Convertíos y creed en el Evangelio

Publicado el 02/21/2021

Monseñor João Clá Días.

Adecuar nuestros pensamientos, deseos, acciones y sentimientos a Cristo es el único medio para corresponder dignamente al amor que Dios manifiesta por cada uno de nosotros.

Evangelio según San Marcos 1, 12-15

En aquel tiempo,  el Espíritu lo empujó al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, siendo tentado por satanás; vivía con las fieras y los Ángeles lo servían. Después de que Juan fue entregado, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios; decía: “Se ha cumplido el tiempo y está cerca el Reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio”.

I – Un amor llevado hasta el límite

Es insondable el amor del Creador con relación a cada uno de nosotros en particular. Por eso, en algunas ocasiones, nos confunde la consideración de todos los beneficios que recibimos de Él.

Aunque pudiendo haber permanecido sencillamente en su plena y eterna felicidad, quiso crear el universo, con el objetivo de manifestar su infinita bondad: “Dios obró por bondad. No necesitó nada de lo que hizo”,1 enseña San Agustín.

Él les ha dado el ser a todos los hombres y mujeres, y ha ido escogiendo uno a uno entre las infinitas criaturas racionales que podría crear. Además, nos ha redimido del pecado, nos sustenta y nos favorece con sus dones en las circunstancias más diversas. Pero, sobre todo, nos da la oportunidad de participar de su vida divina ya en esta tierra, como primicias de la felicidad sin fin que nos está reservada en el “Cielo, en una inefable convivencia con la Santísima Trinidad.

Dios hace una Alianza con los hombres

             El arcoiris era la prefigura de la primera alianza de Dios con la  humanidad

En el comportamiento de los hombres, como contrapartida a tanta bondad, se repite invariablemente una constante: en determinado momento, se desvían del camino trazado por el Creador; entonces la Providencia interviene para evitar que se pierdan, proporcionándoles los medios necesarios para su salvación. Así, cuando Adán y Eva cometieron el primer pecado, Dios los castigó con la expulsión del Paraíso, pero al mismo tiempo hizo una Alianza con el género humano: le prometió la Redención y el restablecimiento del estado de gracia perdido.

Sin embargo, los hombres no tardaron mucho en recaer en el pecado.

Poco después de que nuestros primeros padres empezaran a poblar el orbe con su descendencia, el Señor constató “que la maldad del hombre crecía sobre la tierra y que todos los pensamientos de su corazón tienden siempre y únicamente al mal” (Gen 6, 5). Arrepentido, pues, por haber creado al género humano, el Señor lo habría extirpado de la faz de la tierra por completo si Noé no hubiera hallado gracia ante Él (cf. Gen 6, 6-8).

De este modo, según narra la primera lectura (Gen 9 “9, 8-15) de este domingo, concluido el terrible castigo del diluvio, Dios bendijo a Noé y a sus hijos y estableció con ellos y con su descendencia una Alianza que “permanece en vigor mientras dura el tiempo de las naciones hasta la proclamación universal del Evangelio”.

Esa Alianza se renovaría más tarde con Abrahán, en quien “serán benditas todas las familias de la tierra” (Gen 12, 3); a través de la Ley de Moisés, en el Sinaí (cf. Ex 19, 5-6); o con la promesa mesiánica hecha a David (cf. II Sam 7, 16), por citar sólo algunos de los principales episodios del Antiguo Testamento.”

Cristo, auge de la Historia de la salvación

Los siglos van pasando y la humanidad alcanza un auge de decadencia que marca “simultáneamente el fin del Antiguo Testamento y la “plenitud de los tiempos” (Gal 4, 4) de la que nos habla el Apóstol. Jesús cumple de manera superabundante las promesas hechas a los patriarcas y profetas, asumiendo la naturaleza humana sin dejar de ser Dios. Culmina, pues, con una perfección toda divina, la Historia de la salvación.

La Encarnación del Verbo es un misterio que sobrepasa por completo nuestra capacidad intelectiva. Para que, de alguna manera, lo podamos entender, imaginemos que un Ángel nos propone que asumamos la naturaleza de una lombriz, sin abandonar la condición humana, con la misión de salvar de la muerte a todas las lombrices del mundo. ¿Cuál sería nuestra respuesta?

