Consideraciones sobre el Secreto de María

Publicado el 04/09/2022

Analizando la frase de Doña Lucilia “vivir es estar juntos, mirarse y quererse bien”, el Dr. Plinio habla del cielo, de la vida en esta tierra y del misterio de la Virgen. Tales reflexiones se erigen como semilla en nuestras almas, que la gracia en el momento oportuno hará fructificar. Estos temas, planteados respecto a Nuestro Señor Jesucristo, son montañas de la cordillera que es el Secreto de María.

Plinio Corrêa de Oliveira

Pensando sobre el Secreto de María, del que habla San Luis Grignion de Montfort, se me ocurrió la siguiente consideración:

Nuestra Señora es tan grande que podría compararse con una montaña que se pierde en las brumas y cuya cumbre reaparece repentinamente sobre las nubes. Todo en Ella es secreto, porque Ella es completamente desproporcionada con nosotros. ¡Ella es incomparable!

Sin embargo, en mi opinión, el conjunto de estos secretos culmina en otro que es una especie de cumbre de las cumbres de los secretos. Y si tuviéramos que elaborar un catálogo de ellos, tal vez podríamos hacernos una idea general de lo que es este Monte incomparable.

Doña Lucilia, madre del Dr. Plinio

Cuando mi madre dijo “vivir juntos, mirarse y quererse bien”, tuve una especie de choque y pensé: “¿Cómo ella, que es una persona de inteligencia común, con la cultura propia de las damas de su tiempo y en nada una universitaria, sale con eso que revela una profundidad que no hubiera imaginado?” Varias veces pensé en esto: “En el fondo, la sociedad de las almas se compone de ‘estar juntos, mirarse y quererse bien’”.

Hacer esto día y noche supone, por otro lado, también rechazar al que debe ser rechazado, no querer los lados que no deben quererse, y no mirarlos.

Actuar así es hacer uso adecuado de esta facultad, de esta actividad. De hecho, esta es la esencia de la vida de los hombres en la tierra, el medio más elevado que se tiene para
llegar a Nuestro Señor, porque eso es lo que habrá en la visión beatífica.

Cuando Él dice: “Yo seré vuestra recompensa demasiadamente grande” (cf. Gen 15, 1) la idea es que esto sucederá estando con Él, mirándonos y queriéndonos bien, y viceversa. Esto es el cielo.

Por lo tanto, la actividad más elevada del hombre en la tierra es “estar junto, mirar y querer bien” a aquellos con quienes, por voluntad divina, se debe hacer. Por lo tanto, también somos responsables de rechazar a quienes no deberíamos rechazar, o aceptar a quien no deberíamos aceptar, o también por no haber dado a cada uno que, según el plan de la Providencia, deberíamos encontrar en nuestro camino, el “estar junto, de mirar y querer bien” propio para cada uno, según los planes de Dios. Si todos hicieran eso, tendríamos otra idea de la vida humana que la gente generalmente no tiene.

Esto supone una finura de percepción psicológica que no es sólo una penetración como se concibe en el discernimiento de los espíritus, sino también un estado del alma por el cual uno se alinea con los demás, percibiéndose mutuamente. Este es un elemento fundamental, por lo que tomar una actitud de piedad por el otro tiene repercusiones en nosotros, así como un movimiento piadoso que tengamos repercute en él.

Por otro lado, los defectos también tienen mutuas repercusiones al modo de un golpe, de una tristeza y, dependiendo del caso, de un rechazo.

Este vínculo perfecto hace propiamente la esencia de la vida.

Treinta años de convivencia en la casa de Nazaret

Nuestro Señor Jesucristo, al elevar su archi-creatura, María Santísima, por el “estar juntos, mirarse y quererse bien”, a la archi-cumbre a la que fue archi-llamada, eleva detrás de Ella a todo el género humano y pone entre los hombres la posibilidad de que la sociedad de almas suba a una clave que no había antes, de la que hasta los paganos, sin saberlo, se han beneficiado de alguna manera, incluso sin conocer la existencia de Él y de Ella.

