informantes aliados y a su vez dificultaba que los pilotos pudiesen realizar vuelos de reconocimiento, de abastecimiento y mucho menos de ataque.

General George Patton
Era esta la terrible situación que el general George Patton, comandante del Tercer Ejército de los Estados Unidos, enfrentaba, situación a todas vistas desesperada y sin solución aparente. A despecho de todo esto, él, como buen comandante, no dejaba de realizar operaciones que parecían imposibles, manteniendo contra todo pronóstico el ataque de penetración en el flanco sur del ejército de von Rundstedt, en el área de Bastogne-Echternach (Bélgica).
No obstante, sus fuerzas y su paciencia iban acabando, pues las incesantes tempestades le impedían actuar con la envergadura y rapidez necesaria. El clima era su peor enemigo en ese momento, y no podía hacer nada contra él. Patton decidió entonces hacer lo único que podía hacer, lo que a sus ojos constituía la única salida a la crítica situación, que de seguir así concluiría con la humillante derrota del ejército americano, derrota que significaba la muerte de millares de hombres, casi todos jóvenes, pérdidas incalculables de todo tipo y, peor incluso que todo eso, el triunfo de uno de los regímenes político-sociales más inhumanos, ateos y sin moral que la humanidad había conocido hasta entonces.
Patton se encontraba en el Cuartel General del Tercer Ejército, ubicado de urgencia en Luxemburgo, instalado en un viejo edificio de piedra que antes había sido un Hogar para ancianos.

Mapa bélico del área de las Ardenas en Bélgica, 1944
El Salón de los Mapas había sido alojado en el único lugar suficientemente amplio para acomodarlo: la capilla. Se formaba un curioso contraste entre los lienzos, las imágenes, los vitrales, la suave penumbra del lugar de oración y los mapas, las miniaturas de figuras de los ejércitos, las órdenes por firmar y toda la parafernalia bélica que requería la planeación militar allí realizada; contraste que para muchos puede parecer contradictorio, pero que en una situación global como la de la época era incluso complementario.
Después de un atento examen a los mapas, Patton toma en sus manos el informe de las bajas sufridas: tres mil hombres aproximadamente en las últimas veinticuatro horas.
Levantando la vista, sus ojos caen en una imagen de Cristo crucificado, bella, de gran tamaño, colocada en lo que debía ser el Altar mayor, al fondo de la capilla. Deja entonces el informe y los mapas y se coloca devotamente frente a la imagen, lo que por cierto era su costumbre, pues era ya célebre su profunda religiosidad, y su devoción católica era de todos conocida y por todos admirada.
Abre sus labios y recita una plegaria que sería en tiempos posteriores famosa, no solo por su belleza (con un toque de franqueza, que asustaría a alguien de mentalidad unilateral sobre la vivencia de la fe; tono además muy natural en alguien como Patton, militar cabal, acostumbrado al trato sincero y sin tapujos incluso con sus superiores), sino por lo que produjo entonces…
La oración es larga, y los límites de un artículo nos impiden transcribirla completa, aunque sería de gran provecho hacerlo así. Por fortuna, la oración fue conservada en su integridad, pues fue transcrita por uno de los auxiliares de Patton, el T.C. Jack Widmen, quien tenía obligación de escribir cada palabra que dijese el general. He aquí entonces sus trechos más bellos y significativos:
“Señor, soy Patton, que te habla. Los últimos catorce días han sido un verdadero infierno. Lluvia, nieve, más lluvia y más nieve, y estoy comenzando a preguntarme qué sucede en tu Cuartel General. ¿De parte de quién estás, a fin de cuentas? Por espacio de tres años, mis capellanes han insistido en asegurar que ésta es una guerra religiosa. Esta, me dicen todos ellos, es una cruzada como la de otros tiempos, solo que ahora usamos tanques en lugar de las viejas armas. Insisten en que estamos aquí para aniquilar al ejército alemán y a Hitler, ese hombre sin Dios, a fin de que la libertad sea restablecida en Europa (…). Pero ahora parece como si hubieras cambiado de caballo en medio de la corriente (…) Mi ejército no está entrenado ni equipado para la campaña invernal. Y, como Tú sabes, este tiempo es más apropiado para los esquimales que para la caballería del sur. Pero ahora, Señor, tengo que imaginarme que te he ofendido en alguna forma. Súbitamente nuestra causa ha perdido toda tu simpatía.

