Charles-Maurice de Talleyrand et Périgord – El hombre con seis cabezas

Publicado el 06/11/2025

Ese obispo abandonó el sacerdocio para sumarse a la Revolución, engañó a Danton para escapar de la guillotina, traicionó a Napoleón para restablecer la monarquía y, en su último suspiro, renunció al mundo para unirse a Dios —o al menos intentarlo…

Ya sea como héroe o como villano, se diría que Talleyrand fue un personaje de cuento de hadas… De origen principesco, nacido en una «tierra encantada», la vieja Francia del Antiguo Régimen, reino del buen gusto, de la etiqueta y de la douceur de vivre,1 Charles-Maurice encuentra, en su historia, un sorprendente paralelismo con la Cenicienta.

Sí, lo digo muy en serio, porque, al igual que en el cuento de la Cenicienta, toda su trama vital gira en torno a un piececito y su correspondiente zapatito.

«Me obligan a ser clérigo…»

Un hecho indiscutible es que Talleyrand adquirió en su infancia una importante deformidad en su pie derecho —motivo por el que cojeaba—, pero hasta hoy nadie ha podido precisar los detalles de lo sucedido, sobre todo porque el único testigo fue él mismo y las versiones difieren sustancialmente.

Su discapacidad le obligó a llevar durante toda su vida un zapato ortopédico —no de cristal como el de la princesa encantada, por supuesto— y le incapacitó para la carrera de las armas, que le habría correspondido al ser el primero de sus hermanos.2 En consecuencia, sus padres decidieron destinarlo al estado clerical… Por lo que se ve el requisito «vocación» no parecía muy decisivo en sus pensamientos.

«Me obligan a ser clérigo, ¡y se arrepentirán!», dijo Talleyrand. Y tenía razón. Los primeros escándalos de su existencia disoluta se remontan al seminario.

«Mi hijo, ¡¿obispo?!»

Le ahorraremos al lector los detalles sórdidos que llenaron en exceso la vida íntima de nuestro personaje. A modo de mera ilustración, narraremos el episodio que sucedió a propósito de su nombramiento como obispo.

Como la sede de Autun estaba vacante, el padre de Charles-Maurice le suplicó a Luis XVI que se la concediera a su querido vástago. Al enterarse de dicha petición, la propia madre del joven intervino, alegando que su hijo llevaba una vida demasiado censurable para ser sucesor de los Apóstoles.

Pero el grito de alarma fue en vano. El rey hizo la vista gorda y, declarándose «bien informado» sobre las supuestas cualidades morales del sacerdote, lo nombró para el episcopado, decisión que fue ratificada por Roma poco después.

De Autun a París

El 12 de marzo de 1789, año de la Revolución francesa, el recién consagrado obispo de 35 años tomó posesión de su diócesis, pero por poco tiempo. Exactamente un mes después, se sube a un carruaje y emprende el viaje con destino a París…, para no pisar Autun nunca más, o en cualquier caso no para desempeñar sus funciones episcopales.

Nuevos y tempestuosos vientos soplaban desde la capital: Luis XVI había convocado los Estados Generales —una asamblea con delegaciones de todo el país, que sufriría progresivas mutaciones hasta convertirse en la génesis de la Revolución francesa— y Talleyrand se metió en el ojo del huracán al ser elegido de entre los diputados del clero.

¿Aviso de amigo?

Cuando estallaron las revueltas en los Estados Generales, Charles-Maurice solicitó inmediatamente una audiencia con el rey. Quería advertirle a Luis XVI de los peligros que amenazaban al trono y a Francia. Sentía aprecio por la monarquía, o al menos por el status quo que ésta mantenía.

El obispo de Autun ni siquiera fue recibido por su majestad y tuvo que contentarse con hablar con el hermano del rey, el conde de Artois, a quien le declaró categóricamente que el asunto sólo se resolvería «mediante un poderoso desarrollo de la autoridad real, sabia y hábilmente acometido». Y añadió: «conocemos las vías y los medios» para lograrlo, «si la confianza del rey a ello nos llamara». Eran una advertencia y una oferta, procedentes de alguien con perspicacia suficiente como para diagnosticar la situación y la capacidad de revertirla. Sin embargo, no hubo respuesta. Quince días después caía la Bastilla.

En la noche del 16 de julio, Talleyrand buscó de nuevo al conde, en un último intento, que tampoco tuvo éxito. Ya no había vuelta atrás: Luis XVI seguiría su ruta hasta el final. Al darse cuenta inmediatamente de la coyuntura, Charles-Maurice, declaró: «Entonces, Monseigneur, a cada uno de nosotros no nos queda más que cuidar de nuestros propios intereses, ya que el rey y los príncipes abandonan los suyos y los de la monarquía». A partir de ese momento, Talleyrand se lanzaría en los brazos de la Revolución.