Hay aquí una explicación de los treinta años de convivencia en la casa de Nazaret precisamente porque, si Nuestra Señora no alcanzase toda la santidad a la que fue llamada, el plan de Dios para el mundo entero no se realizaría, según sus designios.

Para que tengamos una idea, imaginemos a un hombre a quien Dios le diera la potestad de hacer nacer el sol. Y que entonces pudiera elegir, todos los días, dónde y cómo nacería el Astro-Rey para suscitar sobre la faz de la Tierra la aurora más bella posible. Esa sería la vida de este hombre. Ahora, Nuestro Señor hizo eso con su Santísima Madre. Ella es el sol que Él hizo nacer. Entonces uno puede imaginar el consuelo, la alegría de Él actuando todos los días y todo el día sobre Nuestra Señora, y Ella continuamente teniendo la correspondencia más perfecta posible a la acción de su Divino Hijo que, con encanto indescriptible, contemplaba su ascensión de arrebol en arrebol. Consideremos además que Ella era el Paraíso de Dios, y entenderemos bien lo que fueron estos treinta años de convivencia.

Agonía de Jesús en el Huerto de los Olivos

Sin embargo, con un detalle: nace un secreto. Al comienzo de su Pasión, el Divino Redentor tuvo ese desvanecimiento cuando fue ayudado por un Ángel. Es, en el fondo, algo incomprensible que un Ángel le hubiera ayudado, pero Él lo quiso así. ¿No será que previendo la Pasión quiso Nuestro Señor ser ayudado por Nuestra Señora, de manera que se ayudaran mutuamente?

No podemos imaginar que, estando sujetos a la condición terrena y el Verbo habiéndose encarnado para sufrir la Pasión Redentora, Ellos pasaran treinta años de mero gozo, sin hablar sobre la Cruz. Por supuesto, la Santísima Virgen debió haber preguntado al Hombre-Dios sobre la redención, profundamente; sobre todo siendo Ella misma la Corredentora del género humano.

Por eso, me parece inconcebible que no hayan tratado sobre la Pasión y Muerte de Jesús y, por lo tanto, que no hayan sufrido con eso, y este sufrimiento los haya embebido en una unión de alma intimísima. Digo más: tengo la impresión de que esta unión alcanzó su auge a propósito de la Cruz.

Porque cuando dos personas sufren juntas, rumbo al mismo ideal, se unen tanto que nada más lo consigue.

Entonces, ¿qué habrán conversado de todo eso? ¿Qué instrucción Él le habrá dado? ¿Qué preguntas Ella le habrá hecho?

Barrera entre Nuestro Señor y su Santísima Madre

Encuentro de Jesús con su Madre camino del Calvario – Iglesia de San Pedro, Gante, Bélgica

Toda la vida me ha dejado una profunda impresión del encuentro de Nuestro Señor con Nuestra Señora en el Vía Crucis, que fue el preludio de la última ayuda, la que tendría
lugar en la cima del Calvario, donde se apoyaron mutuamente estando Él en lo alto de la Cruz.

Al final, la última despedida, cuando la Madre Dolorosa escuchó el grito: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46).

Este grito me parece que contiene una terrible comprobación: es que, con esto, Nuestro Señor dijo que la propia presencia de Nuestra Señora se había vuelto insensible para Él. ¡Quién sabe si a Ella también se le habría pedido este sacrificio, que Él se volviera insensible para Ella en ese momento! Es posible.

Como su martirio era más interior que físico, el peor abandono también debía ser interior. Si Él hubiera estado inundado de consuelo, no habría clamado: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Ahora Jesús tenía allí a su Madre, que valía incomparablemente más que toda esa caterva que estaba allí. Ni se puede comparar, por- que la simple comparación ya es una blasfemia.

Consideremos que el dolor de Nuestro Señor por todo lo que estaba sucediendo fue tal que se sintió abandonado por el Padre Celestial, cuando fue el propio Padre Celestial quien envió a Nuestra Señora para ayudarlo. Haciendo una comparación entre la copa con el líquido que bebió en el Huerto de los Olivos y la presencia de Nuestra Señora, ¿esta copa presagiaba la presencia de Ella junto a la Cruz? ¿No fue exactamente María Santísima quien le dio fuerzas? Sin embargo, en un momento dado, Nuestro Señor no sintió más
ese apoyo.

