¿Cómo actúa el Espíritu Santo en nuestra vida?

Publicado el 05/18/2023

¿No podría el Espíritu Santo, que tanto ha hecho por infundimos esas energías que son las virtudes , acudir en nuestro socorro de un modo más eficaz? El Espíritu Santo nos garantiza esta segunda intervención por medio de sus siete Dones: don de Sabiduría, de Entendimiento, de Consejo, de Fortaleza, de Ciencia, de Piedad y de Temor de Dios.

Padre Ambroise Gardeil, OP

En primer lugar, hemos de precisar el lugar que ocupa el Espíritu Santo -y especialmente sus inspiraciones- en nuestra vida cristiana, tratando de lograr una visión de conjunto de las maravillas de esa vida a cuya plenitud estamos llamados todos . Y será más plena cuanto mayor sea el amor, tanto si rechaza lo prohibido como si renuncia a lo permitido, como en el caso de la vida religiosa. El mandamiento divino es idéntico para todos: «Amarás a Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas». Las almas más santas son las que viven su vida cristiana de un modo más profundo, más sacrificado y más heroico; en una palabra: más perfecto, aunque no hayan hecho una profesión pública de tender a esa perfección.

1. LA VIDA CRISTIANA

La vida cristiana, llamada así porque nos ha sido comunicada por Cristo, es nuestra vida del cielo, que se inicia aquí con todo lo que la compone y la llena, con todos sus elementos excepto uno: no vemos a Dios. Y, en consecuencia, nuestro amor no es tan intenso como lo será ante la visión divina. Además, aquí tenemos la posibilidad de perder esa vida, mientras que en el cielo no existirá tal posibilidad.

¿Poseemos ahora a Dios tan real y sustancialmente como en la vida eterna? Sí: nuestra alma goza ya de esa felicidad cuando reina en ella la gracia santificante y posee a Dios tan realmente como los bienaventurados.

Dios está todo entero en todas partes, pero no nos lo podemos imaginar fácilmente. Nuestra alma está en nuestro cuerpo y Dios en toda la Creación, a la que mantiene en el ser y en el obrar. Decir que Dios es inmenso significa que está absolutamente presente en todo, real y sustancialmente.

Pero ¡cuánto más en el alma del justo! Determinadas cosas a las que da el ser ignoran su existencia. En el alma humana Dios ha puesto una lejana capacidad de conocerle y amarle; y, cuando esa alma posee la gracia santificante -que es una participación de la misma naturaleza divina que le permite hacer los actos reservados a Dios, como conocerle y amarle-, es capaz de adueñarse de Dios y de divinizarse.

En el interior de la criatura, Dios, por su conocimiento y su amor, se posee a Sí mismo en su vida eterna y mora doblemente en el alma en gracia: en primer lugar, por esa presencia divina en todo lo creado; y después, porque el alma que se abre a esa presencia a través del conocimiento y el amor es capaz de recibir a su Huésped y «albergarle» en su interior. Se abre para recibir al Espíritu divino, para conocerle, amarle y entablar con Él unas relaciones –desiguales pero íntimas- en las que hay conocimiento y amor por ambas partes.

Esta es la vida cristiana: la inhabitación de Dios en el alma que le ofrece hospitalidad; y la conseguiremos si, por la misericordia divina, vivimos en gracia. Dios mora en nuestro interior y ahí hemos de buscar a nuestro Huésped, al amigo con quien compartir esa familiaridad, esa intimidad santificadora.

Con la proximidad de Dios y con Él como germen fecundante, nuestra alma es la semilla del cielo, de la bienaventuranza.

En este estado el alma es una especie de semilla de eternidad. En la semilla está todo lo que un día será la planta; para que se desarrolle, basta que el sol y la humedad la alimenten, aunque eso no cambiará su naturaleza. Con la proximidad de Dios y con Él como germen fecundante, nuestra alma es la semilla del cielo, de la bienaventuranza. En el fondo, el cielo y el alma justa son una misma cosa: todo está preparado en ella, pero aún no ha llegado el tiempo de la siega. El don se nos concede en el bautismo: el niño bautizado tiene a Dios sustancialmente presente y, por la gracia santificante, se adueña de Él.

Cuando la alcancemos, la vida eterna surgirá del interior de nuestra alma santificada por la gracia, y será la revelación de lo que éramos. Como dice San Pablo, «todavía no se ve lo que seremos», pero ya es. En el fondo del alma llevamos ya todo lo que hará nuestra felicidad, pues Dios está ahora sustancialmente presente en ella: está el Padre, está el Hijo y está el Espíritu Santo. Allí, el Padre engendra al Verbo; el Verbo, expresión perfecta del Padre, refleja al Padre; y los dos se aman infinitamente y de ese amor procede el Espíritu Santo: vida de intimidad del Perfecto consigo mismo en el conocimiento y el amor. El alma cristiana, por la fe, es testigo del extraordinario espectáculo que se produce en ella y que la impulsa a la adoración.

