
Se acerca la Navidad y nada más oportuno que prepararnos adecuadamente para la venida del Niño Jesús, el cual desea encontrar nuestros corazones bien dispuestos para hacer en ellos su cuna.
Padre Diego Moncada, EP
Así como todo árbol alguna vez fue una semilla, al acercarse la Navidad es tan importante el volver a nuestras raíces para sacar la savia necesaria que nos dará el ánimo, la garra y el coraje para seguir adelante, cumpliendo con aquello que Dios desea de nosotros
Y qué mejor que recordar el florecimiento de la semilla que dio lugar al acontecimiento más grande de la historia: el Nacimiento del Niño Jesús en Belén, para nuestra salud y remedio.
Le invito a hacer una pausa en la lectura y viajemos juntos con la velocidad del pensamiento a la gruta de Belén y en medio de ella al Niño Dios, fruto de María. Este infante tan pequeño y frágil, es ese príncipe de la paz, que trae alegría y gozo a los hombres y mujeres de buena voluntad.
Teniendo pues, nuestra mente y nuestro corazón puestos totalmente en Él, hagamos esta bella oración al recién nacido, compuesta por el Dr. Plinio y hagamos nuestras cada uno de los pedidos aquí contenidos:
Oh divino Infante, he aquí arrodillado ante ti a un hijo más de la Iglesia militante traído por la gracia obtenida por tu divina y celestial Madre.
Te agradezco la vida que le has dado a mi cuerpo, el momento en que me infundiste mi alma y tu plan eterno respecto de mí, según el cual yo debería ocupar, por designio divino, un sitio determinado, por menor que fuera, en el conjunto de los hombres, para componer el enorme mosaico de criaturas humanas destinadas a ir al Cielo.
Te agradezco el haberme puesto el combate en mi camino, para que yo pudiera ser héroe, y la fuerza que me diste para rezar, resistir y vencer al demonio.
Te agradezco todos los años de mi existencia vividos en tu gracia, así como los que he pasado fuera de ella, pero que fueron terminados por ti en el momento en que abandoné el camino del pecado y regresé a tu amistad.
Te agradezco, oh Niño Jesús, todas las cosas difíciles que con tu ayuda hice para combatir mis defectos, y que no te hayas impacientado conmigo, conservándome vivo para que aún tuviera tiempo de corregirme antes de morir.
En esta Navidad, quiero hacerte esta petición, adaptándola del versículo del salmo 121: «No me arrebates en la mitad de mis días».
No me arrebates los días en la mitad de mi obra, y concédeme que mis ojos no se cierren por la muerte, mis músculos no pierdan su vigor, mi alma no pierda su fuerza y agilidad, antes de que, por tu gracia, haya vencido todos mis defectos, alcanzado todas las alturas interiores que me destinaste a escalar y, en tu campo de batalla, te haya rendido, por heroicas hazañas, toda la gloria que esperabas de mí cuando me creaste. Así sea.
En este tiempo de preparación para la Navidad, el Niño Jesús espera de usted y de mí en ese corazón dócil y generoso, dispuesto a manifestarle nuestro amor y gratitud, pidiendo con humildad que sea Él quien complete todo aquello que el Señor espera y desea de nosotros.
Es en medio de la lucha del día a día, enfrentadas con este ánimo y confianza cuando exhalamos un perfume que llega al mismísimo cielo y que hace exclamar a los ángeles “Gloria a Dios en el Cielo y en la Tierra paz a los hombres de buena voluntad”, y como bien decía Monseñor João, es en armonía con ese “Gloria a Dios en la alturas”, que el Niño vino a traer la paz a los hombres.
Sí, porque nos reconcilió con Dios, nos enseñó a conocer bien y amar al Padre, así como a nuestros hermanos, y nos llamó a la santidad muriendo por todos y cada uno.
Aquel Niño en el pesebre, desde su primer momento y a lo largo de su vida, en sus palabras, obras y sufrimientos, no quiso sino ser instrumento para servir, alabar y glorificar a Dios.
El Niño que llegó al mundo, desde que abrió los ojos fue siempre sumiso a Dios con una completa justicia, equidad y perfección.
Una vez más, acerquémonos al Pesebre y adoremos al Niño, Príncipe de la Paz, y oigamos la voz de Isaías: “¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia salvación, que dice a Sión: ‘¡Ya reina tu Dios!’”. Él, autor de la gracia santificante sin la cual “no puede haber paz verdadera, sino sólo aparente”.
Esa paz que el mundo parece perder irremediablemente en nuestros días, solamente podremos recobrarla desde que dejemos que Jesús Nuestro Salvador.