¿Cómo ocurren los grandes derrocamientos de la Historia?

Publicado el 07/14/2023

¡Qué gran lección nos da la Historia! Los acontecimientos históricos parecen nacer de quien los produjo, pero considerándolos en profundidad, vemos que han sido producidos por sus propias víctimas. En esto se encuentra una enseñanza: al ocurrir los grandes derrocamientos, en general, quien cayó fue al encuentro de quien le derribó, siendo en parte el causante de su propia caída.

Plinio Corrêa de Oliveira

El día 14 de julio es el aniversario de la caída de la Bastilla, y la mejor manera de execrar aquel infame acontecimiento de 1789 es que reconozcamos que en nuestros días suceden incontables cosas por su causa. Si no se hubiese dado la caída de la Bastilla en aquella ocasión, tal vez las cosas hubiesen tomado otro rumbo, si no distinto – lo que en rigor sería posible –, por lo menos parcialmente diverso.

La Bastilla, una prisión singular

La Bastilla era una prisión a la que el rey mandaba, en general, a los príncipes de la Casa Real o los miembros de la alta nobleza cuando cometían algún acto político que perturbaba el destino de Francia. Siendo ellos de muy alta categoría social, el monarca no quería colocarlos en una prisión vejatoria. Además de esas personas, también se encontraban prisioneros de diferentes clases sociales allá enviados a pedido de sus familiares.

Decía un viejo proverbio jurídico del Reino de Francia: “El padre es rey de los hijos, y el rey es padre de los padres”. Es decir, era competencia del rey proteger a los padres y competía a los padres educar a los hijos para que respetasen al rey.

Por causa de eso, cuando un hijo frecuentaba malas compañías, comenzaba a dilapidar el dinero de la familia o a practicar acciones que hacían temer al padre que aquel hijo se convirtiera en un criminal, en fin, cualquier actitud que perturbase la vida familiar, las personas podían reclamar ante el rey. Se abría un proceso secreto – para no difamar a nadie – y éste llegaba hasta el monarca, pidiéndole un tiempo de prisión para quien se comportaba mal.

El acusado tenía el derecho de defenderse y el rey también lo oía. Pero si éste comprobaba que el padre tenía razón, atendía el pedido y mandaba detener al hijo en la Bastilla por uno, dos, cinco años y a veces más, por tratarse de personas perdidas, que solamente en prisión no harían locuras.

La Bastilla, sin embargo, era una prisión muy singular. Allí, según fueran sus recursos, el prisionero podía llevar sus muebles, cortinas, alfombras y encargar comida a los mejores restaurantes de París. Solo tenía prohibido salir, permaneciendo recluido hasta sosegarse y ser sensato. Y si al ser liberado continuaba en sus desvaríos, volvía a la cárcel.

Se asemejaba, por tanto, a la función del pasamanos junto una escalera y no a una jaula para encerrar fieras. Por causa de esto, en las horas de ocio, los reclusos podían encontrarse en el patio, pasear, subir a las torres de las murallas y desde allí ver personas conocidas y saludarlas de lejos. Sin embargo, ¡reja es reja! Cuando tocaba la campana, tenía que volver a la celda.

En sus celdas había biblioteca, podían escribir cartas y recibir visitas en los días establecidos. No era infamante el haber estado en la Bastilla, como por ejemplo sí lo es el ir a parar en un presidio contemporáneo. Evidentemente, estar allí no era lo más atractivo, pero las cosas se acomodaban para hacer la vida lo más agradable posible. Era una prisión de padre, porque el rey era el padre de los padres, y protegía a los padres contra los malos hijos.

Las calumnias del bando republicano

En la Edad Media, la Bastilla había sido uno de los elementos de la defensa de París. Cuando llegó el período de las armas de fuego, las viejas fortalezas medievales perdieron gran parte de su utilidad militar, y entonces dejó de ejercer el papel de fortificación y pasó a guardar el tesoro real: las joyas de la Corona, el oro perteneciente al rey, etc. Con el paso del tiempo, se convirtió en prisión del Estado.

