
Tú eres piedra, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (Mt. 16, 18). Eres un instrumento escogido para servirme. Ambas frases, salidas de los labios adorables de Jesucristo, dan completo el sentido más profundo de la vocación de aquellos que son llamados hasta hoy por los católicos del mundo las columnas de la Iglesia: San Pedro y San Pablo.
Hno. Andrés Franco, EP
Estimado lector. ¿Se atrevería usted a decir cuál de todos los santos y santas, que hoy brillan como soles por toda la eternidad (cf. Dn 12, 3) es el más santo de todos? ¿Puede haber santos “más santos” que otros? Se suele decir entre los teólogos y estudiosos de la fe que no se debe comparar santidad entre los bienaventurados, pues solo Dios conoce completamente cuál es el grado de virtud alcanzado por cada hombre y mujer en la tierra, premiándolo con divina justicia en el Cielo. Sin embargo, creemos que no nos compromete a error el afirmar que la solemnidad de hoy se reviste de especial esplendor por tratarse de dos hombres situados en las más altas cimas de la santidad: Pedro, el discípulo escogido para ser la piedra fundamental de la Iglesia de Jesucristo, y Pablo, el Apóstol por antonomasia, destinado a llevar el nombre de Jesús a los confines de la tierra.

San Pedro y San Pablo
Cuando nos adentramos en la vida de los santos nos deparamos con existencias repletas de sucesos maravillosos que alimentan nuestra imaginación con las más ricas e impensables imágenes. Milagros portentosos, palabras de fuego que convierten millares, manos que traen la bendición (o la cierran) a muchos, incansable celo apostólico para convertir y llenar de hijos espirituales a la Iglesia, espadas afiladas en la lucha contra el demonio y sus secuaces terrenales e infernales. Todo esto se resume en una sola palabra: Santo. Quien tiene la inconmensurable gracia de portar esta maravillosa insignia junto a su nombre resulta una gloria para la tierra, que fue el anfiteatro de su maravillosa vida, y una alegría para el Cielo, pues un predestinado al trono celestial lo ocupa triunfalmente. Los santos que ahora nos ocupan sin duda alguna no son excepción a esta regla general, pues sus vidas están repletas de sucesos extraordinarios. Ambas líneas de vida, cruzadas en muchos puntos, unidas al final en un solo punto, comienzan por vías diferentes. Por fortuna, conocemos muchísimos detalles de la vida de San Pedro y San Pablo, tanto por el Nuevo Testamento como por relatos de tradiciones y revelaciones privadas de maravilloso contenido.
Ya en el Evangelio encontramos a Simón, bar Jonah (el hijo de Jonás), que, junto con su hermano Andrés acompaña la predicación de Juan el Bautista. Ambos hombres, pescadores de profesión como se sabrá más adentro del relato evangélico, escuchan salir de los labios del Bautista: “Ecce Agnus Dei, ecce qui tollit peccata mundi”i mientras ven su mano apuntando a Jesús. Deciden seguirlo, junto con otros discípulos de Juan, pasando el día con Él y encantándose con su Persona y sus enseñanzas. No mucho tiempo después, mientras se ocupaban de la pesca, el Señor se acerca a la barca y pide para subir a ella, con el fin de facilitar la predicación a la pequeña multitud que se aglomeraba ya en torno suyo.
La barca de Pedro es por vez primera la Sede donde el Salvador del mundo dirige sus divinas palabras a los hombres. Es de sobra conocido el resto de la historia: Jesús invita a los pescadores a remar “mar adentro” para encontrar peces, infructuosamente buscados durante largas horas la noche anterior, dándose la primera “pesca milagrosa”. Simón, hombre impetuoso y poco dado al protocolo, se arroja a los pies del Señor rogándole que se aparte de él, por no creerse digno de estar cerca, siendo un pecador. Jesús da aquellas palabras que resonarían por siempre en los oídos del discípulo: “Ven y sígueme. Desde ahora serás pescador de hombres” (Lc 5, 10). Los Evangelios, con su singular y bellísimo estilo, nos relatan las diversas ocasiones en que Jesús se dirige a Simón en particular, pero una de ellas destaca entre todas: Cesarea de Filipo. La fama de Jesús se había expandido en muy poco tiempo. El divino Maestro interroga a sus apóstoles: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?” (Mt 16, 13b). Ante la respuesta variada de sus discípulos –“unos que Elías, otros que Jeremías, otros que uno de los antiguos profetas” (Mt 16, 14)–, el Señor quiere saber ahora qué piensan ellos de su persona: “¿quién decís que soy yo? (…) Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 15-16) ¿De dónde vienen estas palabras de Simón? Ni de la carne ni de la sangre (cf. Mt 16, 17b) sino del Padre del Cielo.