Podemos hacernos una idea de cuál fue el dolor de Ella en ese momento si transponemos esta situación a términos meramente humanos. Un hombre está muriendo de una enfermedad trágicamente dolorosa en un hospital, y su madrelo asiste con los mil desvelos posibles e imaginables.

En un momento dado, él le dice: “Mamá, voy a hacerte una
confidencia: en este momento, no siento ningún afecto por ti; y me da igual que puedas estar aquí como en la Cochinchina, porque tal es el dolor en el que estoy absorto y aturdido, que tu presencia no me ayuda en nada: estoy perdido en el mare magnum de los tormentos”.

El momento en que cayó esta barrera entre Nuestro Señor y su Santísima Madre, y aquel “estar juntos, mirarse, quererse bien” se rompió, aunque fuera en apariencia, el tormento que eso debería representar para Ella es inimaginable. Mientras tanto, la Virgen María tuvo que pasar por esto.

Montañas de la cordillera que es el Secreto de María

Aparentemente, los Apóstoles tardaron mucho tiempo en buscar a la Virgen, porque al pie de la Cruz sólo estaba San Juan. Pero al acercarse a Ella, después de todo lo que habían hecho, cuál no sería el malestar, la vergüenza…

Creo que se sintieron un poco traidores en el sentido de que no fueron fieles en el cumplimiento de su misión. Tal vez algunos de ellos, si no todos, llegaron a caminar por las calles de Jerusalén medio trastornados, y cuando se encontraban ni siquiera tenían el valor de mirarse y pasaron uno lejos del otro.

De repente, uno de ellos pasa cerca de un hombre y una mujer, y ella se jacta de haber abofeteado a Jesús. Y el hombre dice: “Eso no es nada, yo lo tiré al suelo…”

Un Apóstol que viera esto saldría de Jerusalén corriendo por el campo, sin saber para dónde ir. Imaginen otro que estuviera en la terraza de una casa y por el viento le llegara el eco de la voz de Nuestro Señor gritando de dolor en algún lugar…

Si un ángel nos hiciera escuchar un grito, un gemido de Él, nos pondríamos de rodillas y nos quedábamos rezando indefinidamente…

Imaginen, entonces, él había oído esa voz durante tres años, admirando todas sus inflexiones, y entendiera todo ese dolor… No me sorprendería en lo más mínimo si alguno de ellos hubiera muerto de dolor, solo por pensar: “¿Por qué hicimos eso? Pero mi Dios del cielo, ¿cómo pudo ser posible?”

Darían ganas de arrodillarme, besar el suelo y decir: “No me atrevo a pedir que mi voz sucia llegue hasta ti, Señor, pero buscaré a tu Madre.

No tengo otra salida, la buscaré”. Finalmente, haciendo un análisis de esta conferencia, podemos afirmar que el tema concerniente a Nuestra Señora fue sondeado por nosotros y transportado a las analogías con la vida en esta tierra, con nuestra vocación y nuestros deberes. Además, se profundizó en el misterio de Ella y, como resultado, también en el misterio existente en nuestras relaciones. Porque me inclino a afirmar que hay algo de nuestra vocación iluminada por un discernimiento, sin el cual en ella todo se vuelve misterioso, y no nos entendemos.

Entonces, ¿de qué sirven estas consideraciones? Tengo la impresión de que esto queda como una semilla en nuestras almas, y que la gracia en su momento oportuno hará fructificar, producir.

 

Estos son temas suscitados a propósito de Nuestro Señor Jesucristo, que en sí mismos son montañas de la cordillera que es el Secreto de María. Después de todo, ante lo que nos enseña la Fe acerca de Nuestro Señor, Nuestra Señora, la Iglesia, hemos estado juntos, nos miramos y nos hemos querido bien.

Extraído de conferencia del 9/6/1986

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