Sin embargo, la gente común conocía poco de esto, y los enemigos de la realeza difundieron calumnias tremendas afirmando que existía en la Bastilla gente prisionera desde hacía tanto tiempo que ya nadie los conocía, y estaban pudriéndose en prisiones terribles, sufriendo castigos horrorosos, inclusive, había un hombre obligado a utilizar todo el tiempo una máscara de hierro, porque era un hermano gemelo del monarca, y éste no quería que fuese conocido. Para evitar una guerra civil, ese hombre era obligado a permanecer enmascarado. Inventaban una serie de historias, cada una más disparatada que la otra.

La corriente de los enciclopedistas, atea y republicana, con la finalidad de murmurar contra la realeza y la nobleza, comenzó a difundir el rumor de que la Bastilla era un antro de la tiranía, y que para quebrar el poder absoluto del rey era necesario invadirla y libertar a todos los presos.

Entonces, ya desde el día 13 de julio, comenzó una efervescencia de agitadores – naturalmente, pagados – para exigir la entrega de la Bastilla, porque de lo contrario, la atacarían. Ahora bien, esa antigua fortaleza disponía de cañones que podían dispersar a los agitadores con facilidad. Sabían eso, pero también sabían que el Rey Luis XVI era benigno casi hasta la burricie. Así, no temían los cañones.

La caída de la Bastilla

Después de negociaciones con el gobernador de la Bastilla, un tal Monsieur de Launay1, los revolucionarios consiguieron, que al final bajaran el puente levadizo y entraran los representantes del pueblo para hablar con él. Cuando lo bajaron, todo el pueblo la invadió. Desordenaron y destrozaron todo. Sacaron a los presos y los colocaron sobre una especie de grandes planchas de madera y los pasearon por París, para que la población viera a las pobres víctimas del terror real.

Los revolucionarios mataron a varios guardias de la Bastilla y se llevaron preso a Monsieur de Launay para que diese explicaciones a las autoridades populares sobre cómo era la vida dentro de ella. Pero por el camino lo mataron a golpes, además sin ninguna razón, porque había cedido todo el tiempo.

Con eso, la Bastilla quedó vacía y poco después emprendieron su demolición. De las piedras, se hacían miniaturas, reproducciones de la vieja fortaleza, que eran vendidas. Todos los revolucionarios querían tener una Bastilla para adornar su propia sala.

En París, tales sucesos simbolizaron la caída del poder absoluto. Destruida la Bastilla estaba quebrada la monarquía. El resto solo fue una sucesión de derrotas hasta llegar a la proclamación de la República, a la decapitación del Rey y de la Reina. Era la Revolución Francesa consumada.

De los efectos a la causa, ¿quién fue el mayor culpable de la caída de la Bastilla?

¿Qué se debe pensar de la caída de la Bastilla? Un observador común dirigiría toda su cólera contra los bandidos que la asaltaron y demolieron, como un símbolo del poder real y de la Civilización Cristiana. Sería más que justificado. Pero yo no sé si es contra esto, que deba volverse nuestra mayor cólera, o si es contra el rey débil, bobo, indolente, inconsciente de sus deberes y derechos, quien, por su negligencia, permitió que se hiciera posible ese acontecimiento. Yo creo que él fue el mayor responsable por la caída de la Bastilla.

François de Salignac de la Mothe-Fénelon

Pero remontándonos de los efectos a las causas, deberíamos preguntarnos quien fue el mayor responsable de que Luis XVI fuera así. Los estudios históricos más recientes revelan toda una estirpe de una sociedad secreta a la que él pertenecía, constituida por discípulos del Arzobispo de Cambrai, Fénelon2, que tal vez sea el fundador de la “herejía blanca”3, hombre aún contemporáneo de Luis XVI y autor de un libro llamado Telémaque. Arzobispo empalagoso, imaginando una piedad toda de miel, pero no una miel santa y bendita como la de San Francisco de Sales, sino sentimental, mundana, enteramente humana; un estilo de piedad según la cual, atacar, discutir, luchar, guerrear eran actitudes censurables.

Su discípulo perfecto, Telémaco, era un hombre que andaba por los bosques apreciando la naturaleza y no tenía el espíritu preparado para el carácter militante de esta vida.

Nuestra cólera podría ir más lejos aún: ¿Quién formó a Fénelon? ¿Quién permitió que llegase a ser Arzobispo de Cambrai o quién impidió que fuese destituido de ese cargo? Así podríamos llegar hasta los orígenes de la Revolución y encontraríamos siempre dos hileras de culpables: los que hicieron y los que permitieron que fuese hecho. Quizás en el día del Juicio los que permitieron serán más castigados que aquellos que realizaron. ¡Y no será poco!

