La inocencia es el estado del alma a través del cual la persona, con rectitud de espíritu, busca con encanto todos los arquetipos y, por eso, no peca. El sufrimiento es un complemento necesario de la inocencia, que a menudo la hace pasar por lo incomprensible. Este es el momento del puro acto de amor.
Plinio Corrêa de Oliveira
El hombre, aunque haya sido concebido sin pecado original, viviendo en esta tierra –no digo en el Paraíso– pasa por una incompatibilidad entre las condiciones de esta vida y su doble naturaleza espiritual y material.

Encuentro con las Santas Mujeres Basílica Nuestra Señora del Rosario, Guatemala
Claridad de arquetipos y sanidad criteriológica
El ejemplo característico es Nuestro Señor Jesucristo en su Pasión, que pasó por un terrible sufrimiento. El Redentor tenía una naturaleza ordenada, pero había una incompatibilidad entre esa naturaleza y la perspectiva que se le presentaba.
Este choque lo obligó a ejercer una disciplina que ya tenía. Entonces, parece que todo lo que estaba en orden, tropezando con un tremendo obstáculo, se hizo aún más denso para el mantenimiento de ese orden.
Estas consideraciones también se aplican si se trasladan a Nuestra Señora. Concebida sin pecado original, había en ella una continua santificación.
Está fuera de toda duda que en la Santísima Virgen hubo un orden perfecto. Por ejemplo, su instinto materno debió tener una perfección insondable. Pero, ante la idea de la inmolación de su Hijo, sería una imperfección si no tuviera una especie de choque enorme. Y a medida que lo aceptaba, la gracia crecía en Ella.
Queda en mi mente la idea de que, si la Madre de Dios hubiera vivido sin pasar por este sufrimiento, no habría crecido en inocencia.
El concepto de inocencia tiene que ser refinado. De hecho, ha progresado un poco en nuestro vocabulario. Hoy entendemos la inocencia como el estado del alma a través del cual la persona, con toda la rectitud de espíritu natural y la del bautismo –criterio sano– busca con encanto todos los arquetipos y por eso no peca.
Nuestra Señora era inocente en todos los sentidos, pero eminentemente en este. Claridad de todos los arquetipos, fabulosa cordura criteriológica, sin ninguna tendencia al mal causada por el pecado original. Por ejemplo, cuando perdió al Niño Jesús, o en el momento de la Pasión de Nuestro Señor, todos los instintos de la naturaleza humana se movían en Ella en orden. Sería un desastre si no fuera así. Tuvo que comprimir sus sentimientos para mantener ese orden.
El sufrimiento purifica la inocencia
¿Para la inocencia cuál es la necesidad de sufrir y, por tanto, para las demás virtudes?
Las reflexiones ascéticas comunes son espléndidas, pero no sacan a relucir el elemento más recóndito que estoy tratando de exponer.

Jesús con la Cruz a cuestas – Iglesia del Santísimo Nombre de Jesús, Guatemala
Si Nuestra Señora hubiera pasado por la vida sin sufrimientos, especialmente el de la Pasión, el sufrimiento auge, se podría sustentar que al menos una persona adulta pasó su existencia, por decirlo así, en blancas nubes. Si esto hubiera sucedido, por falta de refinar su inocencia, esta no se extendería hasta donde es natural dentro del alma humana y Ella terminaría por no ser del todo inocente.
Sin sufrimiento, la inocencia no se refina. Al no refinarse, la persona deja de adquirir una perfección. ¿Qué significa esto en la vida común de un adulto?
Imaginemos a Roland recién armado caballero. Poco después de esto los sarracenos se retiran, una gran paz invade el Imperio de Carlomagno y él se va a cuidar de la agricultura.
Hay que reconocer que Roland no habría muerto como un gran guerrero si no hubiera habido guerra. Incluso podría ser más heroico aceptar la profesión de agricultor, pero no sería el Roland de la Caballería. Imaginemos la muerte del agricultor Roland. Recibe la noticia de que el enemigo avanza, entonces se levanta de su cama y dice: “¡Por fin yo voy!”, pero muere suponiendo que está perforando el abdomen de un sarraceno y los ángeles lo asisten. Esto es muy hermoso, pero no es el guerrero.
Así también es la inocencia. Si no se hace efectiva, sigue siendo como el guerrero que se convirtió en agricultor. Y en Nuestra Señora me inclino a pensar que el dolor era necesario para completar la inocencia, no para quitarle algo nocivo, sino para añadirle algo que podría compararse a la veleidad si no fuera por el sufrimiento.
