Es propio al ser humano tener, por naturaleza, tres tipos de actitudes: unas que él tiende a transformar en hábitos; otras, inclinadas a entregarse al dominio de lo que es lenta y sabiamente variable; y, por fin, unas terceras, ávidas de lo rápidamente mutable, de lo sorprendente y hasta de la aventura. El equilibrio temperante entre esas tres actitudes, resultante de que los impulsos inherentes a cada una de ellas sean ordenados y vueltos al servicio de Dios, de la Iglesia y de la Cristiandad, hace que, en la misma persona, cada actitud tome toda la amplitud propia a la personalidad, sin demasías, ni retracciones o insuficiencias.
Una persona así, ordenada según las virtudes cardinales, tiende a formar, de acuerdo con su manera de ser propia, hábitos temperantes que serán tanto más numerosos cuanto más elevado sea el estado de gracia.
En la vida de una familia, cuyos miembros estén en la posesión habitual de un alto estado de gracia, se formará una gran cantidad de hábitos virtuosos, ora comunes a toda la familia, ora exclusivos de cada individuo.
El florecimiento de esos hábitos se hará sin choques y fricciones, porque el bien nunca tiende a provocar contradicciones. Cuando ocurren por casualidad, la virtud lleva a los miembros de la familia a actitudes ascéticas, por las cuales esas contradicciones van siendo evitadas por recíprocos actos de dedicación y sacrificio, que son las más bellas y perfumadas flores del orden.
De ahí brotan la unión y la paz, de las cuales resultan para la familia la cohesión y la fuerza.
La prolongada perseverancia en ese estado se llama Tradición que, a pesar de siempre conservada, da lugar al constante crecimiento de cierta fase de novedad.
Cuanto más una familia –y lo mismo se podría afirmar de cualquier grupo humano: cofradía, corporación, universidad, orden religiosa, etc.– vive de la irrupción autóctona de todos esos tesoros, produciendo todo lo que ella puede en ese orden, obedeciendo a los impulsos sanos de la naturaleza y bajo la dirección de la gracia divina que habla en lo íntimo de cada uno, tanto más ella posee la verdadera libertad, pues ser libre es no tener obstáculos internos ni externos a ese magnífico manantial de originalidades individuales, familiares, institucionales, regionales o nacionales.
Por consiguiente, esa libertad en el ejercicio del derecho que cada individuo o grupo tiene a la entera expansión de sus legítimas originalidades, en el buen olor de Nuestro Señor Jesucristo, constituye una igualdad. Y la relación entre las personas católicamente libres e iguales se llama fraternidad.
Así, tenemos, per diametrum, lo contrario de la maldita trilogía revolucionaria contaminada de querellas, politiquerías electorales, rivalidades entre clases que son necesaria y legítimamente desiguales.
Todo eso evoca algo a la manera de un reflejo propio de la vida interna da Sagrada Familia o del ambiente do Cenáculo cuando, bajo la presidencia de María, todos rezaban y el Espíritu Santo estaba pronto a incendiar el mundo con o su divino fuego.
Es en esta atmosfera que se debe imaginar –en una sociedad católica y jerárquica como la anterior a la Revolución Francesa– la vida social, las relaciones entre las tres clases y, al interior de cada una de ellas, la relación de los individuos; o sea, entre los clérigos, los nobles y los plebeyos.*
* Cf Conferencia de 1/7/1993.
Declaración: Conformándonos con los decretos del Sumo Pontífice Urbano VIII, del 13 de marzo de 1625 y del 5 de junio de 1631, declaramos no querer anticipar el juicio de la Santa Iglesia en el empleo de palabras o en la apreciación de los hechos edificantes publicados en esta revista. En nuestra intención, los títulos elogiosos no tienen otro sentido sino el ordinario, y en todo nos sometemos, con filial amor, a las decisiones de la Santa Iglesia.