
Como una fortaleza, se yergue frondosa la palmera, desafiando cielos, vientos y tormentas. Nada parece detenerla en su ascensión, ningún factor natural puede derribarla fácilmente. Símbolo del triunfo, de la prodigalidad, del alma recta, constante, humilde, fuerte y vigilante, es un verdadero monumento, levantado no por el ingenio humano, sino por el divino Artífice.
A diferencia de otros árboles, su tronco se alza indiviso, generalmente erecto y liso, rematado por hojas cuya inclinación recuerda a los chorros de agua de una fuente que se precipitan generosamente hacia abajo. Es sencilla, sin adornos, salvo las cicatrices que las hojas viejas dejan en su estípite, como bonitos anillos que la adornan. La palmera se presenta así como una dama noble, esbelta, pura y graciosa. Se trata de una auténtica princesa coronada. Su numerosa familia y sus excepcionales propiedades dan lugar a algunas reflexiones.
«Hic victor meruit palmam»
Desde tiempos inmemoriales, las palmeras crecían en abundancia en las regiones fértiles de Mesopotamia, ofreciendo los deliciosos y famosos dátiles de Oriente, que se convirtieron en uno de los productos básicos de su agricultura, gastronomía y comercio. Tales palmeras también se desarrollaron en Egipto, en la llanura costera de Palestina y en el valle del Jordán. Las distintas culturas de la Antigüedad las adoptaron como símbolos de verdades trascendentes: la fertilidad, la paz, el éxito, el Paraíso, la vida eterna.
En la tradición romana, los gladiadores, atletas y guerreros victoriosos eran condecorados con laureles y ramas de palma. Poco a poco, la iconografía clásica eligió la palmera como símbolo del triunfo, apareciendo frecuentemente estampada en lámparas de arcilla, blasones, banderas, sellos, alegorías, tumbas o medallas.
El papa San Dámaso, por ejemplo, elogió a los mártires Proto y Jacinto con las siguientes palabras: Hic victor meruit palmam prior ille coronam —He aquí al vencedor que mereció la palma antes que la corona.1 En efecto, los mártires son primero campeones en la lucha contra la carne y las potestades de este mundo, para luego merecer de Cristo la recompensa y reinar con Él eternamente. Así, su numeroso ejército empezó a ser representado sosteniendo una rama de palma en sus manos, de ahí la denominación que se ha mantenido en la Iglesia desde tiempos remotos: «Ha alcanzado la palma del martirio».
Del bautismo al Domingo de Ramos
El simbolismo de la palmera va más allá de las casualidades y tradiciones cuando es considerada a la luz de la criatura más sublime, Nuestro Señor Jesucristo, el Hombre-Dios. Curiosamente, marcó dos episodios relevantes en la vida del Redentor.
Con lujo de detalles, Ana Catalina Emmerick2 describe la escena en la que tuvo lugar el bautismo de Jesús. En el momento de descender al río Jordán, se agarró con su mano izquierda a una esbelta palmera cargada de frutos que se encontraba en la orilla, mientras su mano derecha permanecía apoyada sobre su sacratísimo pecho. Fue entonces cuando el Cordero Inocente e Inmaculado venció la culpa del viejo Adán, sumergiéndola en las aguas bautismales.
La victoria definitiva sobre el demonio, autor del pecado, la consumaría en la cruz. Antes de ser entregado a la muerte, Jesús entró en Jerusalén, donde fue aclamado por una numerosa multitud; unos alfombraban el camino con sus mantos, otros cortaban ramas de palma y las extendían por la calzada (cf. Mt 21, 8-11). A pesar del abismo de humillación al que pronto se vería sometido, el Redentor quiso marcar el comienzo de su Pasión con un tono de triunfo, para garantizarles a sus discípulos la certeza de la Resurrección.
El Señor es, pues, el victor Rex contra el demonio, el pecado y la muerte. Por eso los fieles cantan al unísono con la Iglesia, en la secuencia de la misa de Pascua: «Muerto el que es la Vida, triunfante se levanta». Y el Beato Fra Angélico deslizó hábilmente su pincel sobre el lienzo, representando a Cristo resucitado portando la bandera y la rama de la victoria.