Tengo la impresión de que esto sitúa muy bien el sufrimiento dentro de la perspectiva humana, porque visto de esta manera es más aceptable que no poniendo este matiz.
Carácter restituidor del sufrimiento
Una consideración, incluso previa a la anterior, se refiere al carácter restituidor del sufrimiento, según el cual aquel que ha recibido tanto, absolutamente hablando, debe querer hacer un holocausto.

El Niño Jesús entre los doctores – Museo de la Colegiata de Santa María, Borja, España
Si alguien dijera de una persona: “Se le pidió un sacrificio que no quiso hacer y terminó huyendo, pero Dios lo agarró porque había llegado la hora de su holocausto”. Eso no estaría bien. La justicia, amada por el beneficiario, crea en él una sed de inmolación.
Por ejemplo, si alguien me hace una gran gentileza, yo trato de darle un regalo después, que no es un soborno. Incluso si el bienhechor es un inútil, un inválido que nunca más me daría nada, si tengo un alma bien formada debo querer tomar algo de lo que es mío y dárselo, porque él ha tomado algo de sí para dármelo a mí.
Me atrevería a decir que este sufrimiento es ontológica y moralmente necesario, porque sin él no se realiza plenamente la perfección del ser racional, que se convierte en medio ladrón si no restituye.
Esta consideración da una lógica al sufrimiento y nos hace sentir mejor lo necesario que es. Así, adquiere otro aspecto: se acepta voluntariamente y se desea como un elemento de vida.
Cuanto mayor es la inocencia, mayor es el sufrimiento
Para entender bien el tema de la inocencia, es fundamental considerar que hay una proporción entre ésta y el sufrimiento. Por lo tanto, cuanto mayor es la inocencia, mayor debe ser el sufrimiento.
El alma inocente es más sensible que la no inocente, pero adquiere, además de la sensibilidad, una resistencia que no es una insensibilidad, sino una coraza. Se arma con una resistencia en la zona noblemente pura del alma, formando un bello complemento con la delicadeza muy suave que existe detrás de esa parte dura. Es lo contrario, por ejemplo, de un cantinero que canta tangos sentimentales, pero cuando se trata de cobrar una deuda se convierte en un bárbaro de una dureza espantosa, que hace horrores contrarios a lo que estamos hablando.
El inocente tiene delicadezas, pero con firmezas insospechadas ante ciertas situaciones. De este modo, lo que está en potencia en inocencia se transforma en acto. La inocencia no podría adquirir este complemento, que es una especie de dureza heroica, si no fuese al encuentro de la prueba. De esto se deduce que el sufrimiento es un complemento necesario de la inocencia y debe ser proporcional al grado de inocencia.
El apostolado de la inocencia debe ser también el apostolado del sufrimiento. Tenemos que entender cómo es esto.
La seriedad es la inocencia cuando ama la Cruz
Para que Nuestra Señora diera toda la medida de sí misma, en cierto modo convenía que perdiera a su Hijo. Ella, siendo de una inocencia insondable, lo dio todo, pasando por ese sufrimiento insondable.
De ahí que el discípulo, el siervo de Nuestra Señora, sea amigo de la Cruz, o sea, es una reversión de la que no se puede escapar. Y digo más, si queremos tomar en serio el concepto de seriedad, debemos afirmar: la seriedad es la inocencia cuando ama a la Cruz. Fuera de eso no hay seriedad. Lo sostengo a pie juntillas.
Tengo la impresión de que nada es más duro que no ser así, y si la Santísima Virgen no hubiera pasado por todos los dolores, tendría un grandísimo sufrimiento de virtualidades, hirviendo en Ella y tal vez pudriéndose dentro de Ella, peor de lo que Ella sufrió. En otras palabras, una vez puesta la inocencia, era necesario salir del otro lado.
Hay algo que atrae en la línea de la inocencia y hace que, independientemente del aspecto punitivo del sufrimiento, este sea amado. Por ejemplo, es muy bonito que alguien vaya a la Cruzada como penitente, pero es más bonito ir por inocencia. Quisiera reiterar este punto: la inocencia sin sufrimiento es una inocencia que carece de seriedad. La seriedad es la nobleza que adquiere la inocencia cuando choca con el sufrimiento. Sería más o menos como un vapor de agua que choca contra una pared y se condensa, adquiriendo consistencia y nobleza. De lo contrario, queda un poco residual, germinativo y termina siendo nada.