Ahora bien, la diferencia entre un hombre y una lombriz es insondablemente menor que la existente entre Dios y las criaturas racionales. En el primer caso hay una desproporción enorme; en el segundo, ni siquiera se puede hablar de desproporción, porque la distancia es infinita. No obstante, la Segunda Persona “de la Santísima Trinidad asumió la naturaleza humana para salvarnos, manifestando por nosotros un amor extraordinario, más allá de toda medida.

De una “necedad” de amor nace la Santa Iglesia

Se podría decir que en lo alto del Calvario la bondad y la misericordia del Verbo Encarnado hacia los pecadores son llevadas hasta la “necedad” (I Cor 1, 18). Y San Pedro nos recuerda, en la segunda lectura (I Pe 3, 18-22) de este domingo que: “Cristo sufrió su Pasión, de una vez para siempre, por los pecados, el justo por los injustos, para conducirnos a Dios. 

Muerto en la carne, pero vivificado en el Espíritu; en el Espíritu fue a predicar incluso a los espíritus en prisión, a los desobedientes en otro tiempo, cuando la paciencia de Dios aguardaba, en los días de Noé, a que se construyera el arca” (I Pe 3, 18-20).

Dios prometió, en la Alianza que estableció con la humanidad después del diluvio, que ya no castigaría más a la tierra con agua (cf. Gen 9, 11). Aunque bien podríamos decir que la“Historia de la salvación culmina en un “diluvio de Sangre”, según la expresiva formulación de San Luis María Grignion de Montfort. Pues, como si no bastase la flagelación, la coronación de espinas y todos los sufrimientos de camino al Gólgota, Jesús permitió que, estando ya crucificado, una lanza le atravesase su sagrado pecho.

En ese instante se vertieron las últimas gotas de Sangre y linfa que aún quedaban en su Sacratísimo Corazón. Nacía así el Cuerpo Místico del que Cristo es la Cabeza. “En el Calvario Él completa su inmolación, y da a luz, en medio de las torturas físicas y morales más horribles, a la Iglesia que tan laboriosamente había preparado e instituido. […] Por lo tanto, la Iglesia, de acuerdo con la doctrina de los Padres, es la que sale del costado abierto del Salvador y la que, por decirlo así, es alumbrada por Él”.

En este mismo sentido, San Juan Crisóstomo comenta: “Símbolos del Bautismo y de los misterios son aquella Sangre y aquella agua. De una y otra nace la Iglesia, ‘por el “baño de la regeneración y de la renovación del Espíritu Santo’ (Tit 3, 5), por el Bautismo y por los misterios”; y el Concilio Vaticano II afirma que son el comienzo y el crecimiento de la Iglesia “simbolizados en la Sangre y en el agua que manaron del costado abierto de Cristo crucificado” 

San Agustín también dice que “del costado del Señor que dormía, es decir, del que moría en la Pasión, al ser herido con la lanza estando en la Cruz, brotaron los Sacramentos con los que formó la Iglesia”.

II – El prólogo de la predicación de la Buena Nueva

El Evangelio de este primer domingo nos traslada al momento en el que Jesús se disponía a iniciar su misión de predicar la Buena Nueva. Al salir de las aguas del Jordán, tras ser bautizado por el Precursor, el Cielo se abrió, el Espíritu Santo descendió sobre Él en forma de paloma y se oyó una voz que venía de lo alto: “Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco” (Lc 3, 22).

En ese instante, comenta Benedicto XVI, recibió algo así como una investidura del encargo mesiánico del Hijo del Hombre. Le fueron conferidas allí, para la Historia y ante Israel, la dignidad real y la sacerdotal. A partir de ese momento la vida de Jesús estaría subordinada a la misión para la cual se había encarnado.

El recogimiento precede a la acción

“En aquel tiempo, el Espíritu lo empujó al desierto y se quedó allí cuarenta días”.

El Divino Maestro nos muestra que, antes de lanzarnos a santas y grandes empresas, es indispensable que nos preparemos mediante la oración y la contemplación, ya que la vida interior es el alma de toda acción misionera. Si el mismo Dios humanado nos dio ese sublime ejemplo, ¿qué lección deben sacar de Éste todos los que, en nuestros días, consagran su vida al apostolado?