El ciudadano-obispo

El obispo de Autun se hizo célebreexempli gratiapor la propuesta que hizo a la Asamblea Nacional, el 10 de octubre de 1789, de confiscar los bienes del clero con el fin de recaudar dinero para la nación —evidentemente, no sin antes haber conseguido, mediante algunas piruetas burocrático-diplomáticas, lucrarse con la ejecución de la idea… Como bien diría su amigo Mirabeau tiempo después: «Por dinero, Talleyrand vendería su alma, y tendría razón, porque cambiaría su estiércol por oro».

Finalmente, el 28 de diciembre del año siguiente, Charles-Maurice prestó juramento sobre la constitución civil del clero, consumando así su apostasía. Se comprende lo acertado del apodo con el que se le conoció: «el diablo cojo»…

«Me obligan a ser clérigo, ¡y se arrepentirán!», dijo Talleyrand… Y tenía razón
Nombramiento de Talleyrand como ministro de Relaciones Exteriores de la República, carta firmada por él en el ejercicio de ese cargo y decreto de la Asamblea Nacional que confisca los bienes del clero

Por orden de Danton…

No obstante, la Revolución se mostraba cada vez más incontrolable. Asustado por la vorágine de los acontecimientos, Talleyrand decidió emigrar a Inglaterra. Sin embargo, no le parecía apropiado huir sin más, ya que eso representaría una deserción de la causa republicana —algo absolutamente inconveniente—, pues ¿quién, en aquellas circunstancias, podía predecir el futuro de Francia? Lo mejor sería mantener un pie en cada barco, y el piececito del «diablo cojo» estaba hecho a medida para ello.

A través de un doble juego consiguió, al mismo tiempo, restablecer algunos lazos con la monarquía y acercarse a Danton, hasta el punto de obtener de este último un pasaporte firmado con las palabras: «Maurice Talleyrand se dirige a Londres por orden nuestra». El 9 de septiembre de 1792 dejaba Francia, a donde sólo regresaría cuatro años después, tras un agradable intervalo sabático en Inglaterra y Estados Unidos.

A su regreso, durante el período del Directorio, en París todo el mundo hablaba de un general que estaba ganando fama en las campañas de Italia: un tal Napoleón Bonaparte…

Echando granos de incienso, para una cosecha tardía

Aunque todavía no había llegado la hora del corso, Charles-Maurice, con su habitual infalible clarividencia, decidió echar sus redes.

Recién nombrado ministro de Asuntos Exteriores en el Directorio, anunció su cargo al futuro emperador en estos términos: «Justamente asustado por las funciones cuya peligrosa importancia percibo, necesito tranquilizarme por el sentimiento de lo que vuestra gloria debe aportar en términos de medios y facilidades en las negociaciones. El simple nombre de Bonaparte es un auxiliar que todo lo debe allanar».

Estas y otras semillas, plantadas en el terreno fertilísimo del orgullo de Napoleón, no dejarían de dar frutos a su debido tiempo —frutos que Talleyrand sabría cosechar con arte…

Dos Papas: situación favorable a la Revolución

Pero hasta entonces el ciudadano-ministro aún tenía que demostrar su devoción a la república —¡y lo hizo de manera sorprendente! En este sentido, nos parece sobremanera elocuente la propuesta que hizo al Directorio el 30 de abril de 1798, calificada por el eminente historiador André Castelot de «texto verdaderamente diabólico».3 En aquella época, acababa de proclamarse la República Romana y el Papa estaba prisionero en Briançon.

Talleyrand sostenía que, aunque Pío VI estuviera privado de su poder temporal, seguía siendo objeto de atención de todas las potencias de Europa —algo perjudicial para la causa revolucionaria. Por lo tanto, quizá sería una buena política ocultarlo, difundir el rumor de su muerte, elegir a otro —¡o incluso a varios!— y cuando llegase el momento oportuno hacer reaparecer a Pío VI: «Esta diversidad de pontífices —afirmaba el “ex obispo” de Autun—, no dejaría de producir un cisma beneficioso para los principios republicanos».

Afortunadamente, el plan fue interrumpido unos meses después con el fallecimiento del vicario de Cristo.

Un paso atrás

Sin embargo, el Directorio no duraría para siempre. Cuando, al año siguiente, Napoleón dio un golpe de Estado y se convirtió en primer cónsul, Talleyrand no dejó de hacerse notar, logrando así mantener su cartera en el nuevo régimen.

