
Comentando algunos aspectos de la vida de San Ampelio el Herrero, el Dr. Plinio muestra la importancia de conocer las almas para admirar en cada una aquello que es recto, según Dios, lo qué sería ella si fuera enteramente fiel, y el grado de fidelidad que dentro de ella existe y la convierte en un reflejo especial del Creador.
Plinio Corrêa de Oliveira
El día 14 de mayo se celebra la memoria de San Ampelio el Herrero. Tenemos para comentar una ficha biográfica de este Santo1.
Con un hierro en brasa expulsó al demonio
San Ampelio, el Herrero, siglo V.
La vida de San Ampelio, apodado “el Herrero”, está envuelta en la leyenda. Se dice que era originario de Egipto, herrero de profesión. Deseando la perfección, buscó a los solitarios de La Tebaida, proporcionándoles variados servicios, inclusive de su profesión.
Una vez, el demonio se convirtió en una joven impúdica y fue a tentarlo. El herrero, con un hierro al rojo vivo en sus manos, avanzó hacia ella para quemarla, espantándola para siempre.
Ya estando viejo, dejó la Tebaida y fue hacia las inmediaciones de Génova, donde llevó una vida de santificación y contemplación. San Ampelio es el patrono de los herreros.
Bien entendido, afirmar que toda su vida sea legendaria es una forma de decir… Si está canonizado por la Iglesia, se tiene la certeza de que existió y de que, de hecho, fue santo. Muchas veces, esas primeras canonizaciones no se hacían regularmente. Había una inspiración del Espíritu Santo para todos, que hacía que la voz del pueblo considerara a alguien como santo. Y entonces, era de hecho, un santo. Pero allí también estaba comprometida la autoridad de la Iglesia, aunque sin el proceso regular de canonización que se hace hoy en día.
Aislamiento, silencio y extraños visitantes

Mapa de la Diócesis de Egipto durante el Bajo Imperio romano, en el 400 a. C., con la Tebaida en el sur.
Podemos imaginar más o menos lo que sería la vida de San Ampelio como herrero ambulante en la Tebaida del siglo V.
En este siglo, precisamente, la institución ermitaña estaba ganando su verdadero carácter, porque durante los siglos anteriores, especialmente el III y el IV, en los Imperios romanos del Occidente y del Oriente, se perseguía mucho a los católicos y su vida era extremadamente difícil. Muchos huían hacia el desierto para no ser encarcelados o torturados. Allí pasaban a veces una larga vida, hasta los noventa o más años, en la tranquilidad absoluta del yermo, rezando a Dios y pidiendo por la Iglesia Católica, de tal manera perseguida.
Pero en esta tierra el Creador no permite que la vida de nadie esté exenta de grandes pruebas. E incluso pruebas heroicas, sufridas por personas que Dios ama más y que destina a prestar un servicio especial a la Iglesia.
No debemos suponer que el único martirio que sufrían estos ermitaños que iban a la Tebaida era el aislamiento y el silencio, lo que constituía un martirio. Uno puede imaginar en el hombre con instinto de sociabilidad y, por lo tanto, con la tendencia a comunicarse, lo que representa el sufrimiento de pasar cuarenta o cincuenta años sin ver absolutamente a nadie, a no ser uno que otro visitante que aparecía de vez en cuando, y que no se sabía bien quién era. A veces era un alma necesitada que habiendo oído hablar de ese ermitaño, emprendía un viaje arriesgado para pedirle oraciones. Sin embargo, muchas veces era algún bandido o criminal político que huía de la policía o de las autoridades; algún lunático, maníaco o incluso algún poseso del demonio que corría por esas zonas.
El hombre es hecho para la lucha y para el dolor
Hay que resaltar esta cosa curiosa y real. Los mismos yermos, lugares aislados, si no son muy bendecidos, a veces están especialmente infestados de demonios. Por ejemplo, ciertos bajíos pantanosos poco profundos, o grutas muy profundas, lugares donde nadie va, pantanos, zonas malolientes, etc., son lugares que fácilmente los demonios buscan como permanencia habitual, de donde salen a producir infestaciones. Estos ermitaños estaban donde podían. A veces eran lugares hermosos, a veces feos o comunes. Estaban allí, por lo tanto, sufriendo todos los inconvenientes del aislamiento, incluida una cierta presencia preternatural, en el sentido malo de la palabra.
Pero eso no es nada. El hombre está de tal manera hecho para la lucha y el dolor que cuando huye de ellas y se establece en el desierto, dentro de su alma surgen los problemas… nacen la lucha y el dolor. Y vienen, entonces, las pruebas interiores que a menudo son más terribles que las pruebas exteriores.
¿Y qué es una prueba interior? Un ermitaño va al yermo solitario; en los primeros tiempos experimenta una alegría, un consuelo, las gracias de Dios inundan su alma. Pero, poco a poco van alejándose y él comienza a perder toda la primera unción, se siente aislado, triste, deprimido, abatido y enfermo. De repente, las tentaciones comienzan a zumbar en el espíritu. Y con las tentaciones, no pocas veces se inician las infestaciones diabólicas.
