Al redactar, alrededor de 1940, un memorando sobre vida espiritual para esclarecimiento de un sacerdote vinculado a la Acción Católica, el Dr. Plinio Corrêa de Oliveira no tuvo dificultad en discurrir sobre el camino que lleva a la virtud: él mismo lo procuraba seguir desde la infancia. De ahí que sus observaciones no fuesen meras normas abstractas, cogidas en algún manual de vida espiritual, sino el resultado de experiencias vividas en el fragor de las batallas interiores.
Medios para vencer la batalla de la santificación
La oración verbal o mental, particular o litúrgica, no constituye el fin de la vida espiritual. Este fin es la santificación, es decir, la muerte de nuestra naturaleza decaída y nuestra reedificación en Jesucristo (Rom 6, 3-11). Pero la oración es un medio eficaz para dotar al católico de recursos mayores para el combate interior. No obstante, el auxilio divino es concedido según la recta intención de quien pide, en cualquier especie de oración.
Así también los sacramentos, aunque contengan objetivamente la gracia y sean por eso un recurso seguro, de nada sirven sin la correspondencia interior de quien los recibe. De la misma forma, el Santo Sacrificio de la Misa es un torrente caudaloso de gracias, pero la recepción mayor o menor de ellas, con un aprovechamiento mayor o menor, depende esencialmente de las disposiciones interiores de los asistentes.
La gracia nos hace capaces de vencer dificultades cada vez más grandes
Una gracia así correspondida por nosotros, y que en nosotros produjo fruto, es prenda de gracias nuevas y mayores. Y al concedernos esta libertad mayor, Dios exige de nosotros frutos de santificación más numerosos y excelentes, hasta nuestra perfecta consumación en Jesucristo. Así, la mayor abundancia de gracias conferidas a una persona no se destina a privar su vida espiritual de todos los obstáculos, sino a hacerla capaz de vencer obstáculos cada vez más grandes. De hecho, nuestra naturaleza fue deformada, de alto abajo, por el pecado original.
Dice San Luis María Grignion de Montfort en su Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen lo siguiente: “Nuestras mejores acciones son ordinariamente manchadas y corrompidas por el mal fondo que hay en nosotros.
Cuando se coloca agua limpia y cristalina en un vaso con mal olor, o vino en una cuba cuyo interior se deterioró por otro vino que contuvo, el agua cristalina y el buen vino se dañan y toman fácilmente su mal olor.
De igual manera, cuando Dios vierte en el vaso de nuestra alma, deteriorada por el pecado original y actual, sus gracias y rocíos celestiales o el vino delicioso de su amor, sus dones son ordinariamente corrompidos y manchados por la mala levadura y el mal fondo que el pecado ha dejado en nuestras almas; nuestras acciones – aún las virtudes más sublimes – de ello se resienten. Para adquirir, por lo tanto, la perfección que no se obtiene más que por la unión con Jesucristo, es de grandísima importancia vaciarnos de lo que hay de malo en nosotros.
De otra manera, Nuestro Señor, que es infinitamente puro, y que odia infinitamente la menor mancha en el alma, nos arrojará de su presencia, y jamás se unirá a nosotros.”
Y continúa un poco después: “Para vaciarnos de nosotros mismos, es preciso que muramos todos los días a nosotros mismos. Es decir, es menester renunciar a las operaciones de las potencias de nuestra alma, y a los sentidos del cuerpo; que debemos ver como si no viésemos; oír como si no oyésemos; servirnos de las cosas de este mundo como si no nos sirviésemos de ellas”.
Así, es necesario que destruyamos el edificio viciado de nuestra naturaleza pecaminosa, para reedificarlo en Cristo. Y cuanto más progresa y se profundiza este trabajo, con la gracia de Dios, más difícil se hace, porque remontamos a la causa de todos nuestros defectos, hasta llegar a aquel punto en que merezcamos recibir del Espíritu Santo la transformación final. No solo merezcamos recibirla, sino que también tengamos ánimo de soportarla.
Tomado de Revista Dr. Plinio, No. 38, mayo de 2001, pp. 21-24, Editora Retornarei Ltda., São Paulo