Dios está ahí, pero nosotros todavía hemos de recorrer un camino. Por un lado, hemos llegado al término, pues tenemos a Dios; pero, por otro, no lo poseemos para siempre ni gozamos del espectáculo de su visión y de su gloria: hemos de ganar la eternidad definitiva con los actos de nuestra vida cristiana. El niño que muere después de recibir el bautismo ha llegado al lugar de la visión divina y, sin embargo, nosotros debemos hacer fructificar los dones que Dios nos concede. Hemos visto el panorama y nuestro esfuerzo es ahora imprescindible. El camino que nos separa de la eternidad es largo, difícil y está sembrado de obstáculos. Y hemos de llegar más o menos deprisa, más o menos perfectamente, hasta obtener una visión más o menos completa de ese espectáculo y una posesión más o menos grande de ese Bien infinito.

2. EL PAPEL DEL ESPÍRITU SANTO EN LA VIDA CRISTIANA

La Creación es común al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. El Padre quiso que el Hijo se encarnase y sufriera por nosotros para llevar a cabo la obra de la salvación que, una vez culminada, continúa a cargo del Espíritu Santo para santificación de las almas.

Dios no se muestra indiferente ante nuestros esfuerzos por recorrer el camino que nos conduce al destino definitivo. En primer lugar, ha creado nuestra alma, le ha otorgado la gracia a través de unas virtudes infusas llamadas virtudes teologales y morales y le ha concedido los dones del Espíritu Santo.

Además , mantiene y estimula en nuestro interior esa vida que procede de Él, pues en ella no existe ni un solo gesto en el que Dios no esté presente.

Y es aquí donde surge el papel del Espíritu Santo. La Creación es común al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. El Padre quiso que el Hijo se encarnase y sufriera por nosotros para llevar a cabo la obra de la salvación que, una vez culminada, continúa a cargo del Espíritu Santo para santificación de las almas. Por supuesto, Cristo está siempre presente: como Cabeza de la Iglesia nos vivifica por medio de sus sacramentos, distribuye entre nosotros las gracias actuales, nos instruye a través de la Iglesia y nos acompaña con su acción. Pero, sobre todo, nos envía perpetuamente el Espíritu Santo: «Él os enseñará todo y os ·recordará todas las cosas que os he dicho» (Jn 14, 26). De un modo misterioso, el Espíritu Santo ha tomado a su cargo nuestra santificación. Es el Maestro al que el Padre y el Hijo han confiado la misión de conducirnos a la vida eterna.

El Espíritu Santo nos guía de dos formas diferentes. Como fruto del amor del Padre y del Hijo, obra por medio de mociones dirigidas en dos sentidos: en algunas ocasiones se limita a dejarnos actuar por nosotros mismos: por ejemplo, cuando hacemos actos de fe, esperanza y caridad, o de prudencia, justicia, fortaleza y templanza. El Espíritu Santo vela sobre este comportamiento, pero, aunque estamos bajo su acción, todavía regimos nuestra conducta.

Así, al tratar de llevar a cabo un acto de justicia o de caridad, reflexionamos sobre el mejor modo de realizarlo cuidando de no herir con nuestras palabras y actuando con fortaleza para reprimir los sentimientos personales. El Espíritu Santo no está ausente, ya que -aunque nosotros conservemos la dirección es la Causa primera que aplica nuestras energías sobrenaturales a estos actos.

Y ese es el fundamento de la vida cristiana: nuestro personal dominio sobrenatural sobre las virtudes cristianas.

Esto tiene sus inconvenientes: ¡poseemos las virtudes cristianas de un modo tan imperfecto … ! Con enorme facilidad caemos en pecados más o menos graves. ¡Y son tantas las dificultades y tentaciones a las que sucumbimos!

¿No podría el Espíritu Santo, que tanto ha hecho por infundimos esas energías que son las virtudes , acudir en nuestro socorro de un modo más eficaz? ¡Qué beneficioso sería que tomara la dirección y nos defendiera de nuestras debilidades! Pues bien, así es. El Espíritu Santo nos garantiza esta segunda intervención por medio de sus siete Dones: don de Sabiduría, de Entendimiento, de Consejo, de Fortaleza, de Ciencia, de Piedad y de Temor de Dios. A través de las distintas mociones relacionadas con estos dones, el Espíritu Santo actúa en nosotros impulsándonos. Estamos en sus manos como instrumentos y ya no encabezamos la dirección de nuestra conducta.

Con su ayuda, no tenemos más que consentir en su obra y así el trabajo es más fácil y los obstáculos desaparecen. Tal es la diferencia entre los dos modos de luchar por nuestra salvación. Podríamos compararlos con el desplazamiento de una barca que navega a remo o a vela. A remo, tenemos que moverla a fuerza de brazos y, además, dirigirla. A vela, si sopla el viento, no necesitamos tomarnos esa molestia: vamos más aprisa y nos cansamos menos .