La peor de todas las tentaciones es la tentación contra la fe. Él es invitado por el demonio a cuestionar la propia religión católica. Los demonios se aparecen a veces a los ermitaños y fingen festines de Roma, de Alejandría y otros lugares donde ellos están. Los ermitaños sufren alucinaciones. Se da de todo.
Deseo de ofrecer a Dios el holocausto y la soledad

San Jerónimo visita a los monjes de Tebaida, pintado por Juan de Espinal
En el siglo V, el número de ermitaños era muy grande, ya no causado por el miedo a la persecución –que terminó con Constantino y la invasión de Roma por los bárbaros– sino determinado por el miedo a perderse en las ciudades y por la voluntad de ofrecer a Dios el holocausto de su soledad. Y hubo tantos en esa época, que se llegó a decir que el desierto estaba hormigueando de ermitaños.
En todas las épocas de la civilización cristiana hubo ermitaños en gran cantidad. El nuestro es el tiempo desafortunado sin verdaderos ermitaños.
A menudo voy por la tarde a la iglesia de la Luz, rezando mis oraciones en el camino de ida y vuelta. Y nunca dejo de recordar que, en las historias de São Paulo, se dice haber sido el barrio de la Luz poblado por ermitaños, que vivían en las redondeces y contornos del río Tietê, lo cual hizo de él un lugar particularmente poético por la niebla que, en ciertas épocas del año, había en aquella zona más húmeda, y por la enorme cantidad de garzas que volaban de un lado a otro y encantaban a [San] Fray Galvão, cuando pasaba por ahí. ¡Qué diferente es el barrio de la Luz hoy en día!
Conocedor de los esplendores espirituales del desierto
Los ermitaños, tan numerosos en el siglo V, a veces eran servidos por caminantes callejeros que les llevaban cosas y hacían caridad con ellos.
Y San Ampelio llevaba una vida curiosa, con esta forma única de turismo: el de las almas. Un hombre que es herrero de profesión va gratuitamente a ayudar a tal ermitaño; más adelante se encuentra a uno que hizo tal milagro, y más allá a otro que se destaca por tal virtud. Así, él va conociendo alma por alma, volviendo a recorrer itinerarios conocidos y proporcionando servicios con su trabajo del hierro, o haciendo alguna pieza que necesitaban para que su vida material fuese más fácil, etc. Probablemente sin hablar, recibiendo solo del ermitaño algún consejo, si se lo pedía, para su propia vida espiritual. Y luego seguiría adelante. Este es un verdadero Guide Bleu –la gran guía turística de Europa– de los esplendores espirituales del desierto. “Si quieres conocer a alguien que tiene el don de profecía, vuélvete por allí y baja; en esa cueva hay un anciano que posee este don; Si deseas ver a alguien que es heroico en las penitencias, sube a la cima de esa colina donde vive un joven que se flagela de una manera admirable. Más adelante verás a un ermitaño que se levanta del suelo, cuando saluda a Nuestra Señora al mediodía. Y al llegar la noche, verás a aquel otro que duerme en la serenidad, mientras afuera aúllan las fieras: es fulano, el gran ermitaño, cuyo sueño es edificante y trae paz a todos los que lo contemplan”.
Los verdaderos monumentos de este mundo son las almas
Probablemente San Ampelio, con sus dones de herrero, fue un visitante, un turista de la santidad a través de los desiertos.
Y era movido, con certeza, por el encanto y el entusiasmo que le causaba el contacto con almas tan extraordinarias.
Si esta hipótesis –perfectamente plausible– es verdadera, entonces sabemos qué virtud podemos imitar de un santo del que solo tenemos generalidades en su biografía.
Deberíamos pedirle que nos obtenga una doble gracia: el discernimiento para percibir cómo son las almas, y admirar en cada alma lo que es recto, según Dios, lo que sería si fuera completamente fiel y el grado de fidelidad que existe dentro de ella y que la hace un reflejo especial del Creador. Saber también discernir en las almas lo que es ruin, y a contrario sensu, seguir amando lo que es bueno.
Yo les garantizo que, si una persona dedicara su vida solo al estudio y al conocimiento de las almas, tendría una vida mucho más entretenida que si hiciera otras cosas. Ciertamente más que tomar un avión e ir a Nueva Delhi, de allí a Shanghái, y luego a algún lugar de América del Sur, América del Norte o Suecia; entrando en aeropuertos, alojándose en hoteles, viendo monumentos y quedando con el alma vacía. Los verdaderos monumentos de este mundo son las almas de los hombres. Y no hay nada más hermoso, más interesante y más atractivo que conocer las almas.
Conocer hombres “sin alma”
Confieso que la poca experiencia del contacto con las almas que me han proporcionado los pocos viajes que he hecho, lo que más me interesa es conocer las almas; incluso las almas de hombres “sin alma”, porque incluso éstas, a contrario sensu, son interesantes de conocer.
