
Las malas conversaciones siempre producen los mismos frutos: el hundimiento de las almas, la muerte de los nobles ideales, el aniquilamiento del pudor…
Padre George Hoornaert, SJ
¡Las malas conversaciones! El escollo típico de las pandillas de jóvenes. Sé valiente y decidido. No participes de ellas. No las escuches.
No participes de ellas.
La impureza se contagia fácilmente por la conversación. Piensa que son muchas las almas que entran en juego: la tuya y las de los que conversan. El que tiene malas conversaciones peca e incita a pecar.
El pecado que cometes es muy de lamentar. ¡Pero peor es el que cometes escandalizando al otro o haciéndole cómplice! Puede ser la cadena que te encadene a él y te lleve al infierno. Piensa en la hora de tu muerte, ¡qué peso más abrumador sentirás entonces por haber sido para otra alma causa de tentación, e incluso de perdición. ¡Ay de aquel, dice Jesucristo, que es causa de escándalo!
Está un hombre totalmente consternado por haber herido mortalmente, accidentalmente, a un amigo en una partida de caza. El que con una conversación contribuye a perder a su compañero, no mata por descuido, sino a sabiendas. No es homicida por imprudencia, sino por malicia.
«Destierra de tu boca toda palabra deshonesta.» (Col. 3, 8.)
«La fornicación y toda especie de impureza o de avaricia, ni aun se nombre entre vosotros…, ni tampoco palabras torpes, groserías o necedades… Porque ten esto bien entendido: que ningún fornicador o impuro… será heredero del reino de Cristo y de Dios. Que nadie te engañe con palabras vanas, pues por tales cosas descargó la ira de Dios sobre los incrédulos. No quieras, por tanto, tener parte con ellos.» (Efesios. 5, 3 y siguiente.)
Las malas conversaciones siempre producen los mismos frutos: el hundimiento de las almas, la muerte de los nobles ideales, el aniquilamiento del pudor…
No las escuches.
Pero salta la objeción:
—«Ya soy lo bastante maduro para poder tener este tipo de conversaciones. Ya tengo la conciencia formada.»
¿Formada o deformada?
—«No vamos a ponernos tapones en los oídos.»
Claro que no. Pero al menos no provoques esas conversaciones escabrosas, ni las fomentes con preguntas, etc.
—«Me llamarán beato o fundamentalista de la religión.»
Dios te tendrá por un valiente. Su juicio vale más.
—«¿Qué pensarán de mí?»
Te admirarán.
A ti mismo apelo. Vosotros, los jóvenes, os conocéis muy bien. ¿Qué compañeros son los verdaderamente estimados? ¿A quién se busca cuando se necesita un serio consejo? ¿A quién todos respetan? ¿Al cobarde, al que no es coherente con lo que piensa, o al que se presenta como católico sin respetos humanos, «descaradamente», porque está orgulloso del gran tesoro que tiene?
Todos te respetarán si te ven alegre y coherente con tu fe. Tienes muchos motivos para estarlo. No sé ningún texto de la Escritura que recomiende el ser tristón y desagradable con los demás, y sé de muchos que recomiendan el ser amables y alegres: Alegraos en el Señor, siempre; os lo repito, alegraos. (Ef. 4, 4). Siempre estamos alegres (2 Cor. 6, 10). Estad siempre alegres (1 Tesal. 5 16). Se alegrará vuestro corazón y vuestra alegría nadie os la podrá quitar (Juan 16, 22).
¡Dichosos los que van por camino perfecto (Salmo 119, 1). 1
—«Pero me perseguirán.»
Sí, si te quedas solo, sin formar con otros amigos un grupo que haga contraste por su alegría frente al grupo obsceno.
No, si obras con naturalidad, si eres un buen compañero. Fíjate lo que me han dicho muchos universitarios: «Basta con tener valor los diez primeros días. Nos prueban y tantean. Si en estos diez primeros días se hace uno respetar, al punto nos dejan tranquilos, y a veces nos confiesan: Así se hace, eres un valiente.»
