Consonancias profundas en torno de un “unum”

Publicado el 11/21/2022

El Dr. Plinio adquirió la idea de cuál es el punto de equilibrio de la mente humana a partir del cual todos los movimientos son equilibrados, analizando el alma de Doña Lucilia, que era eminentemente estable, tranquila, serena, comprensiva, cargada de bendiciones, y al mismo tiempo firme, dispuesta a la lucha.

Plinio Corrêa de Oliveira

Un hijo abre sus ojos a la vida en el regazo materno y por eso el papel de la madre no lo tiene ni la más grande de todas las universidades: el de acondicionar dentro de su perspectiva una serie de nociones generales –con contenido metafísico y religioso, si bien que ella misma no sepa eso sino vagamente– que se proyectarán después sobre toda la vida del hijo.

Circuito perfecto

Después que el hijo hubo recibido de su madre estas influencias –que naturalmente lo preparan con avidez para acoger a la Iglesia Católica– al llegar al final de su vida, se da cuenta de que confiere con lo que había recibido al comienzo.

Por eso Santo Tomás de Aquino dice que el movimiento perfecto es el círculo. El regreso al punto de partida es la perfección y la excelencia del movimiento, y en esa relación entre madre e hijo se verifica eso también.

Puesto el asunto como debe ser en tesis entre hijo y madre, puedo aplicarlo en lo que decía respecto a mi madre conmigo.

Si bien es verdad que en parte se debía a un movimiento de la gracia en mi alma de bautizado, que yo tendía hacia una serie de cosas en el orden de la inocencia, en la relación entre madre e hijo estaría lejos de ser verdad decir que el único bautizado era yo. Ella también era bautizada y me transmitía lo que había en su alma de madre católica, receptiva ella misma a esas cosas orientadas a la inocencia a lo largo de la vida, y viendo eso en las generaciones que la antecedieron.

Así, yo encontraba consonancias tan profundas entre lo que hoy percibo, que era la gracia, que no venía de mi madre, y la que yo recibía por medio de ella, que diríamos que se trataba de dos instrumentos que tocaban la misma música y se encontraban perfecta y enteramente.

Se puede decir que, ora la gracia producía en mí la apetencia por cosas que mi madre me daría, ora mi madre –o sea, la gracia por medio de ella– me hacía desear aquello que la propia gracia me concedería. Eso formaba un círculo, un solo circuito.

El unum del cual parten todas las virtudes

Fotografía de Doña Lucilia poco antes de su fallecimiento

Por ejemplo, la idea de que el punto de equilibrio de la mente humana a partir del cual todos los movimientos son equilibrados y fuera del cual todo es desequilibrio, donde impera una gravedad seria, vuelta hacia lo eterno y hacia lo combativo, pero también hacia lo afable y lo ameno, me vino mucho de conocer el punto de partida del alma de Doña Lucilia, que era eminentemente así: estable, tranquila, serena, comprensiva, cargada de bendiciones, pero al mismo tiempo firme, dispuesta a la lucha; a tal punto que nadie, a lo largo de noventa y dos años de existencia, la hizo salir del camino que había trazado para sí misma.

Todo esto forma un unum que, teóricamente, se puede descomponer en varias luces, en varios coloridos, conceptos o virtudes distintas. Sería más o menos como coger un lindo vaso de cristal y dejar que incida en él una luz intensa de un día claro. Veo eso como un unum, es una luz de cristal, blanca. Sé que allí están todos los colores del arcoíris, pero no voy a estar escarbando este o aquel color para procurar vislumbres de las tonalidades del arcoíris. Ni siquiera sería capaz de hacer eso a simple vista; eso exigiría un prisma, una adaptación. Lo que yo veo es una luz de cristal.

Así también, en un alma equilibrada dotada de muchas virtudes que se complementan, no nos quedamos escudriñando para distinguir ésta de aquella, ni siquiera pensamos tanto en virtudes, sino en el todo llamado virtud. Eso era eminentemente lo que yo notaba en mi madre.

La síntesis y el equilibrio de las virtudes

Un hombre está equilibrado cuando, por ejemplo, consigue mantenerse en pie. En un hombre tendiente al desequilibrio, cualquier movimiento que él haga puede llevar al desequilibrio. Los movimientos que serían normales en un hombre equilibrado, en un hombre irreflexivo son desequilibrados, porque el punto de partida está equivocado, entonces se cae al suelo.

De la misma forma, en la vida hay varias aptitudes que si las examinamos separadamente, consideramos equilibradas, pero cuando vamos a ver, el sujeto se cae al suelo. ¿Por qué? Porque el punto de partida fue desequilibrado. Faltó aquella síntesis estable y central de la virtud a partir de la cual se mueven las virtudes.

