Cuando el cielo y la tierra estaban cerca

Publicado el 04/15/2021

El joven canónigo Pedro González Telmo estaba penetrado por el peor de los espíritus del mundo: el de las cosas sagradas. Movido por la gracia, rompió con el mundo y entró a la Orden de los dominicos. Se transformó en un célebre predicador e influyó con sus consejos al propio Rey San Fernando, llegando a ser incansable evangelizador, especialmente de los marineros.

Plinio Corrêa de Oliveira

San Pedro González Telmo, cuya fiesta celebramos el 15 de abril, nació en el año 1190, en la ciudad de Astorga, España, donde su tío era obispo. Después de brillantes estudios, fue nombrado, siendo muy joven, canónigo de la Catedral.

Su tío le obtuvo de Roma la dignidad de Deán del Capítulo. Pedro debía tomar posesión del cargo en la fiesta de la Navidad. Joven vanidoso, quiso que todo fuese muy lleno de pompa, y que toda la ciudad asistiese al acto.

Montado en un caballo magníficamente enjaezado atravesaba las calles de la ciudad. Llegando a un lugar repleto de personas, aguijoneó al animal para hacerlo galopar con más gracia, aumentando así la admiración del pueblo. Pero el caballo dio un paso en falso y echó al caballero en un pozo lleno de barro. Los gritos de admiración se transformaron inmediatamente en abucheos y burlas.

Se puede imaginar la confusión que sintió González. Sin embargo, le fue saludable. En el mismo lugar exclamó en voz alta: “¡Cómo! ¿Este mismo mundo que yo buscaba agradar se ríe de mí? Pues bien, me burlaré de él cuando sea mi turno. De hoy en adelante le daré las espaldas para comenzar una vida mejor.”

Y, de hecho, abandonó el mundo y entró en la Orden de Santo Domingo. Fue un óptimo religioso y más tarde, no menos excelente predicador.

Su fama llegó hasta el Rey San Fernando, quien le pidió un consejo con respecto a la guerra contra los sarracenos. Más tarde fue evangelizador de los pobres, y particularmente de los marineros, habiendo sido agraciado con el don de los milagros. Predicó sin cesar hasta sus últimos días.

Predijo su muerte, falleciendo en Tuy, asistido por el obispo de la ciudad que lo estimaba mucho. Los marineros de España y Portugal lo invocaban en todas las tempestades bajo el nombre de Sant ́Elmo.

Una tradición muy razonable, pintoresca y psicológica

Su vida es realmente pintoresca, comenzando por esa manifestación del espíritu mundano en un canónigo. Era sobrino del obispo quien había conseguido que fuese nombrado deán del capítulo, o sea, la figura principal del Cabildo.

Hacía parte de las costumbres del tiempo que cuando una persona asumía una dignidad nueva paseaba por la ciudad, revestida de las insignias de su dignidad. Por ejemplo, si alguien era nombrado profesor de una universidad, se paseaba por la ciudad en medio de cohetes, alumnos, etc., vestido con trajes de catedrático, montado a caballo. Naturalmente, era necesario saber hacerlo, ya que la cuestión no deja de comportar algunos riesgos. Así, cuando el estudiante se graduaba y volvía a su ciudad de origen, tomaba el traje de la profesión que ejercería y se paseaba por la ciudad. Y todo el pueblo se enteraba y veía al nuevo profesional graduado, al nuevo doctor que iría a adornar los medios sociales e intelectuales de la pequeña población a la cual pertenecía.

Algo de eso se conservó durante cierto tiempo en el interior de Brasil. Hasta 1920, más o menos, cuando un joven del interior se graduaba en São Paulo, volvía a su ciudad y era acogido con banda de música por las autoridades municipales, y todos los que se encontraban en la estación para recibirlo; lo acompañaban hasta su casa, donde había una cosa horrendamente llamada “boca libre”: la familia ofrecía – al menos cuando podía – una refección para todo el mundo que quisiese comer cuanto fuese de su agrado. Y así quedaba entronizado el nuevo doctor.

Esa tradición tan razonable, pintoresca y psicológica se aplicaba incluso a los reyes. Cuando la reina se casaba con el rey e iba por primera vez a su capital, tenía la joyeusse entrée, entrada alegre, donde se daban recibimientos solemnes y pomposos.

Por ejemplo, Luis XVI y María Antonieta después de casados hicieron una joyeuse entrée en París. Porque era la primera vez que ella iba a esa ciudad oficialmente. Entonces, grande y estrepitoso recibimiento, lo cual es muy conforme al orden natural de las cosas.

En el momento auge de su espíritu mundano, la hora de la gracia

Entonces, el nuevo canónigo está a punto de entrar a caballo en la ciudad, acontecimiento que debería estar envuelto de gran pompa y circunstancia. Imaginemos a un hombre guapo, montado en un bello caballo, con aquellos trajes bonitos de canónigo y deán del Cabildo. Probablemente habría clérigos que lo acompañaban y cofradías haciendo coro.

