¿Cuál es la peor de todas las lepras?

Publicado el 02/14/2021

“La “lepra” del alma es más contagiosa y terrible que el mal de Hansen, pues arranca la paz de la conciencia, amarga la vida y prepara la muerte eterna. Si fuera tan visible como la lepra física, ¡cuánto más repulsiva sería a nuestros ojos!”

Mons. João Scognamiglio Clá Dias

cristo-y-el-leproso-1547199578-1280x720

Evangelio según San Marcos 1, 40-45

“Se le acerca un leproso, suplicándole de rodillas: “Si quieres, puedes limpiarme”.  Compadecido, extendió la mano y lo tocó diciendo: “Quiero: queda limpio”. La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio. Él lo despidió, encargándole severamente: “No se lo digas a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés, para que les sirva de testimonio”. Pero cuando se fue, empezó a pregonar bien alto y a divulgar el hecho, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en lugares solitarios; y aun así acudían a Él de todas partes (Mc 1, 40-45).”

I – Omnipotencia del Verbo

Jesucristo dio a conocer su humanidad naciendo en una Gruta en Belén, con su hambre, sed o cansancio, e incluso cuando se durmió en la barca. Por otro lado, manifestó su divinidad a través de los innumerables milagros realizados, por ejemplo cuando calmó los vientos y el oleaje con el imperio de su voz, o cuando resucitó a Lázaro. Como Ser infinito, es todopoderoso,1 y por eso, excluyendo lo que sea contradictorio, todas las posibilidades son objeto de su poder. Omnipotente es el nombre propio de Dios (cf. Gen 17, 1), porque su palabra es suficiente, en sí, para producir todas las criaturas (cf. Gen 1, 3-30).

Los milagros de Jesús prueban su divinidad

Ahora bien, Santo Tomás de Aquino enseña que, por estar unida la naturaleza humana de Jesús a la divina, recibió, en cuanto Hombre, la misma omnipotencia que el Hijo de Dios tiene desde toda la eternidad, ya que ambas naturalezas poseen hipostáticamente una sola y única Persona. El Alma adorable de Cristo, como instrumento del Verbo —y no por sí sola—, tiene pleno poder. Éste es el motivo por el que Cristo Jesús dominaba cualquier enfermedad (cf. Mt 8, 8.13,perdonaba los pecados (cf. Mt 9, 6; Mc 2, 9-11), expulsaba los demonios (cf. Mc 5, 8), etc. De ahí que Él pudiera afirmar: “Se me ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra” (Mt 28, 18); y más tarde, San Pablo insistirá en este punto fundamental de nuestra Fe: “para nosotros, es fuerza de Dios” (I Cor 1, 18); Cristo es “fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (I Cor 1, 24);  y más adelante: “nos resucitará también a nosotros con su poder” (I Cor 6, 14).

La fe en esa omnipotencia de Dios nos permite admitir con más facilidad las demás verdades, y de manera especial las acciones que sobrepasan el orden natural. Las obras excelentes y admirables tienen proporción con un Dios todopoderoso: “Porque para Dios nada hay imposible” (Lc 1, 37).

Santo Tomás de Aquino nos dice: “Dios concede al hombre el poder de hacer milagros por dos motivos. Primero, y principalmente, para confirmar la verdad que uno enseña. Porque, al exceder las cosas de la Fe la capacidad humana, no pueden probarse con razones humanas, sino que es necesario probarlas con argumentos del poder divino, a fin de que, haciendo uno las obras que solamente puede hacer Dios, crean que viene de Dios lo que se enseña “y por estos motivos fue convenientísimo que hiciera milagros”.

La Iglesia, un milagro permanentemente renovado

Sí, Jesucristo es el Hijo de Dios vivo, tal como lo afirmó Pedro en Cesarea de Filipo (cf. Mt 16, 16), y por tanto, todopoderoso como el Padre. Entre la multitud de sus milagros, ¿cuál habrá sido el más extraordinario? Es difícil decirlo con total certeza. Sin embargo, una hipótesis no deja de tener una sustancia considerable y gran apariencia de ser la más probable.