Jesús Nuestro Señor entrega las llaves del Reino de los Cielos a Simón Pedro
Simón es el portavoz de los apóstoles, quien toma la iniciativa de decir aquello que la gracia ya inspiraba en el fondo del alma de todos, recibiendo por ello el premio, el don extraordinario, que, como todos los dones de Dios, lleva consigo una misión a cumplir para ser digno de él: “Tú eres Pedro, y sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del Reino de los Cielos: todo lo que ates en la tierra quedará atado en el Cielo y todo lo que desates en la tierra quedará desatado en el Cielo” (Mt 16, 18-19). ¿Puede haber poder mayor dado a hombre alguno en la historia que éste? ¿Qué son los reyes, los emperadores, los presidentes, comparados con aquel que ostenta semejante gobierno? ¿Quién puede presumir de tener en sus manos poder mayor que el de “atar y desatar” en la tierra y en el Cielo? Y Jesús se lo entrega a un hombre, mortal, débil, de voluntad fuerte pero inconstante, que es igual de impetuoso que de vacilante… Simón, el hijo de Jonás, llamado por el Señor de Pedro.
No hay fiel que no conozca, al menos de oídas, los diferentes sucesos de la vida de Jesús relatada por los evangelistas. No son, por tanto, desconocidos, los hechos en los que aparece la persona de San Pedro junto a Jesucristo: los milagros, muchos de ellos asistidos solo por él junto con Santiago y Juan, las predicaciones, el envío a anunciar el Evangelio, el vade retro Satana, la promesa del premio centuplicado por el abandono de todo, la Transfiguración; la Última Cena, donde la traición es anunciada y la negación profetizada; Getsemaní, con su pequeña batalla en la que es cortada por él la oreja de Malco… Los ojos de Jesús que se cruzan con la mirada de Pedro a las afueras del palacio de Caifás, mirada que enciende el corazón amedrentado del apóstol y crea una fuente de lágrimas inagotable que, según muchos santos y místicos, jamás dejó de manar hasta el último instante de su vida, dejando incluso una marca física en el rostro de Pedro… Pero también la Resurrección, atestiguada inicialmente al ver el sepulcro vacío y después con el privilegio de una aparición privada: “Ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón” (Lc 24, 34). Una nueva pesca milagrosa, la triple confesión de amor, la Ascensión del Señor, Pentecostés, la primera predicación, con la consiguiente conversión y bautismo de miles de personas… Qué corto se vuelve el espacio de este artículo con el simple enumerar de estas maravillosas y significativas escenas.
Imaginemos ahora una escena: Pedro junto con algunos de los Apóstoles después de un día de intenso apostolado. Reunidos en torno de María Santísima, le cuentan animadamente los frutos obtenidos por sus últimos lances. La Virgen, sin perder palabra, observa fijamente un punto en el horizonte. Los Apóstoles no ven lo que Ella: una caravana, varias personas que, a paso apresurado, algunas posiblemente a caballo, siguen a un hombre en camino hacia la frontera norte de Israel. Este hombre, de mirada de fuego, animoso y lleno de fuerza, se dirige vigorosamente a Damasco. Lleva en su mano unos pergaminos, con la firma del sumo sacerdote, autorizando a su portador a hacer uso de la fuerza física para aprisionar a los “seguidores del Galileo”. Los ojos de la Virgen ven más allá del rostro de este hombre: ven su alma, su alma llena de celo, de ardor, de un fuego que amenaza con consumir todo lo que hasta ese momento los discípulos han logrado realizar. En su inmaculado Corazón, María recita una oración pidiendo a Dios la conversión de esa alma. Quería ver ese fuego ardiendo por amor a su Hijo. No hay oración de María que Dios deje de atender.
El hombre cae por tierra, cegado por una luz misteriosa y una voz es oída por él y por toda la caravana: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” (Hch 9, 4b). La conversión se opera y Saulo se convierte en Pablo.
Si largo fue el mencionar algunos de los hechos protagonizados por San Pedro, sería tarea imposible resumir en cortas líneas lo realizado por San Pablo. El mismo Nuevo Testamento es dedicado en la mayoría de sus libros a poner en realce su figura, sea por los Hechos de los Apóstoles, sea por las catorce cartas escritas por él, dirigidas a las diferentes poblaciones donde el cristianismo había ya entrado, y esto la mayoría de veces por su apostolado personal, o a personas en específico, Timoteo dos de ellas, Tito y Filemón. El Apóstol de los gentiles, con insaciable sed de almas, viaja por el mundo conocido y llena la tierra con el nombre que, al principio de su vida, había jurado borrar del mundo, no deseando encontrar otra gloria que “Jesucristo, y éste crucificado” (1 Cor 2, 2b). ¡Cuánto tendríamos para destacar de la vida insigne de San Pablo Apóstol! Predicaciones, epístolas, travesías, naufragios, persecuciones, conversiones… Todo se podría resumir en estas palabras, salidas de su pluma: “Ya no soy yo quien vive. Es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20a). No pudiendo ya distinguirse entre uno y otro, el Apóstol se identifica con el Maestro. Un alter Christus, en el sentido más pleno de la palabra.
