Tanto el alba de la vida de la Virgen como su ocaso se iluminaron con destellos de refulgente luz. A la perfecta inocencia de su alma, limpia de cualquier mancha, corresponde de manera conveniente y admirable la más amplia glorificación de su cuerpo virginal.
El cumplirse los cien años desde que el pontífice Pío IX, de inmortal memoria, definió solemnemente este privilegio singular de la Virgen Madre de Dios [la Inmaculada Concepción], plácenos resumir y concluir toda la cuestión con unas palabras del mismo pontífice, afirmando que esta doctrina ha sido, «según el juicio de los Padres, contenida en las divinas Escrituras, confiada a la posteridad con testimonios gravísimos de los mismos, puesta de relieve y cantada por tan gloriosos monumentos de la veneranda antigüedad, y expuesta y defendida por el sentir soberano y respetabilísima autoridad de la Iglesia», que no hay en verdad para los sagrados pastores y para los fieles todos «cosa más dulce, nada más querido, que agasajar, venerar, invocar y hablar en todas partes con encendidísimo afecto a la Virgen Madre de Dios, concebida sin mancha original».1
Dos insignes privilegios marianos…
Parécenos, además, que esta preciosísima perla con que se enriqueció la sagrada diadema de la Bienaventurada Virgen María brilla hoy con mayor fulgor, habiéndonos tocado, por designio de la Divina Providencia, en el Año Santo de 1950, la suerte —está todavía vivo en nuestro corazón tan grato recuerdo— de definir la Asunción de la Purísima Madre de Dios en cuerpo y alma a los Cielos, satisfaciendo con ello los deseos del pueblo cristiano, que de manera particular habían sido formulados cuando fue solemnemente definida su Concepción Inmaculada.
En aquella ocasión, en efecto, como ya escribimos en la carta apostólica Munificentissimus Deus, los corazones de los fieles fueron movidos por un más vivo anhelo de que también el dogma de la Asunción corporal de la Virgen a los Cielos fuera definido cuanto antes por el supremo magisterio de la Iglesia.
Parece, pues, que con esto todos los fieles pueden dirigir de una manera más elevada y eficaz su mente y su corazón hacia el misterio mismo de la Inmaculada Concepción de la Virgen. Pues por la estrecha relación que hay entre estos dos dogmas, al ser solemnemente promulgada y puesta en su debida luz la Asunción de la Virgen al cielo —que constituye como la corona y el complemento del otro privilegio mariano—, se ha manifestado con mayor grandeza y esplendor la sapientísima armonía de aquel plan divino, según el cual Dios ha querido que la Virgen María estuviera inmune de toda mancha original.
Por ello, con estos dos insignes privilegios concedidos a la Virgen, tanto el alba de su peregrinación sobre la tierra como el ocaso de su vida se iluminaron con destellos de refulgente luz; a la perfecta inocencia de su alma, limpia de cualquier mancha, corresponde de manera conveniente y admirable la más amplia glorificación de su cuerpo virginal; y Ella, lo mismo que estuvo unida a su Hijo unigénito en la lucha contra la serpiente infernal, así también junto con Él participó en el glorioso triunfo sobre el pecado y sus tristes consecuencias.
… que deben impulsarnos a conseguir la virtud
Es necesario que la celebración de este centenario no solamente encienda de nuevo en todas las almas la fe católica y la devoción ferviente a la Virgen Madre de Dios, sino que haga también que la vida de los cristianos se conforme lo más posible a la imagen de la Virgen.
De la misma manera que todas las madres sienten suavísimo gozo cuando ven en el rostro de sus hijos una peculiar semejanza de sus propias facciones, así también nuestra dulcísima Madre María, cuando mira a los hijos que junto a la cruz recibió en lugar del suyo, nada desea más y nada le resulta más grato que el ver reproducidos los rasgos y virtudes de su alma en sus pensamientos, en sus palabras y en sus acciones.
Ahora bien, para que la piedad no sea sólo palabra huera, o una forma falaz de religión, o un sentimiento débil y pasajero de un instante, sino que sea sincera y eficaz, debe impulsarnos a todos y a cada uno, según la propia condición, a conseguir la virtud. Y en primer lugar debe incitarnos a todos a mantener una inocencia e integridad de costumbres tal, que nos haga aborrecer y evitar cualquier mancha de pecado, aun la más leve, ya que precisamente conmemoramos el misterio de la Santísima Virgen, según el cual su concepción fue inmaculada e inmune de toda culpa original.
«Haced lo que Él os diga»
Parécenos que la Beatísima Virgen María, que durante toda su vida —lo mismo en sus gozos, que tan suavemente le afectaron, como en sus angustias y atroces dolores, por los cuales fue constituida Reina de los mártires— nunca se apartó lo más mínimo de los preceptos y ejemplos de su divino Hijo, nos parece, decimos, que a cada uno de nosotros repite aquellas palabras que dijo a los que servían en las bodas de Caná, como señalando con el dedo a Jesucristo: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2, 5).
Esta misma exhortación, usándola, desde luego, en un sentido más amplio, parece que nos repite hoy a todos nosotros, cuando es bien claro que la raíz de todos los males que tan dura y fuertemente afligen a los hombres y angustian a los pueblos y a las naciones, está principalmente en que no pocos «han abandonado al que es la fuente de agua viva y han cavado aljibes, aljibes rotos, que no pueden retener las aguas» (Jer 2, 13); han abandonado al único que es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6).
Si, pues, se ha errado, hay que volver a la vía recta; si las tinieblas han envuelto las mentes con el error, cuanto antes han de ser eliminadas con la luz de la verdad; si la muerte, la que es verdadera muerte, se ha apoderado de las almas, con ansia y con prisa, hay que acercarse de nuevo a la vida; hablamos de esa vida celestial que no conoce el ocaso, ya que proviene de Jesucristo, siguiendo al cual confiada y fielmente, en este destierro mortal gozaremos con sempiterna beatitud, a una con Él, en la eterna. […]
A los hijos de Roma
A vosotros, hijos de Roma, os hablamos con las palabras de nuestro predecesor de santa memoria León Magno: «Si toda la Iglesia esparcida por el mundo entero debe florecer en todo género de virtudes, vosotros debéis aventajar a los demás pueblos con los frutos de vuestra piedad, ya que, fundados en la base misma de la piedra apostólica, fuisteis redimidos con todos por Nuestro Señor Jesucristo, y con preferencia a los demás fuisteis instruidos por el bienaventurado apóstol Pedro».2
Muchas son las cosas que en las actuales circunstancias es necesario que encomienden todos a la tutela de la Bienaventurada Virgen y a su patrocinio y potencia suplicante. Pidan en primer lugar que cada uno ajuste cada día más, como hemos dicho, sus costumbres a los preceptos cristianos, con el auxilio de la divina gracia, ya que la fe sin las obras es cosa muerta (cf. Sant 2, 20.26), y ya que nadie puede hacer nada, como conviene, por el bien común, si antes él mismo no es un ejemplo de virtud para los demás.
Fragmentos de: PÍO XII. Fulgens corona, 8/9/1953.
1 BEATO PÍO IX. Ineffabilis Deus.
2 SAN LEÓN MAGNO. Sermo III, c. 14: PL 54, 147-148