La Santa Iglesia ha atravesado innumerables dramas a lo largo de sus veinte siglos de existencia; dramas capaces de hacer desaparecer cualquier estado o gobierno. Ya en sus albores tuvo que enfrentarse al “fijismo” religioso del pueblo judío.
La Redención se obró en el ámbito de esta nación: las primeras acciones, organizaciones y proselitismo fueron efectuados por judíos —el propio Fundador, los Apóstoles, etc.— y exclusivamente sobre los israelitas.

A pesar de esto, siendo una mentalidad blindada en sus concepciones, era de temer que la Iglesia fuese sofocada ya en su nacimiento. ¿Quién podría prever las decisiones del primer Concilio, el de Jerusalén, que recusa el judaísmo y se abre a los gentiles? Si el Espíritu Santo no hubiera inspirado a los Apóstoles en este sentido, ¿cuántos años de vida habrían sido concedidos a la Iglesia?

Pari passu, surgió la herejía de la gnosis, que favorecía las malas inclinaciones de aquellos tiempos. Sus adeptos decían que habían recibido la misión de explicar y resolver el problema de la existencia del mal en el mundo. Fue un gran peligro para la Iglesia en aquella fase histórica.
Si tratáramos de enumerar todos los ataques sufridos por la Iglesia a lo largo de estos dos milenios, sería para nunca acabar. Bástenos recordar las persecuciones romanas, la invasión de los bárbaros, el arrianismo, los cátaros y albigenses, Avignon, el Renacimiento, protestantismo y humanismo, la Revolución Francesa, el comunismo… O sea, la Santa Iglesia viene recibiendo los ataques más violentos que haya conocido la Historia, ya sea externa o internamente.

No obstante, nunca se ha podido decir que llegó el fin. Esto sólo ocurrirá cuando se cumpla la profecía de Jesús: “Se anunciará el Evangelio del Reino en todo el mundo como testimonio para todas las gentes, y entonces vendrá el fin” (Mt 24, 14).

En función de esta profecía precisamente, Él envió a los Doce al mundo entero, para que predicaran y bautizaran, incluso en medio de las persecuciones, pero siempre convencidos de que “el poder del infierno no la derrotará” (Mt 16, 18).

El Redentor afirmó además, tajantemente: “Se me ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra. […] Y sabed que Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos” (Mt 28, 18.20).

En estos dos versículos vemos cómo la Iglesia ha existido, existe y existirá siempre por un milagro, renovado permanentemente por las divinas y adorables manos de su Fundador.

Es teniendo en cuenta la omnipotencia divina, tan claramente comprobada por los milagros del Hombre Dios, Jesucristo, de manera especial el de la inmortalidad de la Santa Iglesia, como ha de comprenderse la curación del leproso relatada por el Evangelio de este sexto domingo del Tiempo Ordinario.

II – La cura del leproso

 “Se le acerca un leproso, suplicándole de rodillas: “Si quieres, puedes limpiarme”.

La lepra siempre fue una enfermedad dramática, de indescriptibles sufrimientos físicos y graves consecuencias sociales. Además, en aquellos tiempos era incurable en la mayoría de los casos.

La más temida de las enfermedades

Pequeñas manchas blancas, insensibles, en cualquier parte de la epidermis —que con el tiempo degeneran en úlceras y se esparcen por todo el cuerpo— pueden ser indicio de este mal. Cuando llega al auge, pies y manos se vuelven edematosos, las carnes se abren, las uñas se caen y, a continuación, se desprenden los dedos. La cara se vuelve monstruosa y se enronquece la voz. De las fosas nasales —ya a la vista por la degeneración de su exterior, pues la nariz acaba descarnándose— escurre un líquido purulento que se mezcla con la terrible fetidez del aliento.