El mariscal de campo Gerd von Rundstedt
Te estás inclinando hacia von Rundstedt y su dios de papel. Tú sabes, sin que yo tenga necesidad de decírtelo, que nuestra situación es desesperada (…). Posiblemente todo esto te parecerá irrazonable, pero lo cierto es que he perdido la paciencia con tus capellanes que persisten en asegurar que éste es un invierno típico de las Ardenas y que debo tener fe (…). Debes decidir de qué lado están tus simpatías. Debes acudir en mi auxilio para que yo pueda mandarle a tu Príncipe de la Paz, como un regalo de cumpleaños, a todo el ejército alemán. Señor, nunca he sido un hombre irrazonable. No te voy a pedir un imposible. Ni siquiera voy a insistir para que hagas un milagro. Todo lo que yo te pido son cuatro días de buen tiempo”.
Terminó su plegaria después de un momento en silencio con un suave “Amén” y se dirigió a la puerta de la capilla, deteniéndose a pocos pasos del umbral, donde había uno de los capellanes del ejército. Al saber que éste había escuchado su plegaria, pues había sido pronunciada en alta voz, el general le inquiere: “Hablando desde un punto de vista verdaderamente práctico, capellán, creo que, si alguna vez ha habido un tiempo apropiado para rezar, éste es. Si nuestro Señor no puede oír la voz de un solo hombre, quizás podrá oír trescientas mil voces”.

Resumen de la oración del General Patton
Dio entonces orden al capellán de escribir una plegaria para que fuera impresa en el reverso del mensaje de Navidad que el general enviaría a los oficiales y soldados bajo su comando. Las tarjetas llegaron al día siguiente, y a las 12 del día, todo el Tercer Ejército pudo leer el mensaje de Navidad de su comandante y unirse a su plegaria.
Hagamos una pausa en nuestra crónica. Esta interesante historia que estamos narrando, histórica en todos sus elementos, nos ilustra una de las más bellas realidades de nuestra fe católica: el poder de la oración. “Todo lo que pidáis a mi Padre en mi nombre, yo lo haré” (Jn 14, 13); “Si tuvieseis fe como un granito de mostaza le diríais a ese sicómoro: ‘arráncate de ahí y lánzate en el mar’, y él os obedecería” (Lc 17, 6). Palabras salidas de los labios adorables de Nuestro Señor Jesucristo, y como estas otras semejantes, numerosas veces a lo largo de la Sagrada Escritura. Palabras que, a su vez, se ligan a una promesa: “en verdad, en verdad os digo”. Dicho con toda claridad, en estos pasajes se nos promete una verdadera omnipotencia a través de la oración, claramente cuando lo que pedimos está acorde a los designios de la Providencia, a nuestra santificación, al bien del prójimo y nos es conveniente.
Hechos que demuestren esta auténtica verdad de la fe los encontramos a montones en la historia de la humanidad. Nos muestran con claridad diáfana cuánto es cierto que la oración hecha con fe y perseverancia obtiene la atención de Dios, obteniendo incluso cosas que superan las leyes de la naturaleza, como el suceso que estamos narrando.
Veamos qué sucedió después que el mensaje de Navidad del general Patton llegó a manos de sus subalternos, aquel histórico 24 de diciembre de 1944.
Ocurrió entonces lo que no podía dejar de ocurrir: la oración fue escuchada, el milagro fue alcanzado, la palabra de Jesucristo se cumplió una vez más. El milagro acontecido fue atestiguado por más de trescientos mil hombres, contando todos lo mismo: a medio día la nieve dejó de caer y el cielo se despejó, brillando en él un sol que hacía más de dos semanas que no se veía. Un viento generoso arrastraba consigo las nubes cargadas de lluvia.
Los gritos de entusiasmo de la infantería y la fuerza aérea, éstos últimos que ya podían realizar sus vuelos de reconocimiento y reabastecimiento, resonaron por todas partes.
Durante los días siguientes, 25, 26 y 27 de diciembre, las tropas americanas lograron incursionar en campo enemigo, tomando importantes posiciones, proveyendo a los soldados, casi muertos por el hambre, aunque con la moral elevada, y más aún por la presencia de sus hermanos de armas que venían a reforzar las defensas.