De hecho, Bonaparte lo necesitaba. En esta etapa y en las siguientes —por tanto, en el Consulado y en el Imperio— convenía darle al gobierno cierto aire de elegancia, desempolvándolo de los hábitos revolucionarios, de los que estaba saturada la opinión pública. Ahora bien, el corso sabía que nunca podría hacerlo solo: «Precisaba de un aristócrata, y un aristócrata que supiera cómo manejar una insolencia principesca». Talleyrand era la persona más indicada.

Por cierto, esto explica en parte el número de títulos que Napoleón le otorgó: gran chambelán, príncipe de Benevento, vice gran elector del Imperio.

Austerlitz: la derrota de Napoleón

De victoria en victoria, Bonaparte iba construyendo su trono de bayonetas. No obstante, nadie, ni siquiera él, conseguiría mantenerse en equilibrio durante mucho tiempo sobre un monumento tan inestable e incómodo… Como siempre, Talleyrand se dio cuenta de ello de antemano.

Suele decirse que la batalla de Austerlitz, librada el 2 de diciembre de 1805, fue la gran victoria de Napoleón. Pero no era así como su querido ministro consideraba los hechos. Unos dos meses antes, ya le había expresado su opinión, la cual reiteró en una carta tres días después del enfrentamiento: «Su majestad puede ahora despedazar la monarquía austriaca o reconstruirla. Una vez despedazada, no estaría en manos de su majestad reunir los escombros dispersos y a partir de ellos reconstruir una sola masa. Ahora bien, la existencia de esta masa es necesaria».

Charles-Maurice supo mantener su posición de influencia en los distintos regímenes políticos vigentes en Francia a partir de 1789
«Napoleón recibe al barón Vincent, embajador austriaco», de Nicolás Gosse; Talleyrand se encuentra en el centro – Palacio de Versalles, París

Sin embargo, Bonaparte desoyó orgullosamente el consejo y, actuando en sentido contrario, se extralimitó. Su caída era, pues, sólo cuestión de tiempo. Y Talleyrand comenzaría a prepararse para la siguiente etapa, con siete años de antelación…

Sobreviviendo a tres regímenes más

Resulta irrisorio seguir la estrategia de Charles-Maurice, quien, mientras adulaba al emperador con total desfachatez, proponía, bajo las narices de Napoleón, una alianza entre Austria y Rusia contra él.

Finalmente, en 1812, cuando el imperio se estaba resquebrajando por todas partes, añadió también a la baraja la carta real, ofreciéndole sus servicios a Luis XVIII, por entonces exiliado en Inglaterra. Con Austria de un lado y los Borbones del otro, su futuro estaba asegurado. En breve, el corso zarparía hacia el exilio y el príncipe de Benevento —porque conservó el título— mantendría su cartera ministerial en la monarquía.

Bien lo expresó el propio Napoleón: «Tengo dos fallos que reprocharme con respecto a Talleyrand: el primero, no haber seguido los sabios consejos que me dio; el segundo, no haberlo mandado ahorcar, por no haber seguido el sistema que me había indicado».

Aunque se afirmaba partidario de la restauración de los Borbones, Charles-Maurice no era persona grata para Luis XVIII, que acabó destituyéndolo de su cargo. Se podría decir que fue un fracaso político, pero no. Al lanzarse a la oposición, Talleyrand alcanzó tal influencia que, durante la revuelta de julio de 1830, en la que se derrumbó definitivamente la monarquía legítima en Francia, Luis Felipe le envió una consulta para saber si debía aceptar o no el cargo de lugarteniente general del reino, y sólo cuando el ex ministro respondió afirmativamente consintió en el nombramiento.

La mera noticia del vínculo de Talleyrand con el nuevo régimen llevó a monarcas como el zar Nicolás a reconocer su legitimidad. Gracias a Charles-Maurice, concluye muy acertadamente Castelot, «los tres colores [de la bandera revolucionaria] han dejado de asustar a Europa».4

1789-1830: una visión de conjunto

La afirmación es más profunda de lo que parece. Tratemos de entenderla a través de las explicaciones del Prof. Plinio Corrêa de Oliveira.

Afirma él que la Revolución suele metamorfosearse, simulando a veces regresiones, a fin de hacerse seguir más fácilmente por la opinión pública. Para ejemplificar su tesis, propone una admirable síntesis de los distintos regímenes que vivió Francia, desde 1789 hasta el ascenso de Luis Felipe. Leyendo sus palabras, uno casi tiene la impresión de estar ante un resumen biográfico de Talleyrand:

«El espíritu de la Revolución francesa, en su primera fase, se sirvió de una máscara y un lenguaje aristocrático e incluso eclesiástico. Frecuentó la corte y se sentó a la mesa del consejo del rey.