Estos efectos terminan causando en la víctima, aparte de dolores físicos, un abatimiento anímico tan grande que fácilmente lo conduce a la desesperación y, por fin, a la muerte. Pero si, por el contrario, obtiene la curación, una blancura asombrosa cubrirá su cuerpo de alto abajo.

Por todo esto, la lepra era de las enfermedades más temidas entre los judíos, y muchas veces la tomaban como un castigo de Dios (cf. II Cron 26, 19-20); cuando se indignaban contra alguien, sólo en casos extremos le deseaban esta plaga (cf. II Sam 3, 29; II Re 5, 27).

Al ser declarado impuro por el sacerdote, el leproso era inmediatamente excluido de la sociedad. Debía irse a vivir al campo, pudiendo relacionarse solamente con otros leprosos (cf. Lc 17, 12). No se trataba de vivir en un presidio, porque, en las ciudades no rodeadas por murallas, podía entrar en las sinagogas e incluso quedarse en un rincón, aislado del resto por una especie de balaustrada, siempre y cuando entrara el primero y saliese el último. Sin embargo, el simple desplazamiento de un lugar a otro se le hacía cada vez más difícil porque el mal le penetraba lentamente por todo el organismo, alcanzando no sólo las carnes sino también los músculos y tendones, nervios y huesos.

Para acentuar esta dramática situación, el leproso, con una voz ronca y por detrás de un paño de lino que cubría la parte inferior del rostro, estaba obligado a gritarle a los transeúntes: “Tamé! Tamé! —¡Impuro! ¡Impuro!” (Lev 13, 45), para evitar así que se le acercasen.

En medio del avance de la enfermedad, progresa también la fe

El leproso del Evangelio de hoy debía tener un tanto de vida interior, estando, por lo tanto, habituado, de un modo u otro, a la oración. Por eso, al arrodillarse manifiesta en el fondo la misma fe y humildad del centurión cuando dijo a Jesús: “Señor, no soy digno” (Mt 8, 8)”.

La escena nos recuerda también la oración del publicano en contraste con la del fariseo que sube al Templo para rezar (cf. Lc 18, 10-13). En los tres casos se trata de una humildad auténtica, de corazón, pues Dios no soporta la hipocresía. ¡Cuántas oraciones habrá rechazado Dios a lo largo de los siglos por causa del orgullo farisaico con que fueron realizadas!

En medio del avance de su ruina física, la fe del leproso también progresaba, al punto de que, al encontrarse con Jesús, creyese en su omnipotencia divina y su infinita bondad. Estaba seguro de que una simple manifestación de la voluntad del Salvador era suficiente para curarlo.

Ternura, bondad y compasión del Divino Médico

 Compadecido, extendió la mano y lo tocó diciendo: “Quiero: queda limpio”. La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio.

La reacción de Jesús no fue de extrañeza, mucho menos de desprecio o de horror, sino de compasión. Es así como se manifiesta su Sagrado Corazón cuando le presentamos, con humildad y verdadero arrepentimiento, nuestras miserias.

El carácter instantáneo de la curación demuestra el poder absoluto de su voluntad y nos hace suponer que el ex leproso quedó más hermoso en su aspecto general que antes de contraer la enfermedad. Este acontecimiento nos llena de confianza, porque también nosotros podemos obtener la cura de nuestro orgullo, y de tantos otros defectos si, con ardor, humildad y perseverancia vamos al encuentro de Jesucristo, implorándole que se apiade de nosotros.

Por eso, jamás debemos desesperar de la cura de nuestras miserias espirituales. Por peores que éstas puedan ser, nunca podrán superar el infinito poder de Dios, a quien le bastará siempre un mero acto de voluntad. Y cuanto más insolubles parezcan nuestras crisis, más rutilante será la gloria del Divino Médico. Si recurrimos a Él encontraremos ternura, bondad y compasión.

Jesús completa la obra enviando la prueba a los sacerdotes

Él lo despidió, encargándole severamente:  “No se lo digas a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés, para que les sirva de testimonio”.