Los estragos en el ejército nazi fueron numerosos
Al final del día 27, los estragos en el ejército de von Rundstedt ya eran tales que éste se vio en la triste obligación de replegarse en retirada general a la posición desde donde había partido su ataque. La Batalla de las Ardenas estaba concluida y la Segunda Guerra Mundial entraba en su fase final.
Patton, tarde en la noche, cansado pero contento, se dirige al improvisado Salón de los Mapas, donde nuevamente encuentra, envuelto en misteriosa penumbra, el Cristo crucificado ante quien había dirigido tan ardiente súplica cuatro días antes. Suavemente se dirige a Él con estas palabras: “Señor, es Patton otra vez y vengo a anunciarte el éxito completo en el frente del Tercer Ejército”. Como un subalterno a su jefe inmediato, el general le cuenta con todo detalle a su Dios, el Señor, Rey y General de los Ejércitos Celestiales, las operaciones realizadas durante los días en que el clima se les mostró favorable de manera tan milagrosa, tan providencial, antes tan imposible a sus ojos.
Ahora no podía dejar de reconocer que era posible, pues lo había hecho posible su fe, la fe de sus hombres, la oración fervorosa que obtuvo de Dios el milagro.
Lección de vida para todos nosotros, pues, aunque no nos encontremos en situaciones tan complejas y desesperadas como la de este heroico hombre de guerra, en nuestra vida suceden cosas que a nuestros ojos dan impresión de insolubilidad completa, de total fracaso, y a nuestros ojos cualquier resolución parece imposible.
Es en estas ocasiones, más numerosas de lo que podríamos imaginar, en que debe venir a nuestra mente la confianza en la promesa divina de la atención a la oración. Oración, oración confiante, oración perseverante, oración insistente, oración inoportuna, tal como enseña el Evangelio, oración que Dios espera con ansias, pues anhela darnos todo, conociendo Él que no podemos nada sin su auxilio. Esta oración nos obtiene todo, absolutamente todo, y la victoria sobre los enemigos del alma está asegurada si en nuestro interior esta certeza vivencial no se apaga jamás.
El general Patton, concluyendo su oración aquel pesado 27 de diciembre, reconoció un detalle interesante:

Línea Sigfried
Von Rundstend, antes de efectuar su ataque a las Ardenas, tenía otra opción de batalla, menos ambiciosa pero más segura para sus tropas, pues esperaría detrás de la Línea Sigfried, donde los aliados no podrían dejar de estrellarse contra una bien preparada defensa.
Lo que ocasionó que el mariscal nazi optara por la opción más osada fue justamente el mal tiempo, pues de otra forma la Inteligencia aliada habría descubierto sus planes y habría perdido la ventaja que la sorpresa le otorgaría. Dios, pues, le había “dado esa oportunidad” haciendo que la lluvia y la nieve, tan desfavorables para el ejército de Patton, le diesen el camino libre para este arriesgado ataque.

General Patton
El general, anonadado ante semejante descubrimiento no pudo sino decirle al Señor: “Se me ocurre pensar que quizá Tú estabas mucho mejor informado de la situación que yo, porque fue precisamente ese tiempo bestial que yo tanto maldecía el que permitió al ejército alemán suicidarse en masa. Esto, Señor, es como una revelación del genio militar, y yo me inclino humildemente ante una superior mentalidad militar”.
Asomándose a la ventana, vio cómo la nieve comenzaba nuevamente a caer y a cubrir los caminos que por cuatro días habían quedado despejados…