Un simple acto de la voluntad divina hubiera sido suficiente para llevar a cabo la fundación de la Iglesia. Con todo, a lo largo de su peregrinación terrena, el Hijo del Hombre quería conquistar fuerzas superabundantes para todos los que lo seguirían hasta el fin de los tiempos. Por eso no comió ni bebió nada durante esos cuarenta días. Vivió sustentado por la acción angélica y por una fuerza sobrenatural que no le impedía, no obstante, sentir hambre y sed. Una vez más se pone de manifiesto hasta qué extremos de amor estaba dispuesto a llegar para nuestra salvación.

La Cabeza obtiene la victoria para todo el Cuerpo

 …siendo tentado por satanás;…

Cristo era Dios y, como tal, no fue al desierto con el objetivo de prepararse en la soledad para la lucha que estaba por llegar, sino para empezarla. Lejos de buscar refugio contra el mal, iniciaba su vida pública enfrentando y venciendo los ataques del enemigo.

Sin embargo, el demonio aún no tenía conciencia de la divinidad de Jesús. Pensando que era pasible de pecar, quiso por todos los medios inducirle a cometer diversas faltas. ¿Habrá tentado al Hijo de Dios durante los cuarenta días y cuarenta noches, como parece deducirse de ese versículo de San Marcos y es la opinión de San Beda? ¿O habrá esperado hasta el final del ayuno para tentarle, como afirma Santo Tomás?

El problema no nos parece especialmente relevante dado que el Divino Maestro quería asumir sobre sí nuestras tentaciones para vencerlas. Con la derrota infligida al demonio en el desierto, Cristo, Cabeza del Cuerpo Místico, “obtuvo la victoria para todos sus miembros, conforme lo afirma San Gregorio Magno: “No es, pues, indigno de nuestro Redentor, que había venido a que le dieran muerte, el querer ser tentado; antes bien, justo era que, como había venido a vencer nuestra muerte con la suya, así venciera con sus tentaciones las nuestras”.13

No nos dejes caer en la tentación

Ahora bien, Santo Tomás piensa que ésa no fue la única razón por la que Jesús quiso ser tentado; y añade tres más: para que nadie, por muy santo que sea, se tenga por seguro e inmune a la tentación; para enseñarnos el modo de vencer las tentaciones; y para infundir en nosotros la confianza en su misericordia.

Por eso, el Doctor Angélico nos dice: “Sobre este punto conviene notar que Cristo nos enseñó a pedir no que no seamos tentados, sino que no caigamos en la tentación. Porque si el hombre vence la tentación, merece premio”. Dios permite que el demonio actúe, “deja que las malas inclinaciones de nuestra naturaleza caída nos atormenten, para que de esta manera podamos obtener méritos.

Y a este respecto observa el P. Royo Marín: “Son innumerables las ventajas de la tentación vencida con la gracia y ayuda de Dios. Porque humilla a satanás, hace resplandecer la gloria de Dios, purifica nuestra alma llenándonos de humildad, arrepentimiento y confianza en el auxilio divino; nos obliga a estar siempre vigilantes y alerta, a desconfiar de nosotros mismos, esperándolo todo de Dios; a mortificar nuestros gustos y caprichos; excita a la oración; aumenta nuestra experiencia, y nos hace más circunspectos y cautos en la lucha contra nuestros enemigos”.

Del mismo modo que no se puede premiar a un corredor que ni siquiera se ha levantado de la cama, o a un intelectual que no ha escrito ni ha disertado sobre nada, en la vida espiritual pasa lo mismo: para recibir la recompensa en la eternidad tenemos que ser probados en esta vida.

Nada alegra más a nuestro enemigo que el desánimo

Por lo tanto, la tentación no nos debe entristecer, ya que representa la hora del heroísmo y de la alegría: es cuando demostramos nuestro amor a Dios. ¡Cristo nos dio el ejemplo! En esos cuarenta días de oraciones y padecimientos en el desierto, conquistó las gracias necesarias para nuestra perseverancia, incluso las gracias específicas para que hagamos bien los ejercicios cuaresmales preparatorios para la Pascua. 

Y aunque sucumbamos ante alguna tentación, Él nos obtuvo las fuerzas para levantarnos y continuar en el camino de la santificación.