La caridad también posee como que un santo pudor, semejante al de la virtud de la castidad, y por eso busca cubrirse de velos ante las miradas ajenas. A este respecto, comenta San Juan Crisóstomo: “Así, por este leproso quiere el Señor hacernos humildes y sin vanagloria. […] Mas ¿por qué le mandó presentarse al sacerdote y ofrecer un don? Porque también aquí quería cumplir con la Ley. Porque ni siempre prescindía el Señor de las ordenaciones legales ni siempre las guardaba, sino que unas veces hacía una cosa y otras otra. Con lo uno, preparaba el camino de la futura filosofía; con lo otro, cerraba las bocas insolentes de los judíos, a par que condescendía con su flaqueza.

Estos versículos nos muestran el gran empeño de Jesús en que la Ley fuese observada. El beneficiario del milagro quería seguir al Señor y no abandonarlo más, pero Él le habla en tono severo y amenazador, obligándolo antes que nada a presentarse ante los sacerdotes.

Obtenida una curación tan brillante de una enfermedad que lleva a la muerte, se comprende que el favorecido por la cura no quisiera apartarse, aunque fuera para cumplir unos cuantos preceptos legales; pero Jesús no quería escandalizar a nadie, y por eso evitaba dar la impresión de que sus actos eran contrarios a las prescripciones de Moisés.

En la Antigua Ley, el sacerdote se limitaba a constatar y registrar la cura corporal; en el Nuevo Testamento no sólo constata la cura, sino que presta su laringe a Jesús para que Él la realice verdaderamente.

El Divino Maestro se quedaba en los lugares desiertos

Pero cuando se fue, empezó a pregonar bien alto y a divulgar el hecho, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en lugares solitarios; y aun así acudían a Él de todas partes.

Por más que el conmovido ex leproso hubiera comprobado la severidad del Divino Maestro, ésta no pudo frenar la exuberancia de su alegría. Partió a proclamar por todas partes la maravilla de la que había sido objeto por parte del Salvador.

Por eso, ya no fue posible que Jesús se mostrara en las ciudades. Se vio obligado a retirarse a los campos desiertos, lejos del gentío que lo aclamaba apenas lo encontraba. De esta forma, tuvo que abandonar durante cierto tiempo su intenso apostolado, dedicándose a la pura contemplación que tanto amaba. Esa contemplación, como sabemos, es causa de los buenos frutos de la acción, tal como comenta San Beda: “Después de hecho el milagro en la ciudad, se retira el Señor al desierto, para manifestar que prefiere la vida tranquila y separada de los cuidados del siglo, y que por esta preferencia se consagra al cuidado de sanar los cuerpos”.

III – Consideraciones finales

Hemos sido concebidos y nacimos con los estigmas del pecado original; por el pecado nos transformamos en enemigos de Dios. Y si la lepra física afea el cuerpo, la del alma —el pecado— la vuelve horrorosa a los ojos de Dios, de los Ángeles y de los Bienaventurados. Esta “lepra” del alma acarrea consecuencias hasta para el cuerpo, pues, como dijo el Señor, “todo el que comete pecado es esclavo” (Jn 8, 34), perjudicando, así, también su propia salud física.

Efectos de la lepra del cuerpo y de la “lepra” del alma”

“Si por un lado el leproso se vuelve un paria de la sociedad, condenado al aislamiento y al abandono, por otro lado, el pecado no sólo hace perder la inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma del pecador, sino que lo excluye de la sociedad de los elegidos y de los Santos.

Además, la “lepra” del alma es más contagiosa que la física, pues su propagación puede hacerse incluso a distancia, mediante palabras, conversaciones, pensamientos, escándalos, malos ejemplos, influencia, maledicencia, etc., y muchas veces de manera tal que no se logran reparar los males oriundos de su difusión.

Tampoco debemos olvidar el hecho de que los que sufren esta enfermedad física sólo se comunican entre sí, y no con los que no la padecen, no acrecentando de este modo su desgracia. Pero con la “lepra” del pecado no sucede lo mismo: al causar contagio, aumentamos nuestra culpa.