Encontré un ejemplo de eso al hojear una revista francesa en la cual descubrí una narración de la caída de la Bastilla, trayendo pormenores bien reveladores. Uno de ellos es que el propio Luis XVI, en su Consejo de Estado, había determinado la demolición de la Bastilla antes de que la Revolución la decidiese. Por lo tanto, la Bastilla considerada por la Revolución como un símbolo del poder real, iba a ser derribada por deliberación del propio Rey que la Revolución destronaría.

En eso se encuentra una enseñanza: cuando ocurren los grandes derrocamientos históricos, en general, quien cayó fue al encuentro de aquel que le derribó, siendo en parte el causante de la propia caída.

Sería interesante buscar los registros de las deliberaciones del Consejo de Luis XVI para ver qué otros monumentos él había decidido demoler para construir otros nuevos. Tal vez veríamos que buen número de las cosas que había resuelto derribar fueron arrasadas por la Revolución Francesa. Así, en su espíritu liberal, él era el precursor de aquellos que iban a derribarlo.

Una gran lección de la Historia

Apertura de la Asamblea de los Estados Generales el 5 de mayo

¡Cómo se asemeja eso a la actitud, en nuestros días, de la burguesía frente al comunismo! ¡Qué gran lección de la Historia! Los acontecimientos históricos parecen nacer de quien los produjo, pero considerándolo en profundidad, vemos que no es así. Fueron causados por aquellos a quien ellos victimaron. El Rey era culpable de aquello de lo que él mismo fue víctima.

Todo potentado, todo hombre constituido en alguna dignidad en la Tierra, si cayó, debe hacer ese examen de conciencia: ¿acaso no fue él el causante de su propia ruina? No es automático que siempre sea así, pero ¡cuántas veces ocurre!

Esa verdad se deduce de un pequeño detalle histórico, del cual se sacan conclusiones que llevan a los más altos pensamientos sobre la Historia y esclarecen un aspecto más dentro de un universo de hechos que es la caída de la Bastilla, la cual es un punto del universo de acontecimientos que es la Revolución Francesa, la cual, a su vez, es un punto de ese universo de catástrofes que son las tres Revoluciones4. Desde ellas se puede subir hasta la Redención infinitamente preciosa del género humano, a la obra de la Salvación.

Se ve como, a partir de un pequeño punto, las correlaciones se multiplican y amplían, y llegan hasta lo inenarrable.

A veces, puntos aún más pequeños que ese. Por ejemplo, en el día de la caída de la Bastilla el día fue tranquilo en Versalles. Nadie mandó avisar lo que estaba sucediendo en París. En esto se nota el relajamiento, el abandono del sentido de conservación, del sentido de la autoridad. En el diario de Luis XVI, donde registraba los hechos ocurridos, el registro del día 14 de julio era: “nada”.

El Rey se fue a dormir en la hora acostumbrada, y en la madrugada del día 15 llegaron los mensajeros procedentes de París trayendo las noticias de lo ocurrido. Sólo entonces los miembros de la corte real vieron que los acontecimientos eran graves y se preguntaron si sería el caso de despertar al Rey, porque tropezaba con un problema de protocolo, de etiqueta: No había precedentes de que alguien despertara al Rey por la noche. Al final, el Duque de La Rochefoucauld5 – a propósito, un revolucionario a pesar de la belleza de su nombre, que suena como una música –, entró en el cuarto del Monarca.

En aquel tiempo, las personas de alta categoría dormían en camas aparatosas con cuatro columnas entre las cuales se corría una cortina formando un pequeño cuarto de dormir dentro de los aposentos. El Duque abrió la cortina, despertó al Rey y le comunicó las trágicas noticias llegadas de París.

Luis XVI, bostezando de sueño, preguntó:

C´est une revolte?– Entonces, ¿es una rebelión?

Non, Sire, c´est une revolution– No, Señor, es una revolución.

De hecho, no se trataba de una mera rebelión, y, sí, de la Revolución Francesa que comenzaba.