Así que cuando la tentación viene, no podemos tolerar desánimo alguno, porque el que resiste y el que ya ha vencido es Cristo, la Cabeza del Cuerpo Místico del cual somos miembros.

El principal objetivo del demonio cuando nos tienta es quitarnos el ánimo, pues si lo consigue nos atrapará entre sus garras. El ánimo, por el contrario, nos mantiene en las manos de Dios y de la Santísima Virgen.

“Lo que alegra al enemigo no son tanto nuestras faltas como el abatimiento y la pérdida de confianza en la misericordia divina que nos producen”.Por eso, San Francisco de Sales, en una carta dirigida a una hija espiritual, advierte: “La desconfianza que sentís en vos misma es buena, siempre que os sirva de fundamento para la confianza que debéis tener en Dios; pero, si alguna vez os llevase al desaliento, a la inquietud, disgusto o melancolía, os conjuro a que la rechacéis como la mayor de las tentaciones, y no permitáis jamás a vuestro espíritu discutir ni protestar a favor de la inquietud o del desaliento del corazón al que os podáis sentir inclinada”.

Las fieras del desierto y los animales del Paraíso

…vivía con las fieras…

Basándose en los Padres de la Iglesia, comentaristas como Fillion o Maldonado, o incluso el mismo Santo Tomás, consideran “que San Marcos hizo esa afirmación para subrayar, con la vivacidad propia del discípulo de San Pedro, el carácter salvaje de la región donde Jesús se retiró, y acentuar la completa soledad en la que Él pasó esos cuarenta días y cuarenta noches. San Juan Crisóstom  comenta que San Marcos habría dicho esto para mostrar qué clase de desierto era, porque no había caminos para los hombres y estaba lleno de animales feroces. Pero estas palabras también pueden ser analizadas en un sentido más profundo.

En aquel tiempo, no faltaban en las inmediaciones del Jordán hienas, chacales, leopardos o jabalíes, según informa, entre otros, el mencionado Fillion. Ahora bien, si en el Paraíso todos los animales obedecían enteramente a Adán, en aquel desierto se abalanzaban sobre los hombres, atemorizándolos y obligándolos a huir.

¿Habría querido el Divino Maestro soportar una debilidad más de la humanidad caída? Si quiso experimentar el temor provocado por la presencia de las fieras, es bien cierto que lo “venció de manera grandiosa, obteniéndonos todavía más fuerzas para superar las adversidades, dramas y complicaciones que la vida nos presenta.

Servido como Dios por ministerio angélico

…y los Ángeles lo servían.

La presencia de los Ángeles también es misteriosa y llena de significado.

¿Se habrían alejado de su Señor hasta el final de las tentaciones, como lleva a creer el relato de los otros sinópticos? ¿O habrían permanecido sirviéndole y sustentando su vida terrena durante esos cuarenta días y cuarenta noches en las que no comió ni bebió nada?

Nada impide, en nuestra opinión, que nos imaginemos a la corte celestial descendiendo hasta el desierto y regresando al Cielo durante todo ese período, a fin de asistir a la naturaleza humana de su Creador. Al contrario, a eso invita el comentario de San Beda: “Debemos considerar también que Cristo mora entre las fieras como Hombre, y que es servido por ministerio angélico como Dios”.

Convertíos y creed en el Evangelio

 

Después de que Juan fue entregado, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios;  decía: “Se ha cumplido el tiempo y está cerca el Reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio”.

Tras esta sublime preparación, en el reloj de la Historia, todo estaba listo para la aparición del Salvador en el escenario de la vida pública de Israel. Concluido su retiro, y vencidas las tentaciones, se entregará ardorosamente al cumplimiento de su misión. Tan sólo faltaba la señal que la Sabiduría divina había dispuesto para el comienzo de la predicación de la Buena Nueva: la prisión de Juan el Bautista.

Con ésta se inicia el ocaso del Antiguo Testamento. No obstante, sin que dé tiempo a la llegada de la noche, raya la aurora de una nueva era, más radiante, iluminada por el verdadero Sol de la Salvación. “Se ha cumplido el tiempo y está cerca el Reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio”. Con estas palabras abre el Divino Maestro su predicación, evocando los términos en los que el Precursor había anunciado su llegada (cf. Mt 3, 1-2).