Exige un gran esfuerzo vivir las virtudes activas de fe, esperanza y caridad y las virtudes morales de prudencia, justicia, fortaleza y templanza con todas sus derivaciones. Esa es la realidad de nuestra vida, pues no siempre sopla el Espíritu. Sin embargo, tenemos garantizado su apoyo por el hecho de que, a través de la gracia santificante, poseemos los dones que nos han sido infundidos en el Bautismo.

3. ALGUNAS OBSERVACIONES IMPORTANTES

Con la ayuda ordinaria de la gracia nosotros mismos desplegamos nuestras velas y el Espíritu Santo sopla y guía nuestra navegación.

1. Los dones no son propiamente las inspiraciones del Espíritu Santo, sino los influjos que hacen a nuestras almas sensibles a dichas inspiraciones: son como cepos o como velas destinadas a captar su soplo. Nuestra alma no es tan sensible por naturaleza, pero, cuando por gracia arna a Dios , se abre al Espíritu de Amor, de Ciencia, de Fortaleza, de Entendimiento, etc. Así, con la ayuda ordinaria de la gracia nosotros mismos desplegamos nuestras velas y el Espíritu Santo sopla y guía nuestra navegación.

2. La caridad es más importante que los dones, pues no existirían en un alma en la que no reinara ya esta virtud, que sigue siendo la principal. El alma que ama a Dios posee esas sensibilidades, esos siete dones: podemos desplegar nuestras velas […] y el soplo o la onda depositarán en ellos las fuerzas -procedentes de la divinidad- que nos guían.

El Espíritu Santo es, pues, el director del camino. Nos impulsa desde nuestro interior en el que habita, bien dejándonos actuar, o bien, ante nuestras llamadas, dirigiendo nuestro caminar. Si nuestra vela está desplegada, atravesaremos la tormenta en medio de las dificultades, de las tentaciones y las pruebas, y llegaremos a puerto. Esto no se logra sin esfuerzo, pero contamos con la gracia para afrontarlo: basta con ser dóciles y abrir continuamente nuestra alma a las mociones divinas. Y tendremos la certeza de triunfar con mayor eficacia por ese medio que por el más ordinario en el que nosotros mismos conducimos nuestros pasos.

3. No hablamos de fenómenos extraordinarios ni de etéreas vías espirituales. Es cierto que el Espíritu Santo dirige nuestros pasos hacia más arriba, pues habita en las regiones superiores . Pero la Sabiduría divina que alcanza a todo, de un extremo a otro, nos facilitará también la represión de nuestras malas tendencias, como la impaciencia, el desaliento, las distracciones en la oración , etc. Y, como propio de un Espíritu infinitamente perfecto, actúa tanto en lo pequeño como en lo grande, pues su poder se extiende desde los detalles más menudos hasta los hechos más importantes.

Bajo su inspiración podemos ahora pasar revista a todos los sucesos de nuestra vida cotidiana. La acción de los dones del Espíritu Santo no difiere de la actuación de las virtudes de las que se ocupa. Pero eI soplo del Espíritu Santo les afecta de un modo distinto. En lugar de obrar por nuestra propia iniciativa, lo hacemos como instrumentos y no como dueños. Y en esto consiste la única vida cristiana.

Según San Agustín y Santo Tomás, las siete primeras bienaventuranzas (Mt 5, 3-9) representan la obra propia del Espíritu Santo. El gobierno que ejerce sobre nuestras almas tendría por objeto suscitar en ellas la pobreza, la mansedumbre, etc.

4. Según San Agustín y Santo Tomás, las siete primeras bienaventuranzas (Mt 5, 3-9) representan la obra propia del Espíritu Santo. El gobierno que ejerce sobre nuestras almas tendría por objeto suscitar en ellas la pobreza, la mansedumbre, etc. De este modo, cada bienaventuranza se relaciona con un don, mientras el Espíritu se limita a inspirar los principales puntos. Por ejemplo, en lugar de tener que luchar detalladamente contra las concupiscencias a través de la pobreza de espíritu, nos da el don de desprendimiento que lo purifica todo y pone en orden este aspecto de nuestra vida. Lo mismo ocurre con las demás bienaventuranzas: el soplo del Espíritu se apodera de nosotros y produce al momento los frutos de un trabajo prolongado.

En lo que se refiere al orden a seguir, y al ser nuestro Señor plenamente dueño de todos los dones y disponer de ellos, era normal que la Sagrada Escritura empezara por atribuirle el más perfecto: la Sabiduría (Is 11 , 2-3). Nosotros comenzaremos por el final: «el temor de Dios es el inicio de la Sabiduría» (Sal 111 ,10).

Si somos dóciles a la obra del Espíritu Santo, descubriremos las cosas que pueden proporcionarnos ayuda en la vida sobrenatural, es decir, nuevos impulsos hacia la santidad. Reflexionemos con gratitud y docilidad sobre el Espíritu divino que habita en nosotros y así atraeremos sus bendiciones.

GARDEIL, OP, Ambroise.
El Espíritu Santo en la vida cristiana .
Madrid: Ediciones Rialp, S. A., pp. 11-17.

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