Luis XVI se acabó de despertar y después durmió de nuevo…

Un pormenor retrata bien el ambiente de lo sucedido. El Duque de La Rochefoucauld abrió por completo las cortinas del Rey, que son enormes cortinados. Si hubiese abierto solo un poquito, querría decir de modo indirecto: “yo interrumpo vuestro sueño para decirle alguna cosa, Vos decidiréis si os levantáis”. Pero abrir las cortinas por entero significaba: “Espero que os levantéis”.

Esa esperanza manifestada por el Duque expresa bien la atmósfera, la carga psicológica de cómo fue dada la noticia, pero también el grado de modorra de Luis XVI. Lo característico de la escena gana mucho con el pequeño pormenor de la mayor o menor apertura de la cortina.

La conmemoración de un acontecimiento histórico en la eternidad

Por fin, podríamos preguntarnos cómo es conmemorada en la eternidad la caída de la Bastilla. El Cielo sólo puede haber execrado este episodio histórico acompañando con su cólera a aquellos que lucharon para que cayera la Bastilla, en consecuencia, amando mucho a los que combatieron y murieron para impedir aquel desastre.

No es que Dios no los perdonase, caso ellos se arrepintieran. Es posible que algunos hayan recibido gracias para pedir perdón y hayan sido perdonados. No consta. De las muchas cosas que leí sobre la toma de la Bastilla, no conozco el caso de alguien que habiendo trabajado para esa caída, se haya arrepentido y convirtiéndose en un buen católico haya escrito un documento reconociendo haber procedido mal. Sin embargo, si alguno de aquellos revolucionarios se arrepintió y se salvó, en el Cielo también cantará las alabanzas de las víctimas de la caída de la Bastilla, elogiará los buenos principios por amor de los cuales aquellos héroes dieron su vida, se manifestará arrepentido y humillado por haber formado parte de aquella caterva, y desde lo alto del Cielo donde estuviese, increpará a los bandidos que la derribaron.

Aquellos revolucionarios no arrepentidos y condenados al Infierno tienen noticia de la fiesta celeste conmemorando a los héroes de la Bastilla y gritan, blasfeman, aúllan de odio mientras que los bienaventurados les responden con una truculencia victoriosa, desenmascarándolos con claridad, proclamando todo el mal que practicaron. Los condenados hierven de odio, porque quieren afirmar que aquello fue algo bueno, pero no pueden, pues es patente que aquello fue una inmundicia y quedan humillados, contorciéndose en las hogueras y en el completo pánico del Infierno.

Por tratarse de una fecha que redunda en gloria para la Iglesia – porque glorifica a personas que quisieron morir por Ella –, en cuanto tal, esa fecha es homenajeada en el Cielo. Entonces, los coros angélicos exultan y los bienaventurados desfilan cantando las glorias de Dios.

Así podríamos imaginar la caída de la Bastilla conmemorada en el Cielo, haciendo una restricción que la verdad histórica impone. No se puede afirmar que todos los que cayeron defendiendo la Bastilla murieron por amor de Dios. Muchos perecieron porque eran soldados que debían batallar, cumpliendo su deber, pero en eso no tenían una intención religiosa. Otros eran hombres, incluso sin fe, que lucharon porque poseían un resto de solidaridad con la realeza y percibían que Ella estaba siendo atacada furiosamente en aquella ocasión. Otros murieron porque fueron asaltados por la saña encolerizada de los que embestían contra la Bastilla, y ni entendieron bien la razón por la cual morían, y en esa situación fueron juzgados por Dios.

Pero cuando alguien muere, aunque sea por error, en favor de una buena causa, es siempre signo de una misericordia de Dios con relación a él, que permite la pérdida de su vida en favor de esa buena causa. Así, se puede y se debe mantener la esperanza de que una gracia de arrepentimiento haya sido concedida a muchos en la última hora. Se puede desear y esperar que varios de entre ellos hayan salvado sus almas porque murieron por esa causa.

Notas

1Bernard René Jourdan, marqués de Launay (*1740 + 1789).

2François de Salignac de La Mothe-Fénelon (*1651 + 1715).

3Expresión metafórica creada por el Dr. Plinio para designar la mentalidad sentimental que se manifiesta en la piedad, en la cultura, en el arte, et. Las personas por ella afectada se vuelven débiles, mediocres, poco propensas a la virtud de la fortaleza, así como a todo lo que signifique esplendor.

4Protestantismo, Revolución Francesa y Comunismo.

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