La alegría de las fiestas litúrgicas va acompañada de alimentos propios a hacer que el cuerpo participe de los gozos disfrutados por el alma. Así, numerosas naciones elaboran platos característicos de las celebraciones de Navidad, como el panettone italiano, o bûche de Noël francês o el Stollen alemán.
En la conmemoración de la Resurrección de Cristo no podía ser diferente y entre las diversas tradiciones culinarias destaca el huevo de Pascua.
El huevo tiene el aspecto inerte de una piedra. Sin embargo, como el sepulcro de Cristo, alberga una vida preparada para emerger. Por eso representa la Resurrección. Y en varios lugares la Misa del día de Pascua termina con la bendición de los huevos.
Igualmente antigua es la costumbre de regalar en esa ocasión huevos decorados y tiene una razón práctica. En los primeros tiempos del cristianismo, la abstinencia cuaresmal incluía cualquier alimento de procedencia animal, por lo tanto, también los huevos. Para poderlos conservar durante el período de la Cuaresma, se cocían y se envolvían en hojas o cera. Ese revestimiento le daba un atrayente colorido, motivo por el cual comenzaron a ser usados como regalos.
En el siglo XIII, Eduardo I, rey de Inglaterra del 1272 al 1307, perfeccionó esa costumbre al obsequiar huevos dorados. Y el refinamiento alcanzó su ápice en 1883, cuando Peter Carl Fabergé creó el primero de sus 50 artísticos huevos de Pascua.