Madre con sus hijos (colección particular)
El sufrimiento ordenador
Me remonto a una conversación que tuve con un miembro de nuestro Movimiento, que estaba muy probado y en el que quise inculcar cierta resignación.
Aunque no era una persona muy inteligente, me dijo algo que me dejó estupefacto: “Usted está hablando de sufrimiento. Pero tiene dos sentidos distintos, porque uno es como usted lo entiende, otro es aquel que yo padezco. El mío es para el que sufre en el mundo. Usted hizo un elogio al sufrimiento que no atañe a aquel que estoy sufriendo. Usted habló del sufrimiento habitable, el mío es inhabitable; del sufrimiento que forma, el mío deforma; del sufrimiento que articula, el mío desarticula. Son dos sufrimientos diferentes. Usted debería hablar del sufrimiento que yo tengo”. Intelectus apertatus discurrit1. Él estaba siendo corregido y, para librarse, supo encontrar la fórmula conveniente. Por lo tanto, debemos describir estas diferencias para que no parezca que estamos haciendo una apología del sufrimiento del réprobo.
Creo que es necesario hacer una descripción psicológica, porque sin ella el tema no queda claro.
Puesto que el sufrimiento es restitutivo y ordenador, el individuo que no sufre nada padecería más que el que sufre.
Imaginemos a una dama que tenga verdaderamente una vocación al matrimonio; ella se casa y quiere tener hijos. Para una señora, tener hijos es un sufrimiento. Sin embargo, su marido muere pronto y ella comienza a tener una vida de viuda solitaria, mucho más tranquila y despreocupada que si tuviera hijos, nietos y bisnietos. En un rincón de su alma ella sufre más que si hubiera tenido todos los padecimientos de la maternidad, de los nietos y bisnietos. Tendría la inutilidad de una vida bien organizadita, con todo ordenadito, pero corroída por dentro porque no sufrió lo que debería haber sufrido.
El sufrimiento insoportable del hombre que no padeció lo que debería es podredumbre, remordimiento, inutilidad. Esto nos hace entender que, en términos absolutos, en la vida sufre menos quien padece lo que necesita sufrir. Del sufrimiento no se escapa. Quien escapa al sufrimiento legítimo cae en las garras de uno mayor e ilegítimo, no aparente.
Fuente de la verdadera paz
Hay que sacar dos conclusiones. Primero: la vida sin sufrimiento no es posible. Segundo: huir del sufrimiento es multiplicarlo, porque la persona fermenta dentro de sí energías que deberían haberse consumido y no lo fueron.
Si queremos educar bien a las personas para el sufrimiento, debemos saber describir, sin efervescencia, el sentimiento de podredumbre y remordimiento, por lo tanto, el aburrimiento del sujeto que no ha sufrido lo que debería haber sufrido.
Sin embargo, debemos evitar la siguiente idea que no tiene la sabiduría de la Iglesia: cuanto más desgraciado, más feliz. Según el espíritu de la Iglesia, en lugar de un principio que podría llevar a una vorágine, entra una segunda verdad que le da a ese principio un equilibrio fantástico.
El individuo llamado a sufrir menos debe tener un verdadero entusiasmo por aquel que ha sido llevado a sufrir más. No puede sentir horror por su presencia, sino que debe acercarse a él como a una víctima sagrada.
Considero la huida del sufridor, algo característico de la civilización hollywoodiana, como una cobardía espantosa. El inocente debe tratar de discernir en los hechos los sufrimientos, reconocer el suyo, de acuerdo con su vocación y proporcionado a ella, y aceptarlo. A veces es enorme.

Profeta Isaías – Basílica Notre-Dame de Montreal
Al sufrir en este camino, la persona tiene en la fina punta de su alma la noción de que está restituyendo y ordenándose; su inocencia va entrando por ese lado donde se completa y produce una tranquilidad que es paz.
La nota característica de este sufrimiento es ser ordenado. La persona sabe por qué está sufriendo y comprende que tiene un propósito, una razón de ser, y siente un alivio interior de todo lo que padecería si no sufriera. Es decir, acaba siendo una fuente de felicidad, por más terrible que sea. De ahí se entiende aquella maravillosa frase de Isaías: “He aquí en paz mi amargura más amarga” (Is 38,17).