Un suceso interesante cruza la vida de Pedro y Pablo, narrado por este último en su carta a los Gálatas “Cuando vi que no andaban con rectitud en cuanto a la verdad del Evangelio, dije a Cefas delante de todos: Si tú, siendo judío, vives como gentil y no como judío, ¿por qué obligas a los gentiles a vivir como los judíos?” (Gal 2, 14). Una osadía semejante solo podría ser permitida al fogoso Pablo, que vio en este suceso un modo de guiar a la Iglesia, que estaba siendo descuidadamente desviada por conceptos humanos a un camino que no era el que el Espíritu Santo quería. Lección importante, pues muchas veces Dios se sirve de la voz de los fieles para alertar a sus pastores de posibles desvíos en la enseñanza de la fe y la doctrina, y es deber de éstos últimos el saber discernir la voz de Dios, que los quiere conducir por medio de los que son inferiores en orden de jerarquía. ¡Osadía y valentía de Pablo, humildad y docilidad de Pedro!
Como decíamos antes, las líneas de la vida de estos grandiosos santos se encuentran al final en un punto común: Ambos mueren en Roma.
Llevados hasta allí, uno por su celo de almas y otro, prisionero, guiado por una directa revelación, llegan a la capital del Imperio cuando está sometida a la tiranía desquiciada y aberrante de Nerón. Un incendio provocado por él mismo arrasa la ciudad. Roma entera pide justicia contra el culpable. El desgraciado emperador señala a los cristianos como los culpables de la fechoría y el pueblo, sediento de sangre, se desquita cruelmente con el chivo expiatorio ofrecido. Dentro de este contexto de persecución, San Pedro decide huir de Roma, instigado por los fieles cristianos, que quieren proteger a su Pastor.
A lo lejos, ya a las afueras de la Urbe, Pedro distingue una silueta familiar: ¡es Jesús! Carga con su cruz nuevamente, camino a Roma. Quo vadis, Dómine?, le interroga San Pedro. “Voy a Roma, que tu dejas, a ser crucificado nuevamente”, le responde Jesús, y desaparece. El discípulo entiende el mensaje y vuelve a Roma, donde poco tiempo después será hecho prisionero. Condenado a morir en la cruz, pide ser crucificado boca abajo, no creyéndose digno de morir de la misma forma que su Maestro lo hizo. Pedro, de pie junto a la cruz que sería su llave al Cielo, dirige su mirada a Roma y traza la señal de la Cruz. La primera bendición Urbi et Orbi es dada, por el primero de los Papas…
Llegado el momento, Pablo, después de muchos meses en prisión, habiendo bautizado en Roma a cientos de fieles, es conducido ante el César, como había solicitado en Cesarea (cf. Hch 25, 11c). Éste lo condena a muerte por decapitación, “privilegio” obtenido por ser ciudadano romano de nacimiento. Su alma arde en deseos de ir con Cristo. “Para mí la vida es Cristo y la muerte una ganancia” (Flp 1, 21). Su corazón, mientras es dirigido al lugar del suplicio, late con fuerza, no por miedo, sentimiento que probablemente jamás experimentó, sino de entusiasmo y alegría. “Bonum certamen certavi,cursum consumavi, fidem servavi. In reliquo reposita est mihi iustitiæ corona”ii.
La espada del verdugo separa del cuerpo, de un tajo, la cabeza del Apóstol, con tal fuerza que ésta rebota tres veces en tierra. A cada golpe en el suelo, la cabeza del santo abre una fuente de agua. Ni después de salir de este mundo dejó de realizar prodigios. Su cabeza sin vida abre fuentes del suelo seco y duro, tal como su corazón y su alma abrieron brechas en almas más duras que la roca, secadas por el pecado, haciendo que Cristo, el Agua de vida eterna, brotara como fuente inagotable. “El que bebe del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para la vida eterna” (Jn 4, 14).
La Iglesia, sabiamente, unió en una única solemnidad a Pedro y a Pablo. Inseparables en misión, en llamado y en martirio, ¡lo son también en Gloria! Que la vida de estos santos sea un modelo preclaro para la nuestra, que sus virtudes sean un camino por el que sepamos andar sin desvíos, que su intercesión junto a su Señor y Maestro, que también lo es nuestro, nos alcance imitar su vida y compartir su destino eterno. Junto con ellos, no lo olvidemos, veremos siempre a María, la Reina y Madre de los Apóstoles, Columna de las columnas de la Iglesia. Que su intercesión y la de San Pedro y San Pablo nos ayuden siempre a hacer de la tierra un reflejo del Cielo, tal como ellos lo hicieron.
i “He ahí al Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29).
ii “Combatí el buen combate, cumplí la carrera, guardé la fe. Ahora me está reservada la corona de la justicia” (2Tim 4, 7-8b).