Gesta Marial de un Varón católico
Cuando se es joven, la vida se nos figura como un largo camino que tenemos delante de nosotros. Al menos a mí me parecía un camino atrayente y, al mismo tiempo, difícil y misterioso. “¿Qué voy a encontrar por este camino? ¿Alcanzaré o no aquello que debo alcanzar? Ya en mi joven edad conozco a tantos hombres fracasados.
El mar, la playa, los barcos agujereados…
En cierta ocasión, vi un cuadro que representaba una playa junto a la cual estaban amarrados tres o cuatro barcos, frente a un vasto panorama marítimo. Se notaba que los barcos estaban averiados, golpeados por la tempestad. Y el cuadro reproducía sólo esto: barcos rotos, el mar encrespado y la playa.
Las aguas pasaban y los barcos quedaban, pues ya no servían para nada. Conocí algunas personas que me recordaban aquellos barcos. Eran hombres, señoras, que yo veía que no tenían más futuro, su vida estaba deshecha. La única cosa que podrían hacer, no la hacían: amar a Dios completamente. En cuanto al resto, las esperanzas terrenas defraudadas, no valían para nada más.
Yo pensaba: “¿Seré también, si no hago ningún esfuerzo, uno de esos barcos encallados?
Sentía, al mismo tiempo, una voluntad y un temor de vivir y de avanzar. Mi gran pregunta era: la batalla es tan grande, los sacrificios para hacer tan fuertes, ¿estaré a la altura? Consultaba las jóvenes profundidades de mi alma y, hecha la pregunta a mí mismo con toda honestidad, la respuesta era negativa en el siguiente sentido: “Tal vez yo llegue hasta no ser de los barcos encallados, sino, por el contrario, de los navíos gloriosos que atraviesan la bahía, entran por el mar y van a combatir a lo lejos…batallas de gloria. Es posible que sea esto, porque siento momentos en que estoy bien y animado; pero hay ocasiones en las cuales siento la desproporción de mis fuerzas con la lucha. ¿Venceré?”
Y en esa indecisión, que llegaba a angustiarme, me acordaba de un episodio de mi vida, arrodillado delante del altar de Nuestra Señora Auxiliadora, en la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús. Allí era un “barco” bastante menor, hecho hace doce años y ya estaba con un agujero…
Pero yo recé: “Dios te salve, Reina, Madre de misericordia, vida, dulzura, esperanza nuestra, Dios te salve” No sabía latín y creía que “salve” quería decir era una invocación para que Ella me salvara, y era lo que yo deseaba —en latín es un saludo, como el “buenos días” entre nosotros—. Entonces, suplicaba en este sentido: “¡Dios te salve, Reina, ¡Madre de misericordia!” Pedía con toda el alma y conseguí, delante de circunstancias difíciles, una fuerza, una resistencia que yo no imaginaba que tendría. Dé en lo que dé, sea como sea, en Ella pondré toda mi confianza: “Dios te salve Reina, Madre de misericordia, vida, dulzura, esperanza nuestra, Dios te salve”.
Yo pensaba: “Madre de misericordia… Tengo en casa una madre que tiene tanta compasión de mí. Pero cuando la oración enuncia “Madre de misericordia” quiere afirmar algo que no se dice de mi madre, pero sí de la Madre de Jesús, toda hecha de misericordia. En Ella sólo hay misericordia de la cualidad más refinada y perfecta, alta y transbordante, capaz de inundarme por completo. Es de esa que yo necesito porque, de lo contrario, no consigo”.
Paso difícil, grande y glorioso.
Con confianza en la Madre de misericordia yo me erguí alegre. Comencé una larga caminata y ya estoy con 76 años. No la interrumpí durante todo ese tiempo y, si Dios quiere, si la Madre de misericordia.
reza por mí, no la interrumpiré hasta el momento de mi último suspiro.
El paso es difícil, grande y glorioso. Pero Nuestra Señora, haciéndonos sentir la dificultad de ese paso, nos dice: “Hijos míos, ¡cerca de mí nada es difícil! Porque daré fuerzas para vencer las dificultades”.
Imaginen una madre que puede todo junto a Dios y recibe de Él poderes en todos los sentidos. Ella tiene un hijo que tiene enorme dificultad para hacer escaladas y precisa atravesar un camino lleno de montañas…
Lo más bonito sería hacer un tanto de cada cosa: sacar algunas montañas misericordiosamente; pero, en otras ocasiones, pidiendo el hijo para apartar la montaña, ella no la quita. Él dice:
—Entonces, ¿qué voy a hacer? ¡Yo ni siquiera siento fuerzas! —¡Comience a subir la montaña que las fuerzas vendrán!
