Plinio Corrêa de Oliveira
Leyendo y meditando varios episodios de la Historia, considerando este o aquel aspecto de la Iglesia Católica o de la Civilización Cristiana en el pasado, especialmente en la Edad Media, yo tenía siempre la sensación viva de que reaparecerían, y sentía una vibración de alma especial, como si me dijera a mí mismo: “Este trazo, aquel, aquel otro convendrán a la organización que un día nacerá de mi apostolado o, dicho de otra manera, esa organización los recogerá y en ella se consubstanciará la Contra-Revolución”.
Una nueva constelación
Era el modo como un caballero blandía la espada en una miniatura, el reflejo de una luz en un vitral, un toque de órgano o un repicar de campanas especialmente bello, una melodía de canto gregoriano, la manera de caminar de un monje benedictino, la mirada de algún santo jesuita de las grandes épocas, hasta la mirada firme, seria, resuelta, castísima y batalladora de un San Pío X. Yo sentía que todo eso correspondía a un modelo ideal que dormía en el fondo de mi alma.
Yo tenía la esperanza de que esas estrellas que relucen en el firmamento de belleza, de santidad y de rectitud que es la Santa Iglesia de Dios, formaran algún día una constelación nueva en la cual nuevas estrellas naciesen, o sea, nuevas formas de santidad, de combatividad y de perspicacia se constituyeran para que con las riquezas antiguas, formaran esa nueva constelación que cantara aún mejor los nombres gloriosos de Jesús, de María y de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, Esposa Mística de Cristo.
Esperanza profética que anuncia la llegada de la aurora
Pero los tiempos fueron pasando, los años se fueron sucediendo, los decenios se sumaron a los decenios, y yo me preguntaba: “¿Cuándo vendrá el día en que esa constelación se expresará y los hombres abrirán los ojos a ella? ¿Cuándo llegará el día en que los propios miembros de mi bienamada TFP perciban lo que ella es y canten en ella la gloria de la Iglesia, de Nuestra Señora, de Nuestro Señor Jesucristo, de la Santísima Trinidad?”.
Yo soñaba con la TFP angelizada, “marianizada”, a la altura de ese esplendor altísimo. No era un devaneo vano, un espejismo tonto e inútil que se ve en el desierto, sino una esperanza profética, el haz de luz que se discierne en el fondo de las tinieblas y nos anuncia que la aurora se está aproximando.
No obstante, uno de los sufrimientos más lacerantes para quien se consagra al apostolado es, por un lado, sentirse llamado para realizar una obra y, de otro, percibir las ondas contrarias que parecen que el llamado recibido no tenía sentido. Esa obstrucción de la vocación por obstáculos que parecen oponerse a los caminos del Espíritu Santo es una de las dilaceraciones más penosas que un alma puede sufrir.
Una vocación única
Nuestra Señora me llamó desde la más tierna edad a realizar una obra que, de por sí, en los días de hoy –pero, en cierto sentido, a partir de cuando estalló la Revolución, hace quinientos años–, es única. Conducirla prácticamente sólo, hasta el momento en que comencé mi caminar en el Movimiento Católico, es algo también único.
No me consta que nadie desde niño haya meditado tanto, respecto de tantas cosas, con tanta responsabilidad y con tantas consecuencias para el futuro, cuanto yo medité en mi infancia y adolescencia.
Esto significa que Nuestra Señora preparó todo para que yo hiciera este trabajo. Reconozco, con agradecimiento, cuánto Ella dispuso en ese sentido varias circunstancias favorables como, por ejemplo, el haber tenido desde mi primer llanto la sonrisa de mi mamá y la luz de sus ojos hasta su último día.
Me acuerdo con emoción el hecho de que Nuestra Señora haya dispuesto que yo residiera cerca de una iglesia tan altamente cargada de gracias como es la del Sagrado Corazón de Jesús; de que Ella me haya conducido hasta allá en un momento crítico y haberme dado allí algo como una sonrisa, la cual hasta hoy marca mi vida; de que Ella me haya hecho aprender, en los últimos tiempos pre-conciliares, la mentalidad, el espíritu y la dialéctica ignacianas a punto de convertirlos en el segundo hábito de mi mente; de que Ella me haya incitado a fundar la TFP, nuestra Orden de Caballería. En fin, de que Ella me haya concedido tantos otros favores, hasta la “gracia de Genazzano”.

El Dr. Plinio acompañado del Sr. João Clá, en la iglesia de Santa Cecilia, el 13 de diciembre de 1992
Analizando esto, debo reconocer que fueron dones que Ella me concedió porque quiso, por iniciativa y misericordia de Ella. ¿Qué habría hecho yo en una edad tan tierna, para merecer ser bautizado en la Santa Iglesia Católica, tener la Fe Católica y un tal torrente de inocencia? ¿Cómo antes de nacer podemos merecer algo?
No obstante, Nuestra Señora tuvo la intención de beneficiar de esta forma a un varón que reconociese no ser merecedor y haber practicado acciones en las cuales desmereció, y que día y noche le pidiera perdón a Ella por haber hecho esto o aquello un poco debajo de la grandeza de los bienes recibidos, sabiendo cuánto es verdadera la oración que está en la Liturgia: “Oh Dios, que, coronando nuestros méritos, premiáis vuestros propios dones”. ¡Cómo esto es real! Los actos buenos que yo pueda haber practicado, los hice por un don de la Santísima Virgen, una gracia de Ella que me llamó para eso.
¿Por qué el silencio?
Hasta cumplir quince años, varias veces me venía la siguiente idea: “Pero al final, ¿Quién soy yo?” Los horizontes para los cuales me sentía llamado eran más elevados que los del común de las personas con las cuales yo trataba. Percibiendo esta diferencia y viendo que los otros no se interesaban por temas más altos, yo me preguntaba: “Al final, ¿Quién soy yo? ¿Qué papel me cabe? ¿Tengo que hacer algo?”

