La tradición ha acuñado el dicho Per crucem ad lucem —por la cruz a la luz— para indicar que a través de las tareas y quehaceres cotidianos nos elevamos hacia la luz divina. Pues bien, ¿y si dijéramos que la expresión contraria, Per lucem ad crucem —por la luz a la cruz—, también es verdadera? Veamos un ejemplo.
Interrogado por Jesús sobre quién decían que era Él, San Pedro respondió con decisión: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16, 16). A lo que el divino Maestro replicó: «¡Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos» (Mt 16, 17).
Así, después de que la luz de la gracia impregnara el alma del primer Papa, el Salvador le ofreció la cruz, cuando anunció su muerte (cf. Mt 16, 21). Pedro, sin embargo, se mostró incrédulo y enseguida recibió la mayor censura proferida de los labios de Jesús: «¡Quítate de mi vista, Satanás!» (Mt 16, 23) —los propios fariseos son llamados «sólo» hijos del diablo (cf. Jn 8, 44). Aquel primer flujo luminoso interior pretendía preparar al príncipe de los Apóstoles para la cruz. No obstante, la rechazó, como prefigura de su triple negación al borde de la Pasión redentora. Las luces sin cruces a las tinieblas conducen…
El fresco de Cristo crucificado adorado por Santo Domingo de Guzmán, pintado por Fra Angélico, retrata muy bien que la cruz no sólo es un medio, sino una meta. Esa imagen se encuentra a la entrada del claustro del convento de San Marcos, de Florencia, y otrora le recordaba al fraile que allí ingresaba que debía morir al mundo, ser «crucificado con Cristo» (Gál 2, 19), siguiendo el ejemplo de su fundador.
La naturaleza ha sido borrada de la escena: el azul del cielo es monótono y el suelo, desértico y sin erosión. Cristo está muerto, pero sereno. Todo converge hacia el mayor sacrificio, la misa de todas las misas, la inmolación cruenta —nótense las grandes gotas de sangre— del Cordero sin mancha. En la cruz, finalmente, es donde todo se consuma (cf. Jn 19, 30) y desde donde Cristo atrae a todos hacia sí (cf. Jn 12, 32). La cruz es, literalmente, crucial.
El «pintor de la luz» conduce al espectador a contemplar la mirada fija de Domingo, clavada en el amor de su vida. En efecto, a través de los ojos del fundador es como el fraile debería elevar sus vistas hacia el Crucificado.
Arrodillado, el «varón evangélico» tensa la frente y los labios, indicando concentración; su nuez dilatada revela su apasionada atracción por la cruz. De hecho, en él se cumple fielmente la exhortación de Jesús a Pedro: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga» (Mt 16, 24). En realidad, la cruz de Domingo se configura con la cruz de Cristo.
Además, la escena es elocuente silenciosa: todo calla para que el santo predicador pueda meditar y abrazar literalmente la Pasión de Cristo. Domingo nos aconseja aquí, como lo hizo en vida a un joven, a leer el más perfecto de todos los libros: el de la caridad, o mejor dicho, el Amor mismo encarnado.
Como reza el famoso Soneto a Cristo crucificado —conocido también por su verso inicial, «No me mueve, mi Dios, para quererte»—, lo que mueve a Santo Domingo no es el Cielo por Jesús prometido, ni el infierno tan temido; lo que le mueve es verle clavado en la cruz y escarnecido, ver su cuerpo tan herido, sus afrentas, y su muerte.
Fra Angélico pintó al Crucificado resplandeciente de luz —añadiéndole cal a la pintura, para lograr ese efecto—, como si confirmara que por la cruz es como se llega a la luz. En definitiva, la finalidad del hombre consiste en la felicidad de la visión beatífica, en la eterna contemplación de la luz divina. Sin embargo, vale recordar que el Mártir del Calvario está a la derecha del Padre con su cuerpo resucitado, pero conservando las llagas de la Pasión, como insignias de hermosura, virtud y gloria.1 Por tanto, hasta en el Cielo se pueden vislumbrar los signos de la cruz.
En realidad, en Cristo convergen la luz y la cruz, y, en esencia, el mensaje del beato artista a los frailes —y también a cada uno de nosotros— es este: habéis sido iluminados por la gracia para abrazar la cruz y únicamente por ella encontraréis la luz. La vía unitiva, la más perfecta, consiste, pues, no sólo en unirse a Dios mediante la contemplación, sino en unir la cruz a la luz —y viceversa— en la propia vida. ◊
Notas
1 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q. 54, a. 4, ad 1.