Imposible describir de forma satisfactoria a quien las Escrituras llaman “el más hermoso de los hijos de los hombres”. Hagamos juntos, no obstante, un piadoso ejercicio de imaginación...
Desde los primeros tiempos de la era cristiana los hombres se esforzaban en imaginar cómo habría sido la figura humana de Jesucristo: su porte, su caminar, su fisonomía, su mirada, su voz.
Se ha intentado representarlo de distintas formas a lo largo de veinte siglos de cristianismo, pero ninguna de ellas puede ser considerada la original. En la época de Jesús no les estaba permitido a los judíos hacer retratos pintados o esculpidos, pues la Ley mosaica lo impedía para evitar la idolatría. Y los Evangelios tampoco revelan nada sobre su figura.
Una figura modelada por el arte y por la mística
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La imagen que hoy tenemos de Jesús proviene de la imaginación más o menos inspirada de los artistas que lo representaron en las más variadas escenas de su vida: en la Gruta de Belén, predicando en las aldeas y ciudades, curando, expulsando demonios, calmando la tempestad, transfigurado en el Tabor, flagelado en el pretorio de Pilato, clavado en la cruz, resucitado, subiendo a los Cielos.
Algunos místicos nos han transmitido igualmente lo que vieron estando en contemplación. Sin embargo, sus relatos no son suficientes para describir a alguien que, dotado de todas las cualidades humanas, era inconcebiblemente bello. Las multitudes lo seguían, su atractivo era avasallador. El salmista lo describe como “el más hermoso de los hijos de los hombres” (Sal 44, 3). Consideraciones como estas nos llevan a imaginar y admirar la figura divina del Hijo de Dios hecho hombre.
El arte y la literatura lo idean acentuando ora su dulzura, ora sus momentos de oración o de dolor. Tantas maravillas tiene el Señor Jesús que es imposible reconstruir de manera satisfactoria su figura humana.
Un devoto ejercicio de imaginación
Hagamos, no obstante, un devoto ejercicio de imaginación, basado en los elementos que la Historia, la piedad y los Evangelios nos proporcionan.
Vestía de manera similar a todos sus compatriotas, sin ostentación, pero tampoco sin desaliño, y nunca con la afectación de los fariseos: una túnica, obra de manos de su Santísima Madre, ceñida a la cintura con una sencilla correa; un manto adornado con borlas en sus cuatro puntas, como mandaba el Deuteronomio (cf. Dt 22, 12); y en sus pies, unas simples sandalias.
Según el P. Fillion, conocido comentarista de la Sagrada Escritura, estaba “dotado de un privilegio único: el de ser extraordinariamente santo, extraordinariamente puro, pues el Espíritu Santo mismo lo había formado en el seno de la Virgen”. Otros escritores destacan el parecido con su Madre Inmaculada.
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Los Evangelios se refieren muchas veces a sus sagradas manos, aunque no las describen. Cuando acaricia a los niños, cuando distribuye el pan; manos que tocan y curan; manos que hacen un látigo para expulsar a los vendedores del Templo, que paran la tempestad, que lavan los pies de los Apóstoles, que levantan el cáliz en la Última Cena. Manos que… acaban clavadas en la cruz.
Una voz con todos los timbres y tonalidades
La muchedumbre se admiraba al oír sus palabras: “todo el pueblo estaba pendiente de él, escuchándolo” (Lc 19, 48), pues decían que “jamás ha hablado nadie como ese hombre” (Jn 7, 46). Cuando Pedro trata de disuadirle de la Pasión, lo increpa: “¡Apártate de mí, Satanás!” (Mt 16, 23). Al recriminar la hipocresía de los fariseos, los tachó de “raza de víboras” (Mt 12, 34). Sus palabras tenían la fuerza de exhortar, indicando el camino: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga” (Mc 8, 34). O expresaban su dolor, cuando dijo: “¡Jerusalén, Jerusalén!, […] cuántas veces intenté reunir a tus hijos, como la gallina reúne a los polluelos bajo sus alas, y no habéis querido” (Mt 23, 37). Y en el Huerto de los Olivos, al responder a los guardias: “Ego sum” (Yo soy), los hizo caer a tierra (cf. Jn 18, 4-6). Finalmente, clavado en la cruz, le contesta a la súplica del ladrón: “hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23, 43). Su voz tenía todos los timbres y tonalidades.
Nos cuesta imaginar su mirada y su fisonomía
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De su sagrada faz, los Evangelios apenas nos hablan. San Agustín se lamentaba de que ignoramos completamente cuál era su rostro. Incluso teniendo las reliquias en las que se refleja la cara del Redentor —como la Sábana Santa de Turín o el velo de la Verónica, que enjugó su divino rostro camino del Calvario—, nos cuesta imaginar cómo era exactamente la fisonomía de Jesús.
Sobre la mirada del Salvador los evangelistas registraron varios episodios. Cuando ve por primera vez a Simón: “se le quedó mirando y le dijo: […] ‘tú te llamarás Cefas’” (Jn 1, 42). Cuando invita al joven rico que le siga: “se quedó mirándolo, lo amó” (Mc 10, 21). En el Sermón de la Montaña: “levantando los ojos hacia sus discípulos, les decía: ‘Bienaventurados…’” (Lc 6, 20). Al curar en sábado a un hombre que tenía la mano paralizada: “Echando en torno una mirada de ira —a los fariseos— y dolido por la dureza de su corazón” (Mc 3, 5). Cuando siente que alguien —la pobre hemorroisa— le había tocado la orla de su manto: “Él seguía mirando alrededor, para ver a la que había hecho esto”; ella confiesa la verdad y queda curada (cf. Mc 5, 32-34). Los vendedores que profanaban el Templo huyen ante el celo ardiente que chispea de sus ojos y de su boca: “‘Mi casa será casa de oración’; pero vosotros la habéis hecho una ‘cueva de bandidos’ ” (Lc 19, 46).
En el Cielo nos será dado verlo cara a cara
Eran miradas de bondad, de misericordia, de tristeza, de dulzura, pero también de santa cólera.
Memorable fue la mirada que le echó a San Pedro, que acababa de negarlo en el patio de la casa de Caifás; mirada que expresaba palabras de perdón y que hizo que el Príncipe de los Apóstoles saliera de allí llorando amargamente (cf. Lc 22, 62). Especialmente sublime fue, sin duda, el intercambio de miradas entre Él y su Santísima Madre cuando se encontraron camino del Calvario.
En fin, no tenemos en esta tierra la felicidad de contemplar un retrato auténtico de Jesús. Sólo en el Cielo nos será dado verlo cara a cara y conocer por completo su personalidad y los trazos de su sagrado rostro.
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Pues ni los Evangelios, ni los demás libros del Nuevo Testamento, ni los escritores eclesiásticos más antiguos —como concluye el mencionado Fillion— nos han transmitido noticias ciertas sobre este particular.