Una profunda lección de constancia
Por otro lado, la palmera parece una planta calculada para aguantar tormentas. Su follaje disperso no retiene el agua de lluvia y permite el paso del viento, lo que la hace ligera y resistente al mismo tiempo. De ahí que San Francisco de Sales3 viera en la constancia una de las propiedades de esa planta: no se rinde, no cae ni se abate, por muy grande que sea la carga que se le ponga; su tronco no se arrastra por el suelo, sino que se eleva sin miedo, atraído por las alturas. E incluso azotadas por el viento —reflexionaba una vez el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira— las palmeras no pierden su altiva apariencia: «Se inclinan con elegancia, como una gran dama haría una reverencia. Ofrecen resistencia al viento, como diciendo: “¿Quieres derribarme? ¡Me volveré más grácil!”».4

Sorprendentemente, sus raíces no son profundas, sino que se extienden en rayos a su alrededor. Es como si de la tierra sólo buscara un apoyo para subir a las altas regiones, enseñando a los hombres que en este mundo no hay morada permanente; caminan como huéspedes y peregrinos lejos del Señor, hacia la patria celestial (cf. Heb 11, 13.16), recompensa que espera a quienes se mantengan fieles hasta el final: «Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas» (Lc 21, 19).
Constancia, he aquí una virtud practicada en grado sumo por María Santísima. La piedad católica la honra como «la palma de la paciencia» o la «palma constante», en el oficio parvo de la Inmaculada Concepción. A Ella, más que a cualquier otra criatura, cabe el elogio del libro sagrado: «Crecí como palmera de Engadí» (Eclo 24, 18). San Juan Eudes5 explica que tales alabanzas designan la fortaleza y la paciencia que la Virgen demostró al ser sacudida por los vientos de las tribulaciones, así como las notables victorias que obtuvo contra los enemigos de nuestra salvación.
Como guerreros del Altísimo
Las ramas de la palmera brotan desde su interior como lanzas que, con el tiempo, florecen en miles de pequeñas espadas…, ¡he ahí su follaje! La planta «demuestra su valor en que sus hojas son como espadas».6 De hecho, en un vasto reino como el de las palmáceas, no podía faltar la representación de la guerra. La palmera imperial, en particular, tiene una grandeza bélica, y de su figura hay quien tejiera un casi forzoso elogio: «En una belleza espléndida que aterra, / pasas desatando un aire de guerra».7
Hay palmeras que se asemejan a guerreros siempre en su puesto de guardia, vigilantes contra el adversario, con la espada desenvainada, en la inalterable posición de presentar armas a su Creador, el Señor Dios de los ejércitos. Paradójicamente, estas mismas ramas se inclinan con encanto, combinando combatividad con amabilidad, radicalidad con compasión.
Es un símbolo de la grandeza que debe caracterizar al alma virtuosa, ya sea de un prelado, un rey, un padre de familia o un religioso, pues la alta dignidad que su estado les confiere, lejos de repeler al pequeño, como que lo invita: «¡Ven a habitar también en estas alturas! Aquí el aire es más puro, la vista más completa y magnífica. Una vez fui igual que tú; sube a lo alto, ven y sé igual o superior a mí. ¡Alabemos juntos a Dios!».
Con esa grandeza mimosa la Divina Providencia adorna a sus criaturas.

Detalle de «La Resurrección de Cristo», de Fra Angelico – Museo de San Marcos, Florencia (Italia)
Fructificando bajo el velo de la humildad
«Aunque la palmera sea la princesa de los árboles, es, sin embargo, la más humilde, lo cual lo demuestra al esconder sus flores»8 en grandes envolturas, llamadas espatas. Este elemento constituye una interesante estrategia: conserva los frutos protegidos de la intemperie, exponiéndolos sólo cuando están maduros.
De igual modo, «solamente la humildad sabe con sencillez hacer en público lo que debe aparecer y en secreto lo que debe permanecer oculto».9 Quien es verdaderamente humilde reconoce sus propios talentos, los dones naturales y sobrenaturales recibidos, pero no se jacta esperando ser visto y alabado por los hombres; sabe que no posee nada que no haya recibido (cf. 1 Cor 4, 7).