Yo aprendí a amar ese punto estable de una forma eminente en mi madre, tomando desde luego el gusto del equilibrio y el mal sabor de lo opuesto. A propósito, esa postura me defendió de lo que me podía parecer monótono en el equilibrio. Hay mucha gente hoy en día que considera esa posición monótona; prácticamente todo el mundo. Sin embargo, yo no lo considero así; por el contrario, es la delicia de mi vida. Es la posición de equilibrio a partir de la cual moverse y, más aún, luchar sobre todo al servicio de Nuestra Señora, es una alegría. Pero es a partir de un punto central que nunca cambia. Yo aprendí eminentemente de ella ese punto. ¿Cómo?

Aprendizaje hecho a través de una mirada, de una caricia

Ciudad de Prata, lugar donde queda la famosa estacion termal Aguas da Prata, Estado de Minas Gerais, Brasil

 

Era una mirada, una inflexión de voz, una caricia, en fin, estar juntos. Por ejemplo, cuando Doña Lucilia me mostraba las historietas de Bécassine, y yo me sentaba cerca de ella.

Me acuerdo en una estación de aguas termales en São Paulo, cerca del límite con Minas Gerais, llamada Prata. Nosotros íbamos mucho a Águas da Prata porque esas aguas eran apropiadas para personas que sufrían del hígado y a ella le hacían bien.

Cierta vez tuve una de esas enfermedades que le da a los niños, estando en Águas da Prata. Según los criterios médicos de aquel tiempo, al primer síntoma, la primera providencia era poner en posición horizontal al enfermo. Por lo tanto, con el vivo desagrado propio a un niño, la prescripción era ir a la cama. Y en ese punto mi madre era intransigente: “¡El doctor lo mandó, a la cama!”

Sin embargo –y ahí estaba Doña Lucilia por entero–, ella me mandaba acostar y después iba a hacerme compañía. Entonces se sentaba al pie de la cama o ponía una silla al lado y comenzaba a leer Bécassine, por ejemplo. Yo entendía francés, por lo tanto, ella no me traducía, pero iba comentando y oyendo mis comentarios con respecto a los hechos, personajes, dibujos, etc.

Otra cosa de la cual me acuerdo con unas saudades enormes: ¡Sus manos! No eran largas, con dedos largos y afilados, pero estaban muy bien hechas. Las articulaciones de los dedos eran muy proporcionadas y graciosas. Eran manos muy blancas, y la piel simbolizaba, por así decir, el contacto con su temperamento: era de satén…

Mi madre tenía un modo de mover la mano por el cual los dedos se movían lentamente. Por ejemplo, ella decía: “Filhão1, pasemos entonces a la otra página.” Y hojeaba el libro con tanta dignidad, estabilidad, belleza y elegancia, que yo, al verla pasar la página, me quedaba prestando atención en la mano y pensaba: “¡Qué alma! ¡Qué corazón!”

y de una inflexión de voz

El tono de voz, la afabilidad también. Todavía en Águas da Prata, me acuerdo de que, como parte del tratamiento, era necesario el reposo. Terminado el almuerzo iba a hacer siesta.

En determinado momento, a mi hermana y a mí nos dejaban entrar en su cuarto y la encontrábamos de bata, acostada pero despierta, calma, rezando, raras veces leyendo, o mirando hacia un punto indefinido y pensando, con esta particularidad: las venecianas siempre estaban cerradas y el cristal abierto.

Nosotros viajábamos allá en las vacaciones de mitad de año, cuando los días son muy claros en esa región de Brasil. De manera que entraba una luz abundante por las venecianas, cuyas rejillas quedaban muy oscuras en confrontación con los rayos que se filtraban por ellas, dejando el cuarto envuelto en una especie de penumbra con una luminosidad matizada.

Yo miraba aquello y pensaba: “Qué curioso, esa penumbra es tan deleitable, pero hay una analogía entre ella y entre cierta penumbra existente en el alma de mi madre, tan hecha de verdades y de recogimiento, que se diría que ella es para Dios una veneciana.”

No es necesario decir que yo llegaba hasta ella antes de la hora marcada. Al verme, en un gesto no sistemático, pero frecuente, abría las dos manos y exclamaba con afecto: “¡Filhão!”, como quien dice: “Puedes acercarte, estoy despierta.” Yo entraba e inmediatamente le hacía agrados, que ella me retribuía. Después yo le decía cualquier cosa y salía pensando lo siguiente: “Qué lástima que las reglas y las convenciones me obliguen a salir, porque a mí me gustaría quedarme aquí sentado a su lado, ella callada y yo también. ¿Haciendo qué? Contemplando las dos penumbras…”

Aquí está una especie de ejercicio teórico-práctico de cómo Doña Lucilia me ayudaba a ver el unum de su alma.

Iglesia del Corazón de Jesús en Sao Paulo, Brasil

Cuando iba después a la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, que también tiene una penumbra especial, yo llegaba allá y decía: “Qué curioso, se parece a mi madre”. Y cuando estaba con mi madre, yo decía: “Qué curioso, se parece a la iglesia del Corazón de Jesús”, y formaba un solo todo.

Extraído de conferencia del 12/5/1980

1) En portugués, apelativo afectuoso derivado de “hijo” (filho).

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