Por un motivo semejante has de vestir con gusto. La modestia no nos condena a permanecer en modas ya pasadas o anticuadas. Que jamás la religión llegue a ser en el joven sinónimo de fastidio y, sobre todo en la joven, sinónimo de fealdad. Ella debe ir arreglada con gracia.
Si, por el contrario, cedemos, se acabó. Nos han conocido por primera vez por una cobardía, por una cesión, que no acarrea más que desprecio. Y entonces sí que resulta difícil volver sobre los pasos y demostrar lo contrario.»
¡No tengas miedo! Los malos no son fuertes, sino porque los buenos son débiles.
¡Sí, débiles!
Muchos son los jóvenes que ceden y se dejan llevar por la corriente, por simple respeto humano. Por respeto humano llegan incluso a inventarse falsedades y gloriarse a veces de aventuras sexuales que no han ocurrido más que en su imaginación.
En realidad no llevan una mala vida. Pero se avergüenzan de la virtud, y no comprenden los infelices que les estimarían mucho más si fuesen consecuentes con sus convicciones y orgullosos de su fe. ¡Cuán orgullosos deberían mostrarse por estar bautizados y confirmados, por ser de los que comulgan!
Un rico no tiene más que una cosa de la que estar orgulloso, su dinero. Un cristiano tiene tantas motivos cuantos sacramentos ha recibido.
Enrique Sigean era un buen muchacho pero débil de carácter, y por respeto humano no tenía valor para sustraerse a las malas conversaciones:
Había llegado la hora de recreo. Por todas partes se formaban pequeños grupos…
Enrique vacilaba con quien juntarse, cuando fue abordado por el sarcástico Maillard, acompañado de su inseparable Lefort.
¿ —Acércate un poco…, tú… No somos tan malos como parece. Ven con nosotros…
Y tomó, como quien manda, del brazo a Enrique, mientras Maillard le cogía por del otro.
Era Lefort un muchacho alto y grueso. De rostro poco expresivo, pero con unos ojos burlones e inquietos. Gente como él, dada a lo bueno, no haría cosa especial. Para animar a lo noble, a la generosidad y lo heroico, se necesitan grandes pensamientos, un gran corazón, una palabra ardiente y mucho entusiasmo… Pero para ser jefe de chusma no hacen ninguna falta estas cualidades. Cinismo, grosería, una boca pronta a lanzar injurias y sarcasmos, es lo único que se necesita.
Lefort iría hundiendo a Enrique poco a poco en el fango, ridiculizando la virtud sin que se diese cuenta, dejando caer tranquila- mente la burla y la sospecha contra todos los ideales nobles y hermosos.
Enrique se daba cuenta vagamente del peligro. Pero ¿qué hacer? Se dejó arrastrar… La conversación vino a caer en lo más bajo y rastrero, sin que se atreviese a desviarla… Los dos compinches parecían complacerse, cada uno a su modo, en atormentar a la pobre alma que había caído en sus manos. Con jactancia se vanagloriaban de sus actos obscenos.
Más tarde Enrique se encuentra con Albert, un auténtico joven de carácter, admirado por todos . Se ponen a hablar y Enrique trata de excusar su propia debilidad.
—Te habrás percatado de cómo hacen burla de la pureza.
—Claro que sí. Pero no hay que tenerles miedo. A esos burlones, siempre que lo han intentado conmigo, puedes creerme, les he respondido como se merecen y han tenido que callarse la boca. Todos estos fanfarrones conocen el cristianismo como un ranchero la astronomía. Su fuerza está en su audacia y en el terror de sus víctimas.
Enrique no tuvo más remedio que reconocer:
—Cómo me gustaría ser como tú… Pero la mayoría piensa de distinta manera que tú…
—No es tan difícil actuar como yo. Sólo hay que ser hombre y no tenerles miedo. Como te he dicho, ante tanta sandez, procuro tomarles el pelo y cerrarles la boca. De lo contrario, si te ven que les temes, estás perdido… Si a pesar de todo persisten con sus valentonadas, les escucho muy serio, y les hago ver con mi actitud que no apruebo en nada sus desvergüenzas.
—¿Y no te han molestado?
—Sí, un gracioso me llamó Mariquita. Yo le puse ante sus narices mi puño del Mariquita… y no dejó de hacerlo.