Era una época en que no existía anticlericalismo. En nuestros días no hay propiamente anticlericalismo, pero a los ojos de la opinión pública tener un cargo eclesiástico es algo más o menos secundario. Es mejor un cargo eclesiástico, que no tener ningún cargo, ni civil. Pero es mucho mejor tener un cargo civil que uno eclesiástico, más o menos en igualdad de condiciones. Pero en aquel tiempo, no. Los cargos eclesiásticos tenían un alto atractivo mundano.

Entonces, entra nuestro canónigo espoleando su caballo para moverse con más gracia. Aún no existía la “herejía blanca” Esta mentalidad no gus- taría de un canónigo que galopase de prisa. En el concepto “herejía blanca”, [Expresión metafórica creada por el Dr. Plinio para designar la mentalidad sentimental que se manifiesta en la piedad, en el arte y en la cultura en general. Las personas afectadas por ella pierden la fibra, se tornan mediocres, poco propensas a la virtud de la fortaleza, así como a todo lo que signifique esplendor], eso sería contra la caridad y ausencia de buen corazón. Un hombre que anda de prisa a caballo no tiene pena ni de las viudas, ni de los pobres, ni del caballo. Según esta idea deturpada de la piedad, el canónigo, aunque fuese joven, debería montar un animal bien manso, soltar las redes y seguir lentamente por las calles. Entonces todos dirían: “¡Qué bueno es!”

Pero se ve que aún no existía la “herejía blanca” y era bien visto que un canónigo demostrase montar eximiamente su caballo. Entonces, la hora de la gracia lo esperaba en ese momento auge de su espíritu mundano, y el peor de todos que es el de las cosas sagradas. Monta su caballo, aguijonea al animal que empieza a galopar y espera los aplausos que se comienzan a mostrar. De repente, cae en un lodazal.

Modo de la gracia actuar en un español

En cierta ocasión Napoleón iba en su caballo por el Bois de Boulogne o por los Champs Élysées y el pueblo comenzó a aplaudirlo. Entonces, el embajador de Dinamarca que estaba a su lado, le dijo:

– Majestad, ¡qué trono sólido!

A lo que él respondió:

– Señor Embajador. Es un engaño. Los pueblos se vengan de los aplausos que nos dan.

De hecho, quien aplaude está dispuesto al abucheo. Ésta es la miseria humana. Resultado: estaban aplaudiéndolo, se resbala e irrumpe el abucheo. En ese momento entra la gracia de Dios y convierte al hombre. Toca en él, mostrándole lo vacío de todas esas vanidades; y dándole un sentido de desafío a aquel pueblo, exclama: “¡Qué curioso! Esa gente me aplaudía y ¡ah ra me está abucheando…! Y se dijo a sí mismo. “Romperé con ellos y no tendré nada más que ver con ellos”.

Ése es un modo de la gracia actuar en el alma de un español, pues la cuestión se convierte inmediatamente en un desafío “a la corrida de toros”. Actitud sumamente bonita y que me agrada sobremanera. Se rompió: “Lance el desafío y vaya encima y hasta el final, ¡sea radical”! Es bueno que las cosas sucedan de esta forma, y así hizo nuestro santo. Fue tocado por la gracia y entró a una orden religiosa. Se hizo dominico, tornándose célebre como predicador. Es bonito verlo influenciar al rey San Fernando con sus consejos con respecto a la cruzada.

Evocando un hecho con nostalgias

Qué escena bonita: un jefe de Estado santo, que manda llamar a un predicador santo para aconsejarse con respecto a la lucha contra los infieles. ¡Cómo todo esto está lejos! ¿Dónde se encuentra hoy al predicador santo? ¿Y al rey santo? Todo esto se disipó. ¡Y qué nostalgia debemos tener de esos valores que tanto nos hablan a nuestras almas!

Imaginemos ese encuentro: un rey sentado en una silla de brazos con espaldar alto, sobre un pequeño estrado de la sala. El santo predicador entra, y le hace una profunda reverencia desde la entrada, y el monarca le dice con amenidad:

– ¡Fray Pedro, entre y siéntase a gusto!

Entonces comienzan a hablar y, de repente, la conversación sube de punto… y de aquí a poco están tratando de religión, de temas elevados; y eso, dentro del palacio real.

¿Cuál es el palacio donde una escena de esas se da en nuestros días? Cómo eso nos hace sentir la desgracia de nuestro distanciamiento con relación a tantas cosas magníficas, que por esa forma podemos vislumbrar dentro de la luz del pasado. Y cómo es útil, por lo tanto, una ficha biográfica que nos dé la posibilidad de acordarnos de esa felicidad.