Plinio en la playa de José Menino en Santos, alrededor del año 1922
Cuántas y cuántas veces, andando antiguamente por la neblina de São Paulo, yo me cuestionaba: “¿Nadie nota lo que está en mi espíritu? ¿No se dan cuenta de lo que deseo hacer? ¿No dicen nada para eso? Si yo conociera a un niño así, me daría cuenta; ¿por qué ellos no lo hacen?”
En mi inocencia, no comprendía que, de hecho, ellos sí se daban cuenta, pero lo congelaban…
Después, se fue desarrollando la secuencia de los hechos, comenzaron las luchas, la formación del Grupo, e inmediatamente que se constituyó, nació la contestación contra mí, desde el comienzo. De ahí la idea de que yo debería apartar esos pensamientos. Porque si aquellos que naturalmente serían llamados a ver lo que había en mí de más elevado, no lo veían e incluso me contestaban, ¿Qué derechos tenía yo de percibir esto? Y me preguntaba: “¿Será que nadie se da cuenta?” Y la respuesta era: “¡Se dan cuenta!”
Ahora, ¿Cómo hay personas que ven y no comentan lo que hay de pulchrum en eso? ¡Dejan que los hechos se sucedan y se acumulen! No obstante, si yo mismo conociera a alguien que hiciese esta obra –abstracción hecha de ese alguien–, pensando en la acumulación de causas, yo diría:
“¡Qué magníficos lances hizo Nuestra Señora por medio de ese hombre! No pensemos en él, pensemos en Ella, que realiza tantas cosas por medio de un instrumento que valdrá más o valdrá menos, ¡pero que vale tan incomparablemente e insondablemente menos que Ella! ‘Solamente’ superior a cualquier comparación es Ella y al final de cuentas, quien queda es Ella. Pero esta obra está hecha hasta aquí. El hombre puede ser discutido; la obra, en términos de fe, no puede serlo”.
Y, a lo largo de los años, yo me preguntaba atónito: “¿Por qué el silencio?” Acabé habituándome a él y considerándolo mi amigo, mi invitado de todas las horas, de todos los minutos de mi vida. Instalándome, también yo, en un silencio interior. Sin la menor recriminación o amargura; paternal, afectuoso, pero notándolo porque saltaba a los ojos. Ahora, a la anomalía que ese silencio representaba, no me habitué. La verdad es que, en cuanto el hombre no dice lo que piensa, acaba no habiendo pensado enteramente, pues su pensamiento se completa en el momento en que él encuentra la palabra y lo enuncia; cuando él hace eso, ¡él habla!

Presentación del Oratorio de Navidad de Händel, Iglesia de Nuestra Señora de la Consolación, diciembre de 1990
La perfecta alabanza, por los labios de los más pequeñitos
Por lo tanto, la alabanza perfecta, o sea, aquella cuyo desenlace es la palabra, el acto humano entero que florece en la afirmación, ¡ese faltaba! Él vino de los más nuevos… Me acuerdo de una expresión curiosa de la Escritura, la cual dice: “De los labios de los más jóvenes, Tú hiciste salir una alabanza perfecta” (cf. Sl 8,3). Es la alabanza perfecta que cierra el circuito y da a la dedicación y a la consagración esa explicitación, esa realidad.
“Alabanza perfecta” para esta obra que es el comienzo de lo que ella debe ser y respecto de la cual cabe un Te Deum, seguido de la invocación a Aquella para cuya glorificación inexorablemente, a más no poder, enteramente, con máxima sinceridad, mi alma se vuelve: ¡Nuestra Señora!
Yo entiendo que mis queridísimos “enjolras” no habrían llegado a ese punto si no tuviesen quién los llevase. Sé eso, ¡y conozco bien quién los lleva, y quién utiliza sus labios!
Naturalmente la persona de mi queridísimo, mi insaciable, mi inagotable, mi admirable, en suma, mi hijo João Clá, emerge con el brillo y la eficacia, con la generosidad sistemática y la amistad filial burbujeante, con el infatigable celo, la indestructible amabilidad y la fuerza de persuasión que le son clásicos. ¡João, cuyo nombre yo menciono con un afecto todo especial, y para quien mi alma se vuelve con nostalgia! A ese hijo, el hijo modelo, el hijo de la fidelidad, mi cariño, mi bendición.
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1) Cf. Misal Romano. Prefacio de los Santos I. “En la Asamblea de los Santos, Vos sois glorificado, y coronando sus méritos, exaltáis vuestros propios dones”.
2) Para la elaboración del presente número fueron recopilados extractos de conferencias realizadas entre 1964 y 1995.