Rosarios pequeños, rosarios graciosos, elegantes, delicados, para niños. Rosarios modestos, rosarios de obreros, pesados y rústicos como a menudo lo es el trabajo manual, pero rosarios fuertes, gastados por manos viriles que pasan las cuentas. Rosarios serios, rosarios varoniles, de guerreros. Rosarios de princesas, de reinas, labrados como auténticas joyas, así como los rosarios preciosos que penden de las manos de las imágenes de la Virgen.
Plinio Corrêa de Oliveira
En mi opinión, la belleza del Rosario no se restringe solamente a las excelencias de orden espiritual que él les proporciona a las almas.
Su maravillosa eficacia impetratoria, así como el complacimiento que le da a Dios y a Nuestra Señora, se exterioriza también en la forma material del rosario, rodeada de imponderables que nos hacen sentir la pulcritud de esa devoción, con algo de bello e indescriptible que me parece superiormente adecuado e insustituible.
Me acuerdo de cuando aún era alumno del Colegio San Luis, a principios de la década de 1920, y percibí que empezaba a difundirse un tipo nuevo de rosario, «más discreto», como pretendían los que lo idearon. Se trataba de un objeto parecido a ciertas máquinas calculadoras de entonces, con dos hileras de cuentas superpuestas: unas más grandes, en las cuales se rezaban las avemarías y los padrenuestros y otras más pequeñas, que marcaban los misterios meditados.
Era un objeto pequeño, para que ocupara el mínimo de espacio en el bolsillo y se hiciera ver lo menos posible a los otros. Lo tenía todo a su favor: práctico, barato, portátil y «escondible» —lo que representaba una gran ventaja para los católicos con respeto humano. No tuvo éxito…
Nada podía sustituir al viejo rosario, el maravilloso rosario de siempre, en sus más variadas modalidades.
Rosarios pequeños, rosarios graciosos, elegantes, delicados, para niños. Rosarios modestos, rosarios de obreros, pesados y rústicos como a menudo lo es el trabajo manual, pero rosarios fuertes, gastados por manos viriles que pasan las cuentas. Rosarios serios, rosarios varoniles, de guerreros. Rosarios de princesas, de reinas, labrados como auténticas joyas, así como los rosarios preciosos que penden de las manos de las imágenes de la Virgen.
¡Cuántas formas de rosarios! Algunas hablan de gracia, de encanto, manifiestan algo de la suavidad y de la bondad regias de María. Otras nos hacen verla como protectora de los niños; otras, como auxiliadora del hombre pobre y trabajador como lo fue su principesco esposo, San José, descendiente de David y carpintero. Otras, incluso, nos hablan de la piedad del varón guerrero, del luchador por los ideales católicos, como lo fue Santo Domingo de Guzmán, que enfrentó y venció con el Rosario la herejía albigense.
Por cierto, ese atributo del Rosario como verdadera arma del católico toda la vida me atrajo de manera muy particular, razón por la cual siempre me pareció que el rosario al lado de una espada formaba un conjunto de extrema belleza.
Estando una vez en Buenos Aires, me invitaron a la casa de un señor que poseía una de las más lindas colecciones particulares de armas que yo haya visto. Dispuestas primorosamente en vitrinas y estantes, eran de todos los tipos, pero había, sobre todo, diversas formas de espadas y dagas.
Al contemplarlas, se me ocurrió este pensamiento: «Si tuviera confianza con este hombre, le recomendaría que constituyera una colección de rosarios tan rica como la de espadas. Y que cada día, sobre una bonita mesa dispuesta en el centro de la habitación y cubierta con un forro prestigioso, renovar la espada y el rosario en honor de una imagen de Nuestra Señora que presidiera la colección entera».
Creo que su museo particular tomaría otra vida y otra riqueza de tal modo el rosario y la espada se conjugan bien.
Y no será demasiado insistir en esta verdad: el Rosario constituye, para el católico, una magnífica arma de guerra. Arma para esta guerra más importante y superior que es la lucha espiritual presente en la vida de todo hombre; guerra que libramos diariamente contra las tentaciones y las asechanzas del demonio, que procura perder nuestras almas; guerra, por tanto, en la cual luchamos para resistir a las embestidas del enemigo de nuestra salvación, para expulsarlo, para vencerlo y para dejar nuestros corazones dispuestos a recibir las gracias de Dios.