»Más tarde, se volvió burgués y trabajó por la extinción incruenta de la monarquía y la nobleza, y por una velada y pacífica supresión de la Iglesia católica.

»En cuanto pudo, se hizo jacobino y se embriagó de sangre durante el Terror.

»Pero los excesos llevados a cabo por la facción jacobina despertaron reacciones. Dio marcha atrás pasando por las mismas etapas. De jacobino se convirtió en burgués en el Directorio, con Napoleón tendió la mano a la Iglesia y abrió las puertas a la nobleza exiliada y, finalmente, aplaudió el retorno de los Borbones. Acaba la Revolución francesa, pero el proceso revolucionario no acaba con eso. Estalla de nuevo con la caída de Carlos X y el ascenso de Luis Felipe y así, a través de sucesivas metamorfosis, aprovechando sus éxitos e incluso sus fracasos, llegó al paroxismo de nuestros días».5

Talleyrand contribuyó a hacer posible la implementación definitiva de la Revolución francesa y, nos atreveríamos a decir, encarnó su espíritu. ¿Hasta qué punto desempeñó intencionadamente ese papel? Imposible determinarlo. Después de todo, como él mismo afirmó, «nunca se llega tan lejos como cuando no se sabe a dónde se va»…

Talleyrand encarnó el espíritu del proceso revolucionario en sus varias metamorfosis y contribuyó a la implementación definitiva de la Revolución francesa
«El hombre con seis cabezas», caricatura de Charles-Maurice de Talleyrand-Périgord – Museo Carnavalet, París

«¡No olvidéis que soy obispo!»

En cualquier caso, el itinerario de Charles-Maurice aún no ha llegado a su fin. Falta la conclusión del relato, que quizá sea el mayor giro argumental de la historia.

Ya muy viejo, pocas horas antes de su muerte, el «diablo cojo» accedió finalmente a recibir los sacramentos. Tras firmar una retractación de toda su vida, habiendo sido perdonados sus pecados después de una larga confesión, le administran la extremaunción. En el momento de ungirle sus manos con los santos óleos, las presenta cerradas, declarando con impresionante presencia de espíritu: «¡No olvidéis que soy obispo!». Ya había sido ungido casi medio siglo antes y, por tanto, según la norma, debía recibir los santos óleos en el dorso de las manos. Así entrega su alma, tras perpetrar su última traición: al mundo, para reconciliarse con Dios.

¿Arrepentimiento sincero? ¿O mera jugada, como las demás? Otra pregunta difícil de responder… En este valle de lágrimas, quizá sólo haya dos cosas más inescrutables que los secretos de la política: las misteriosas sendas del corazón humano y las infinitas profundidades de la misericordia divina.

Concluyamos con una breve reflexión. Al entrar en contacto con los hechos aquí narrados, surge casi inevitablemente la pregunta de si tales dones naturales no le fueron otorgados a Charles-Maurice como consecuencia de un llamamiento a luchar por la causa del bien en una época tan convulsa. Si por ocultos intereses personales ofreció sus servicios, de tanta utilidad para el mal, a los fugaces soberanos de entonces, ¿cuánto no habría hecho un Talleyrand dedicado a servir a la Santa Iglesia y a la lucha por la legitimidad en aquel período histórico? No parece descabellado afirmar que la historia de Occidente habría sido diferente, al menos durante un buen tiempo. ¡Cuánta responsabilidad tenemos, pues, ante Dios de hacer que los talentos que Él nos ha dado rindan con vistas a nuestra santificación y al cumplimiento de nuestra misión! ◊

Notas


1 La famosa expresión fue, por cierto, acuñada por el propio Talleyrand: «Quien no haya vivido en Francia en los años cercanos a 1789 no sabe lo que es la dulzura de la vida» (Casteleot, André. Talleyrand ou le cynisme. Paris: Perrin, 1980, p. 39). Las demás frases históricas contenidas en este artículo han sido transcritas de esa misma obra.

2 En realidad, Charles-Maurice tenía un hermano mayor que murió muy joven.

3 Idem, p. 153.

4 Idem, p. 644.

5 Corrêa de Oliveira, Plinio. Revolução e Contra-Revolução. 9.ª ed. São Paulo: Arautos do Evangelho, 2024, pp. 53-54.

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