En la Liturgia de este domingo la Iglesia quiere transmitirnos un mensaje: Dios nos ama y desea perdonarnos. Está dispuesto a reconciliarse con nosotros, a hacer con nosotros una alianza inquebrantable. Pero es necesario que reavivemos la fe y cambiemos de vida, como nos exhorta Jesús: “Convertíos y creed en el Evangelio”.

III – ¿Cómo corresponder a ese amor?

Con respecto a esa conversión, es menester que nos resguardemos de un peligroso error.

En nuestra vida espiritual, a menudo nos falta la compenetración de la necesidad de ser santos. 

Con frecuencia, procuramos ser sencillamente correctos y nos olvidamos de la exhortación, tantas veces repetida, que el Concilio Vaticano II nos hace: “El divino Maestro y Modelo de toda perfección, el Señor Jesús, predicó a todos y cada uno de sus discípulos, cualquiera que fuese su condición, la santidad de vida, de la que Él es iniciador y consumador: ‘Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto’ (Mt 5, 48)”.

“En gravísimo error están —enseña San Alfonso María de Ligorio— quienes sostienen que Dios no exige que todos seamos santos, ya que San Pablo afirma: ‘Ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación’ (I Tes 4, 3). Dios quiere que todos seamos santos, y cada uno según su estado, el religioso como religioso, el seglar como seglar, el sacerdote como sacerdote, el casado como casado, el mercader como mercader, el soldado como soldado, y así de los demás estados y condiciones”.

Progresar en el amor y en el conocimiento

Para el cumplimiento de esta obligación, la Iglesia nos orienta maternalmente a través de la Liturgia de hoy. La Oración Colecta, según la traducción litúrgica de Brasil, nos indica ya, en cierto modo, el camino: “Concédenos, oh Dios todopoderoso, que a lo largo de la Cuaresma podamos progresar en el conocimiento de Cristo y corresponder a su amor por una vida santa”.

En efecto, necesitamos “progresar en el conocimiento de Cristo”, pues al ser Dios y Hombre verdadero es el arquetipo de todo el universo, como dice el Apóstol: “En Él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles” (Col 1, 16).

¿Pero basta con conocer? No. Porque, como bien dice San Juan de la Cruz, en el batardecer de esta vida seremos juzgados según el amor. La más profunda comprensión de la doctrina nos debe servir, sobre todo, para aumentar en nosotros la caridad, de forma que al conocer mejor la adorable Persona de Jesús, tengamos mayores posibilidades de “corresponder a su amor”.

Dios espera nuestra conversión

Sin embargo, no obtendremos nada de eso sin el auxilio de la gracia. El hombre por sí mismo no tiene fuerzas para adecuar, de forma estable, sus pensamientos, deseos, acciones y sentimientos a Jesús. Para que sea efectiva la conversión a la que el Señor nos invita mediante esta Liturgia, es indispensable que juntemos las manos para rezar y decir, con el profeta: “Conviérteme y yo me convertiré, porque Tú, Señor, eres mi Dios” (Jer 31, 18).

Ese deseo nuestro de cambiar de vida en este período de penitencia cuaresmal debe estar, por lo tanto, impregnado de mucha confianza. El triunfo de Cristo en el desierto obtuvo gracias superabundantes para que todo su Cuerpo Místico venciera las tentaciones del demonio. Nuestra fortaleza está en Jesús y, mientras no nos separemos de la Cabeza, satanás no podrá nada contra nosotros.

Pero si al hacer el examen de conciencia encontramos una falta aquí y otra allá, no nos desesperemos: “Cristo sufrió su Pasión, de una vez para siempre, por los pecados, el justo por los injustos, para conducirnos a Dios”. Conquistó la victoria sobre nuestras faltas de una vez por todas. Basta que reconozcamos nuestra miseria y pidamos perdón.

¿Cómo retribuir tanta bondad?

Supliquemos ardientemente a María Santísima la gracia de una auténtica conversión, es decir, la comprensión entusiasmada y admirativa del inefable amor de su Divino Hijo por cada uno de nosotros, para que nos conduzca hacia una vida santa, camino del Cielo.

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