La Virgen María posee innumerables títulos, desde el más elevado, el de Madre de Dios, hasta aquellos que tratan de las miserias humanas, como el de Refugio de los pecadores. Sin embargo, desde cierto punto de vista, se puede decir que uno de sus títulos más abarcadores es el de Nuestra Señora del Buen Remedio. De hecho, esta advocación sintetiza muchas otras. María es Madre del Buen Remedio ante todo porque Ella —«llena de gracia» (Lc 1, 28)— fue la más asistida por Dios, que hizo obras grandes en su favor (cf. Lc 1, 49).
En cuanto a los hombres, Ella tiene el remedio adecuado para cualquiera de sus necesidades, porque es Madre y Mediadora de todas las gracias. Esto se refleja en sus más variados títulos. Por un lado, Nuestra Señora de la Consolación ofrece el lenitivo del consuelo para las lágrimas y, por otro, Nuestra Señora de la Alegría les concede el bálsamo del júbilo a sus fieles devotos. Incluso Nuestra Señora de la Buena Muerte entra en la categoría de remedios saludables, ya que extiende sus gracias no sólo a los males presentes, sino también a los de la «hora de nuestra muerte».
Cabe señalar que el origen de la devoción a Nuestra Señora del Buen Remedio se remonta a una aparición de la Madre de Dios a San Juan de Mata, fundador de la Orden Trinitaria, en 1202. En aquella ocasión, Ella le entregó una bolsa de monedas al santo para que rescatara a los prisioneros cristianos oprimidos por las huestes musulmanas.
Efectivamente, el buen remedio mariano alcanza incluso a los asuntos pecuniarios. No obstante, esta advocación revela algo mucho más elevado. Junto con su divino Hijo y por los infinitos méritos de la Redención obrada por Él, la Santísima Virgen rescata también a la humanidad del pecado y de las garras de la esclavitud del demonio por prenda de su gracia. Como enseña San Pablo, quien es redimido del yugo del pecado abraza la libertad del propio Cristo (cf. Gál 5, 1). Pero esta libertad no significa emancipación. El Apóstol sostiene que quien obedece se convierte en esclavo de aquel a quien obedece. Hay, pues, dos esclavitudes: al pecado (cf. Jn 8, 34), que lleva a la muerte; o a Dios, por la obediencia que conduce a la justicia (cf. Rom 6, 16). Ahora bien, quien se libera del pecado y del «príncipe de este mundo» (Jn 12, 31) se convierte, por consiguiente, en «esclavo de la justicia» (Rom 6, 18).
Nuestra Señora del Buen Remedio participa de la munificencia divina e incluso de la omnipotencia divina en la medida en que libera a los cautivos del pecado y los conduce a la verdadera libertad. A ello le precede el sometimiento de los demonios a su dominio, hasta el punto de que se ven coaccionados a proclamar el poder de la humilde esclava de Dios por boca de los poseídos. En definitiva, si el título de Madre del Buen Remedio es uno de los más amplios, porque se extiende a los demás, también podemos postular que Nuestra Señora de la Sagrada Esclavitud es el más fundamental, porque precede a todos los demás. En efecto, la raíz de los favores concedidos por la Santísima Virgen está en el hecho de que Ella redime a los esclavos del pecado para conducirlos a la perfecta obediencia a Dios. Y, como declaró San Luis Grignion de Montfort, no hay medio más excelente de alcanzar esta gracia que convertirse en esclavo de María.