Dante dice que ninguna tristeza es mayor que, en el día de la miseria recordarse de la ventura que se fue. Nosotros sufrimos de alguna manera de eso. Estamos en el día de la miseria y nos acordamos de esos días que se fueron. Pero al menos sabemos que hubo eso y que las cosas volverán a ser así. Y en ese valle profundo, tan lejos de lo que fue y tan distante de lo que viene – al menos en el orden real y no cronológico de las cosas –, evocamos eso con nostalgias.

Un modo de morir en la dulzura y en la paz de Dios

Ese santo ejerce además varios oficios: evangelizador de los pobres y, sobre todo, de los marineros. Éstos constituían entonces, una ralea sin fe, ni ley… ¡eran unos aventureros! Se mete en ese ambiente, y sin ninguna necesidad de ser un padre obrero, ni de hacer estúpidas concesiones, mueve a esas almas, porque es un santo.

Hasta el fin de sus días predicó y previó su propia muerte. Es una de las gracias especiales que Dios da a algunos de sus siervos: prever la llegada de la propia muerte. Es un modo de morir en la dulzura y en la paz de Dios. No les causa pánico, pues les da justamente la esperanza de llegar al cielo. Antiguamente eso se hacía con tal naturalidad, que se cuenta que San José de Anchieta, en la pequeña villa de São Paulo, supo con antecedencia el día de su muerte y avisó a varias familias, despidiéndose y explicando con todo candor: “Voy a morir el día tal… tuve una comunicación a ese respecto, y quería agradecerles toda su gentileza y apoyo…”

Es el modo medido y cortesano, en el sentido noble de la palabra, de hacer una visita de despedida en el siglo XVI:

“Me voy a morir. Necesito despedirme de los amigos”.

¡Podemos imaginar el asombro! Sin embargo, no causaba tanto espanto ya que muchas veces, personas que ni eran tenidas como santas, se veían favorecidas con esa gracia y anunciaban la propia muerte. Y quien las oía pensaba que era probable que sucediese. Esas comunicaciones entre el cielo y la tierra no eran excepcionales.

Connaturalidad magnífica con lo sobrenatural

Hoy causaría susto si alguien viniese para decirnos:

– Fulano, vine a despedirme porque me voy a morir.

En el primer momento yo me sentiría tan desconcertado, que me juzgaría obligado a decir:

– ¡No! Usted todavía va a tener una larga vida…

Es el happy end idiota de las cosas modernas. En aquel tiempo, no:

– ¡Ah! ¿Usted va a morir? No me diga… ¿Tuvo una visión? Mire… muchas gracias por haber venido a despedirse. Cuando llegue al cielo, acuérdese de nosotros. Diga de parte mía tal cosa a Nuestra Señora; hable con mi ángel de la guarda de tal otra… no se ol- vide por favor.

– Sí, claro. Sin duda ninguna. No lo olvidaré. Hasta luego.

O sea, es exactamente la connaturalidad magnífica con lo sobrenatural. La armonía con lo celestial es el hábito de las relaciones con lo sobrenatural que crea esas cosas magníficas.

Por ejemplo, en el convento… el santo caminando de un lado para otro y, de repente le dice al prior:

– Padre Prior, juzgo necesario que Su Reverencia provea que alguien me sustituya en el apostolado con los marineros.

– Pero ¿por qué eso?

– Porque he recibido un aviso de que voy a morir.

– ¡Ah! Muy bien entonces.

El prior nombra al sustituto y el santo muere a la hora señalada; la comunidad está presente y asiste a la muerte. Se adormece en el Señor y lo entierran en paz. Hay una alegría general y una unción en el pequeño lugar donde se produce la muerte; el propio obispo que era muy amigo asiste a su muerte. Así, muere bajo las bendiciones y la mirada de su pastor, y con esa naturalidad se va al cielo.

¡Cómo el cielo y la tierra están cercanos! ¡Qué abismos se suprimen dentro de ese florilegio de la Civilización Católica! Y, ¡cuánta cosa bonita fue desapareciendo y que con la ayuda de Dios volveremos a ver en el Reino de María!

Creo que en el Reino de María no va a ser raro que las personas sepan con anticipación la fecha de su propia muerte. ¿Quién sabe? Me resta augurar que esa gracia nos sea dada a todos nosotros. 

Extraído de conferencia de 14/4/1967

Deje sus comentarios

Los Caballeros de la Virgen

“Caballeros de la Virgen” es una Fundación de inspiración católica que tiene como objetivo promover y difundir la devoción a la Santísima Virgen María y colaborar con la “La Nueva Evangelización” , la cual consiste en atraer los numerosos católicos no practicantes a una mayor comunión eclesial, la frecuencia de los sacramentos, la vida de piedad y a vivir la caridad cristiana en todos sus aspectos. Como la Iglesia Católica siempre lo ha enseñado, el principal medio utilizado es la vida de oración y la piedad, en particular la Devoción a Jesús en la Eucaristía y a su madre, la Santísima Virgen María, mediadora de las gracias divinas. Sus miembros llevan una intensa vida de oración individual y comunitaria y en ella se forman sus jóvenes aspirantes.

version mobile ->