Será uno de los más bellos lances de la caminata el de la montaña que Nuestra Señora no removió. Algunas dificultades serán grandes, otras pequeñas. Cuando las dificultades sean grandes, grandes seremos nosotros. Cuando sean pequeñas, no necesitaremos ser grandes. Ella, en todo caso, será grande apartando algunas montañas y haciéndonos escalar otras.
En este sentido, ¡mi alegría y consolación, que hicieron de mi paso para hacerme congregado mariano una satisfacción para mi alma, fue la confianza de que Nuestra Señora no me abandonaría!
Congregado mariano a los 12 años
Tuve dos entradas en la Congregación Mariana. Había una en el Colegio San Luis, donde estudiaba, y otra en la Iglesia de Santa Cecilia. Primero entré en la Congregación Mariana del Colegio San Luis.
Aquel período de aflicción que yo tuve cuando era bien más joven, con unos doce años, y durante el cual recurrí a Nuestra Señora, se dio exactamente en esa época en que me hice congregado mariano del San Luis.
Yo había pedido, junto con algunos otros alumnos, ingresar en la Congregación Mariana. Pero había razones para sospechar que el padre no quisiese recibirme. Cierto día, estaban todos los alumnos dentro de la sala de aula, sin profesor, estudiando las lecciones dadas por los maestros; un bedel se acercó a la puerta, la abrió y dijo: “Plinio Corrêa de Oliveira, el Padre Romani –era el director de la Congregación Mariana– está llamándolo”.
Entré en su sala, él me hizo sentar y me interrogó con amabilidad, pero con seriedad:
—¿Qué cree que haré? ¿Voy a aceptarlo como congregado mariano o no?
Pero él me preguntó en términos tales que dejaba traslucir lo siguiente: “Si Vd. fuese yo, ¿se aceptaría en ¿la Congregación Mariana?”
Yo pensaba que no era el caso de admitirme. Pero si dijera “no”, clausuraba las puertas. Pero yo no quería cerrar las puertas que me conducían a Nuestra Señora.
Me acuerdo de haber pensado, con emoción, yo que nunca fui emotivo: “¿Y cómo es esta historia ahora?”
Hice una fisonomía amable, pero no respondí, para ver si por la amabilidad del rostro yo entraba…cada uno se arregla como puede…
Él, entonces, me tocó las manos y dijo: –¡Ud. puede entrar!
Relacioné este hecho con la gracia que había recibido anteriormente de Nuestra Señora Auxiliadora,
en la Iglesia del Corazón de Jesús, y fui a rezar a la imagen de la Santísima Virgen que había en la capilla del Colegio San Luis. Era un cuadro de una invocación que más tarde tendría un gran papel en mi vida: Nuestra Señora del Buen Consejo.
Así, entré a la Congregación Mariana.
Nueva admisión en la Iglesia Santa Cecilia
Pero después salí del Colegio San Luis y estudié durante un año en una escuela laica. Enseguida, me inscribí en la Facultad de Derecho y pasé unos tres años durante los cuales no frecuentaba la Congregación Mariana. Yo no sabía que había una en la Parroquia de Santa Cecilia.
Cierto día, yendo a Misa en esa iglesia, tomé conocimiento de la existencia de la Congregación Mariana allí.Entonces pedí al director para ser recibido, a lo que él me dijo:
— Ud. no puede entrar sin más ni menos. Tiene que hacer un noviciado.
— Hago el noviciado con gusto, respondí; Ud. recíbame como novicio y yo entro. Pero quiero advertirle que yo ya era congregado mariano en el Colegio San Luis.
— Sí, pero nosotros no lo aceptamos. O Ud. rehace su noviciado, o en nuestra Congregación no puede entrar.
A estas alturas las aguas ya habían corrido y, gracias a Nuestra Señora, yo estaba bastante más firme y animado que en mi primera admisión. Incluso así, quedé muy impresionado.
Mi recepción como congregado mariano de la Iglesia de Santa Cecilia fue hecha con solemnidad, pompa. Me acuerdo de lo que sentí en esta ocasión. De allá para acá he sido congregado mariano ininterrumpidamente, por la bondad de la Santísima Virgen.
(Extraído de conferencia del
14/9/1985)