
¿Te ves acometido de tentaciones? No hay que inquietarse por eso. Deja al demonio que se desespere; ten todas las puertas de tu castillo interior bien cerradas, y acabará cansándose y dejándote en paz; o sino se cansa, Dios le hará levantar a su debido tiempo el cerco.
Padre Georges Hoornaert, S.J.
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Todos los principios hasta aquí expuestos los ha resumido muy bien San Francisco de Sales:
¿Te ves acometido de tentaciones?
No hay que inquietarse por eso ni cambiar de postura; es el diablo que anda alrededor de tu espíritu, huroneando para ver si puede hallar alguna puerta abierta por donde meterse. Así lo ha intentado con Job, con San Antonio, Santa Catalina de Siena y una infinidad de almas buenas.»
¿Hay que impacientarse por eso?
Deja al demonio que se desespere; ten todas las puertas de tu castillo interior bien cerradas, y acabará cansándose y dejándote en paz; o sino se cansa, Dios le hará levantar a su debido tiempo el cerco.
Si hace tanto ruido y desencadena tan gran tempestad alrededor de tu voluntad: es señal de que no está dentro. Guárdate bien de que tu corazón esté descontento por estos pensamientos tan fastidiosos que te importunan;
Dios no está descontento de ti, antes al contrario. A Él le agrada ver que tu pobre corazón tiembla ante la sombra del mal, como un pollito tiembla al verse amenazado por un ave de rapiña que anda volando por encima.
Recurramos a la cruz, besémosla de corazón, permanezcamos en paz a la sombra de tal árbol santo.
Es imposible que cosa alguna nos manche, mientras tengamos la firme resolución de ser todo de Dios. No hay por qué apesadumbrarse en las tentaciones, sino mantenerse alegre con dulce resignación en la voluntad de Dios.
Las tentaciones no pueden menoscabar en lo más mínimo la pureza del corazón que las rechaza. No hagamos caso de ellas, sino miremos fijamente a nuestro Salvador, que nos espera al otro lado de la tormenta.
Las tentaciones nos perturban porque pensamos demasiado en ellas y las tememos demasiado.
Mantén el señorío de tu alma. Sé fiel, noble y generoso, y no pierdas la paz. El irritarse es señal de que persisten deseos mal reprimidos. Más bien procura no hacer caso de las tentaciones, despreciándolas.
Lo mejor sería pensar lo menos posible en la impureza. A veces será necesario tratar directamente la cuestión de la castidad, como lo hago yo ahora en este libro. En tal caso hablemos más de la pureza que de la impureza, mostrando sobre todo la parte positiva (ventajas de la pureza, su posibilidad, los medios de conservarla), más bien que la parte negativa (la fealdad del vicio).
No nos obsesionemos a la vista de tales miserias. Tengamos amplitud de miras. La religión es sobre todo amor.
Cuando se preguntó a nuestro Señor cuál era la primera virtud, respondió:
La caridad. Ama a Dios, y todo lo demás estará asegurado.
Cuando suena una nota fundamental, siempre va acompañada de sus notas «armónicas», que son como sus satélites sonoros.
El día en que el amor de Dios sea la nota fundamental de nuestra alma, las demás virtudes se vivirán con facilidad. La castidad es una de las consecuencias de la caridad.
Piensa un poco menos en lo negativo: «Esto y lo otro no se puede hacer»; para afianzar más el gran precepto del amor: Ama a Dios con todo tu corazón. Ama y haz lo que quieras.
Resultan muy acertadas a este respecto las dos advertencias de San Ignacio: La primera es que el amor se debe poner más en las obras que en las palabras. La segunda, el amor consiste en la comunicación de las dos partes. (Ejercicios Espirituales n° 230 y 231)
Ama al Señor con toda tu alma, con todas tus fuerzas, y todo lo demás se irá ordenando casi sin pensarlo. Vete a lo esencial, y todo lo demás se te dará por añadidura.
Así concibió San Ignacio la vida religiosa. Para concluir sus Ejercicios espirituales y dar el golpe decisivo, propone la Contemplación del amor divino.
Traeré a la memoria los beneficios recibidos ponderando con mucho afecto cuánto ha hecho Dios nuestro Señor por mí… Y con esto reflexionar sobre mí mismo, considerando con mucha razón y justicia lo que yo debo de mi parte ofrecer y dar a la Su Divina Majestad… (Ejercicios Espirituales n° 234).