Recuerdo que una vez viajé de Río de Janeiro a París, al lado de un holandés que venía de Indonesia e iba a bajarse en Londres, y que no tenía alma.
Miré para él de reojo y pensé: “Pero qué horrible. Esa es una larga línea cubierta de carne, ¡él no tiene alma! ¡¿Qué es este hombre?!”
Debe ser interesante conversar para conocer el alma de un hombre “sin alma”. Así que comenté con él a respecto de cualquier cosa sobre la velocidad del avión, y hablamos en algunos momentos del viaje. Pude observar el vacío de un hombre completamente “sin alma” que se sentía bien en el cuerpo, porque era evidente que tenía una salud envidiable, y hacía de eso su alegría, pero siempre estaba comprimiendo un alma que persistía en volver y decirle que no estaba satisfecha.
Así que había en él, además de mucha salud, horas de tanta tristeza, tanta amargura y tanto vacío, que hice de eso para mí un tema de meditación y, puedo asegurarles, de entretenimiento.
Más aún, cuando converso con alguna persona, con dos, o a veces con doscientas, me entretengo mirando las almas. Siempre aprendo algo y salgo con mejor capacidad de conocer mi alma, conociendo el alma de los otros.
Así que aquí hay una invitación para que todos comiencen a ser amatoris animarum, amantes de las almas, de la categoría de gente que ama las almas, disfrutando el conocerlas.
Alegría de Nuestro Señor cuando miraba a la Santísima Virgen

La Virgen Blanca. Catedral de Toledo, España
¿Habría algo en la vida de Nuestro Señor que fuese un ejemplo adecuado para esto?
Esa es toda la vida del Redentor. En todas las cosas que hacía, se puede ver un conocimiento perfecto de las almas con las que Él trataba, y todo ajustado a las condiciones y necesidades de esas almas.
O sea, Él estaba continuamente con su mente puesta en el Padre Eterno y en las almas con las que estaba tratando, considerándolas, inmediatamente y, a primera vista, como, por ejemplo, aquel joven rico. El Evangelio dice que Nuestro Señor lo miró y lo amó. Dicho de otra manera, vio su alma y lo amó por causa de su fidelidad. Cuando Jesús trataba con los fariseos, era el alma de ellos lo que Él veía y conocía hasta el fondo. Y así, con su sabiduría, su infinita santidad, removía hasta el fondo los acontecimientos de los pueblos con los que entraba en contacto.
Podemos imaginar cuál era la alegría de Nuestro Señor cuando miraba a Nuestra Señora y veía su alma perfectísima. No podemos tener idea del gaudio –alegría– que Él tenía con esto. Sin embargo, podemos formarnos una noción indirecta al ver la imagen de Nuestra Señora de Fátima peregrina en su Sede, cuando refleja algo del alma de la Santísima Virgen. De tal manera encanta que atrae multitudes. En Venezuela, cuarenta mil personas fueron a ver la imagen, ciertamente no por verla en su materialidad, sino para observar una expresión de alma en una imagen.
Debemos amar a las almas desinteresadamente y dejar el “yo, yo, yo”
Si viéramos a Nuestra Señora en persona, ¿cuál sería nuestra impresión y nuestro sentimiento? ¡Algo simplemente incalculable!
Esto, ¿Nuestro Señor lo tenía en un grado llevado a qué auge cuando miraba a la Santísima Virgen? Y Nuestra Señora también cuando lo miraba a Él. Y cuando esas miradas se encontraban, Él decía: “¡Madre mía!”, y Ella: “¡Hijo mío!” ¡Qué entraba allí de comercio de almas! Es la relación más noble, más alta y más perfecta de toda la historia. Fue esencialmente una relación de almas.
Entonces, traten de conocer las almas y de interesarse por ellas.
¿Hay algún obstáculo para esto? Sí. Es cuando estamos tratando con los otros y no pensamos en sus almas, sino en nosotros mismos: nos volvemos incapaces de conocerlos. Cuando uno analiza a los demás, no para ver cómo son, sino para observar qué efecto estoy produciendo sobre ellos; si estoy siendo considerado prestigioso, fino, inteligente; en fin, la “cabalgata de las vanidades”, se baja un velo sobre las almas de los otros, pues sólo se mira para sí y no se conoce a nadie.
Es necesario amar a las almas desinteresadamente, querer conocerlas como reflejo de Dios, acabar con el “yo, yo, yo”, con la idea fija de pensar en sí mismo. Y el tema de la meditación de hoy es contemplar ese maravilloso mundo de las almas, de lo cual San Ampelio, el Herrero, fue muy presumiblemente un modelo.
Extraído de conferencia del 14/5/1976
Notas
1 Cf. ROHRBACHER, René-François. Vida dos santos. São Paulo: Editora das Américas, 1959. VIII, págs. 358 y 362.