Por más que la lepra conduzca a condiciones miserables que, sin tratamiento, sólo desembocan en la muerte, el pecado es mucho peor, puesto que le arrebata al alma su paz de conciencia, le amarga la vida y le prepara la muerte eterna.

Consideremos aún la gran superioridad del alma sobre el cuerpo. Ésta ha sido creada como imagen de la Santísima Trinidad y, como obra maestra de las manos de Dios, lleva además consigo el precio infinito de la preciosa Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. Por esto mismo, los males del alma siempre son más graves que los del cuerpo.

Y, siendo físicos los estigmas del mal de Hansen, son fáciles de ser reconocidos por la víctima; en cambio, en sentido opuesto, el pecador, mientras más avanza en las tortuosas vías del pecado, menos se percata del abismo al que va rodando. Entonces, ¿cómo podrá obtener la cura?

Es además terrible el pensar también que los sufrimientos de un leproso abandonado a su propia suerte se acaban con su fallecimiento y, si los aceptó con resignación y amor a Dios, abrirá sus ojos para la eternidad feliz. Los del pecador no sólo se perpetúan en la eternidad, sino que se vuelven incomparablemente más atroces después de la muerte.

No dejemos pasar un solo día sin recibir a Jesús Eucarístico

¿Cómo curar la “lepra” del pecado?
Muchos son los caminos que llevan a la curación total, es decir, la santidad plena. Sin embargo, existe uno que sobresale entre todos, y nos lo indica el Evangelio de hoy cuando afirma que el leproso “se le acerca”, o sea, fue en busca de Jesús.

No se trata de esperar que Jesús vaya hacia el pecador; es éste quien debe ir en busca del Señor. Y mientras más avanzado sea el estado de su “lepra”, más confianza debe tener en que   será bien recibido. No debe permitirse jamás el mínimo asomo de desánimo, o peor todavía, de desconfianza.

¿Y dónde encontrar a Jesús?

El Señor no está de paso entre nosotros, como sucedió en la vida del leproso del Evangelio, sino de manera permanente: “Sabed que Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos” (Mt 28, 20).

¡Sí! Cristo se encuentra constantemente en la Eucaristía en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Y será con la Comunión frecuente —mejor aún, en la diaria— como Él irá asumiendo interiormente a quienes en su gracia lo reciben, para hacerlos así cada vez más semejantes a su santidad.

Aquellas divinas y sagradas manos, cuyas caricias encantaban a los pequeños, y curaban a todos los enfermos a quienes se acercaban; esas mismas manos todopoderosas que calmaban los vientos y los mares, devolvían la vida a los cadáveres y perdonaban los pecados, estarán en el interior de quien reciba a Jesús en la Comunión Eucarística para santificarlo.

Es altamente conveniente aceptar la invitación que la Iglesia hace a todos los bautizados, en el sentido de que no dejemos pasar ni un solo día sin recibir a Jesús Eucarístico; pero su acción será todavía más eficaz en las almas que lo hagan por medio de Aquella que lo trajo a la Encarnación: su Madre y nuestra, María Santísima.

Deje sus comentarios

Los Caballeros de la Virgen

“Caballeros de la Virgen” es una Fundación de inspiración católica que tiene como objetivo promover y difundir la devoción a la Santísima Virgen María y colaborar con la “La Nueva Evangelización” , la cual consiste en atraer los numerosos católicos no practicantes a una mayor comunión eclesial, la frecuencia de los sacramentos, la vida de piedad y a vivir la caridad cristiana en todos sus aspectos. Como la Iglesia Católica siempre lo ha enseñado, el principal medio utilizado es la vida de oración y la piedad, en particular la Devoción a Jesús en la Eucaristía y a su madre, la Santísima Virgen María, mediadora de las gracias divinas. Sus miembros llevan una intensa vida de oración individual y comunitaria y en ella se forman sus jóvenes aspirantes.

version mobile ->