A cada época, un mito. La nuestra, dominada por el materialismo, rinde culto a la eficiencia, personificada en la figura del hombre de negocios colmado de éxito, cuyo dinamismo y capacidad de trabajo generan y multiplican uno de los productos más adorados por la civilización moderna, el dinero.
Este mito dificulta mucho la comprensión de la superioridad y el valor mismo de la contemplación. Ésta es sin embargo la finalidad última del ser humano, pues la salvación eterna se cifra en contemplar a Dios cara a cara.
Santo Tomás de Aquino, con su acostumbrada sabiduría, plantea un problema sobre qué clase de vida es más excelente: ¿la activa o la contemplativa? Cuántos de nuestros contemporáneos no responderían que la vida activa… puesto que a fin de cuentas ¡tienen que existir los que producen! Santo Tomás no niega la validez de ese argumento: “En casos concretos, hay que elegir la vida activa por imposición de la vida presente, del mismo modo que dice el filósofo que el filosofar es mejor que enriquecerse, pero enriquecerse es mejor para aquel que padece necesidad” (Suma Teológica, II-II q. 182 a. 1 resp).
No obstante, afirma que la vida contemplativa es por su naturaleza, más excelente que la activa; y lo demuestra con nueve argumentos como, por ejemplo: “Que la vida contemplativa se dedica a las cosas divinas, mientras que la activa se da a las humanas. […] Que el placer de la vida contemplativa es mayor que el de la activa. Por eso San Agustín dice: Marta se preocupaba mientras María se deleitaba. […] María ha escogido la mejor parte, y no le será quitada” (Idem, ibidem).
El mundo prestigia a los eficientes, aunque la influencia sobre los acontecimientos le corresponde a las almas contemplativas, pues poseen el cetro de la Historia: la oración. Con ésta, mueven a Dios que es el verdadero motor de la Historia.
Lo que más nos convencerá al respecto es el ejemplo de una joven virgen de la ciudad de Nazaret. Las silenciosas oraciones que brotaban de su corazón contemplativo obtuvieron del Padre la venida del Mesías: “El Eterno Padre no ha dado su único Hijo al mundo sino por medio de María. Por más suspiros que hayan exhalado los Patriarcas, por más ruegos que le dirigieron los Profetas y los Santos de la Antigua Ley durante cuatro mil años para poseer ese tesoro, no ha habido más que María que lo haya merecido y que haya obtenido gracia ante Dios en fuerza de sus súplicas y por la alteza de sus virtudes” — enseña San Luis de Montfort (Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen, n. 16).
En aquella época la Roma pagana, donde no escaseaban los hombres eficientes, era el centro de los acontecimientos. Pero ni la ciencia de sus sabios, ni la genialidad de sus césares fueron capaces de resolver los graves problemas que el Imperio Romano acarreaba: la corrupción del Estado, la desintegración de la familia, la relajación de las costumbres, las constantes guerras, la idolatría, el desprecio por la vida, la trata de esclavos, etc. Fue una doncella contemplativa quien consiguió de Dios la Encarnación del Verbo y la Redención del género humano, con la que empezaba, bajo el signo de la Cruz, una nueva era histórica.
Quién sabe si, para la solución de la crisis actual, cuya raíz es esencialmente moral, no serán insuficientes, e incluso ineficaces, las fórmulas meramente humanas. Se hace imprescindible, una vez más, mover el corazón de Dios: “Por María comenzó la salvación del mundo, y por María debe consumarse”, afirma San Luis de Montfort (Idem, n. 48)