«La palmera no deja ver sus flores hasta que el calor vehemente del sol hace que se abran sus vainas, fundas o bolsas en donde están encerradas; después de lo cual muestra de repente su fruto. Lo mismo hace el alma justa; pues conserva sus flores, es decir, sus virtudes, escondidas bajo el velo de la santísima humildad, hasta la muerte, en que el Señor las hace brotar y las deja aparecer al exterior, porque sus frutos no deben tardar en aparecer».10
Es interesante señalar que las palmeras fertilizan allí donde son plantadas, adaptándose fácilmente al clima y al suelo. Llenan el globo terrestre con una admirable multiplicidad de más de dos mil seiscientas especies. Es una de las plantas más valiosas para el hombre, ya que de ellas se puede aprovechar casi todo: raíces, tronco, palmito, hojas, racimos fructíferos…
Recordemos, por ejemplo, la nutritiva y terapéutica agua de coco, utilizada por la medicina popular con probada eficacia, y la pulpa, con la que se elaboran dulces, helados, cremas, gelatinas, zumos, vinos, licores… Otras palmeras son valiosas por las semillas de sus frutos, de las que se extraen aceites ricos en vitaminas y útiles incluso para la industria. Las hojas son usadas para cubrir las casas; las fibras, en el arte de tejer sombreros, bolsos, cestas, cuerdas, redes, en fin, una infinidad de artefactos. De su madera, ligera y fácil de trabajar, se fabrican miles de objetos y utensilios.
Florecerán y se multiplicarán como la palmera
Parece muy apropiado que en el formulario de la misa del Común de los Santos una de las opciones para la antífona de entrada esté tomada del salmo: «El justo crecerá como una palmera, […] plantado en la casa del Señor, crecerá en los atrios de nuestro Dios; en la vejez seguirá dando fruto y estará lozano y frondoso» (91, 13-15).

Detalle de «La adoración del Cordero Místico», de Hubert van Eyck – Catedral de San Bavón, Gante (Bélgica)
¿Qué sería de la humanidad sin la existencia de los santos, que la elevan? Hubo un tiempo en que no se encontraba rincón alguno despojado de la unción de un hombre probo o de una dama virtuosa; llenaban claustros, presbiterios, castillos y palacios, casas, ciudades, países.
Ahora bien, los santos no sólo marcaron las páginas de una pasada y remota historia. Surgirán con tanto mayor esplendor cuanto más necesitado esté el mundo; y tal vez, en alabanza de los que vendrán en los últimos tiempos, un poeta del futuro podría cantar: «Florecieron y se multiplicaron los justos por todo el orbe de la tierra; rebasaron con mucho el número de las palmeras, y en todas sus propiedades las superaron».
Entonces se cumplirá el anuncio de San Juan Evangelista recogido en el Apocalipsis: «Vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y delante del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos» (7, 9). Llevarán la rama de la victoria y serán ellos mismos el trofeo del Dios victorioso. ◊
Notas
1 Josi, Enrico. «Palma». In: Paschini, Pio (Dir.). Enciclopedia Cattolica. Firenze: Sansoni, 1952, t. ix, p. 650.
2 Beata Ana Catalina Emmerick. Visiones y revelaciones completas. Buenos Aires: Guadalupe, 1952, t. ii, pp. 408, 412-413.
3 Cf. San Francisco de Sales. «Les vrays Entretiens spirituels». In : Œuvres. Annecy: J. Niérat, 1894, p. 365.
4 Corrêa de Oliveira, Plinio. Conferencia. São Paulo, 12/10/1990.
5 Cf. San Juan Eudes. «L’enfance admirable de la Très Sainte Mère de Dieu». In: Œuvres Complètes. Vannes: Lafolye Frères, 1907, t. v, p. 165.
6 San Francisco de Sales, op. cit., p. 365.
7 Bilac, Olavo. «Palmeira imperial». In: Obra reunida. São Paulo: Nova Aguilar, 1996, p. 279.
8 San Francisco de Sales, op. cit., p. 358.
9 Tissot, Joseph. La vida interior. 19.ª ed. Barcelona: Herder, 2003, pp. 425-426.
10 San Francisco de Sales, op. cit., p. 359.