Editorial
Santa Teresita del Niño Jesús es un modelo de seriedad y, por su rectitud, puede ser comparada a una espada.
Desde niña, su espíritu estaba lleno de las más altas consideraciones teológicas y metafísicas, aunque en las proporciones propias de una niña, lo que constituía el fuego que ardía continuamente en su alma. Conoció bien temprano su vocación y la asumió sin ningún tipo de duda o de debilidad. Entrando por las vías de la vida religiosa, consideró cuán seria es la vida en un convento y decidió llevar esa seriedad hasta las últimas consecuencias, ofreciéndose como víctima expiatoria al amor misericordioso de Nuestro Señor Jesucristo, dispuesta a aceptar todo cuanto Dios le mandase, sin pedir ni rehusar nada.
En la serenidad maravillosa de su mirada, existe la limpidez y la firmeza de todas las resoluciones. Es el Calvario y la Cruz con su lógica: “¡Hice un plan y decidí ejecutarlo!” Nada altera esa determinación. No hubo en la historia guerrero que caminase rumbo a la muerte de un modo más determinado y heroico que Santa Teresita.
Qué magnífico es un cruzado armado con yelmo, coraza, escudo, espada, montando un corcel y cortando cabezas de mahometanos a granel, y que, en determinado momento, siente que un hierro le entra por la garganta, produciendo un chorro de sangre; lanza una vez más el grito de guerra y ve, en los últimos estertores de la muerte, un Arcángel de cristal que baja a tomarlo y llevarlo al cielo. ¡Qué maravilla!
Ahora bien, días antes de morir, Santa Teresita fue retratada en un claustro pacífico, tranquilo, acostada en una cama preparada de un modo muy confortable, con colchones y almohadas. Podría ponerse abajo la legenda: “Muñeca durmiendo en primavera”. Sin embargo, se sabe por sus memorias que ella estaba sufriendo horrores.
¡Cómo era terrible padecer envuelta en blanduras y elasticidades, morir en medio de comodidades, víctima de una enfermedad que la consumía, y no de un enemigo contra el cual embestía! Ser devorada por unos bicharracos sin consciencia de sí mismos, que iban triturando sus pulmones, sin el heroísmo y el esplendor del contraataque.
Se sumaban a esos sufrimientos las angustias de la falta de aire, un peso dentro del alma, tinieblas, ninguna consolación, donde la única “voz” que se hacía oír sensiblemente era la del demonio que decía: “¿Existirá Dios? ¿Habrá otra vida? Tú, en tu primavera, te estás extinguiendo de un modo tan horroroso y sin gloria. Considera las diversiones y los placeres a que renunciaste… Ahora están los microbios de la tuberculosis devorándote; después vendrán los gusanos y no quedará nada más de ti. De aquí a poco estarás extinta, irás a la sepultura, mientras toda la naturaleza a tu alrededor estará en flor…”.
Pero la resolución estaba tomada con seriedad inquebrantable y ella no consintió en ninguna duda contra la fe.
Después de su muerte, empezó a caer sobre la tierra una lluvia de rosas comprada por un diluvio de sangre interior. Las mil sonrisas que su devoción abrió en la tierra fueron el fruto de los mil gemidos de alma y de cuerpo que dio, porque fue seria hasta el final.
Santa Teresita del Niño Jesús comprendió que no eran necesarios el aparato militar, bélico, y las exterioridades de los actos heroicos para ser heroína, y murió consciente de su heroísmo.
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* Cf. Conferencia del 1/1/1973.