“Si esto tuviera que suceder, aunque sea terrible, yo cargo el peso, pero sé que estará redundando en tales bienes de espíritu. Y, en el orden absoluto de las cosas, produciendo tales efectos estoy en paz con lo que ha sucedido, y encuentro una especie de bienestar del alma en el propio malestar”.
No hay que imaginar a la persona con sufrimientos externos y con el alma inundada de consuelos, porque no se trata de eso. Es el alma devastada por ellos, pero en la que entra una especie de bienestar, una sensación de color amatista en la que dice: “En este luto mío hay luz y habito en él de manera estable; debe ser así y camino hacia adelante”. Esto es resignación.
Atravesando lo incomprensible e insoportable
Hay un nivel fácil de sufrimiento en el que el sujeto sufre, pero inundado de consuelos interiores, donde casi no hay sufrimiento. Hay un grado más alto en el que sufre en la aridez, pero con resignación. Y está el sufrimiento insólito, en el que sucede algo que parece no debería suceder o no de la manera en que ocurre. Este último es el sufrimiento enteramente restituidor y ordenador. El individuo comprende que, para restituir y ordenar la inocencia hasta el final, es necesario pasar por lo incomprensible e insoportable.

Madre Francisca de Jesús
Este es el momento del puro acto de amor. Sin ayuda, visible o invisible, la persona no aguanta. Cuando es invisible, el socorro es más elevado.
Me impresiona lo que le sucedió a Chiquinha do Rio Negro2, hija del Barón de Rio Negro, dueño del hermoso Palacio, en Petrópolis, donde pasaban sus vacaciones los presidentes de la República. Por sus fotografías se puede ver que era bonita, de un tipo de belleza escultórica. Ella lo dejó todo, viajó a Roma y fundó una orden religiosa. Le atacó una enfermedad llamada mal de Basedow que hoy en día se cura, pero en su época era incurable; esto le causaba mucha angustia.
Hubo problemas internos en esa orden religiosa. Reuniendo un Capítulo, las monjas la expulsaron de la Orden. En seguida ella fue a su celda y se sentó en la cama, frente a la cual había una pared pintada de blanco. La miró y vio allí la Santa Faz; tomó un lápiz y la dibujó en ese punto de la pared.
Cuando las cosas se arreglaron, regresó a la Orden. Regresó a Petrópolis y allí fundó una Casa de adoración perpetua al Santísimo Sacramento. Que yo sepa, retiraron el dibujo de la Santa Faz de su celda en Roma y lo llevaron allí.
En el momento en que se le apareció la Santa Faz, lo peor de la prueba estaba terminando, como le había sucedido a Nuestra Señora al encontrar al Niño Jesús en el Templo. Este es un hecho que conocemos. ¿Qué otros habrá habido?
Resignación pasiva y activa
El pedido de Nuestro Señor: “Si es posible, aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya” (cf. Lc 22,42), indica que hay límites que parecen haber sido superados. “Estoy destrozado y ya no doy más; sin embargo, si esta es tu voluntad, mi inocencia quiere llegar al límite de sí misma”. Tuvo lugar el beso del auge de la inocencia con el auge de la cruz. Ahí se realizan la restitución y la ordenación perfectas.
El tema es tan austero y conmovedor que se duda en tratarlo. Pero hay una hora tremenda en la que esto nos sucede. Ordenar y conducir nuestra existencia de acuerdo con ese momento, esperando el Cielo, es vivir.
Así se comprende la necesidad de orar, porque sin la ayuda de la gracia nadie puede soportar tal cosa.
Si la persona viese en Nuestro Señor al Inocente por excelencia que sufrió más que ella, el Arquetipo que abrió el camino, encontrará la fuerza para hacer su viacrucis. Y, viviendo de resignación en resignación, su alma llega a esta posición frente al absurdo.
Llamo “resignación” a algo que comienza desde temprana edad en dos movimientos del alma: la resignación pasiva y la activa. La resignación pasiva es la del niño dócil a quien se le impone algo y acepta de buen grado. La resignación activa, mucho más difícil, es la del niño que entra en la lucha a regañadientes, pero soporta la batalla y la hace avanzar, de manera estable. “Yo resolví y esta deliberación mía es muy dura, pero propicia, no me voy a desarticular. Por dentro estoy bien”. En un momento determinado de la vida llega un sufrimiento que la persona considera inhabitable; entretanto entra en él y sale al otro lado. Por ejemplo, la Madre Francisca de Río Negro y otros casos de este tipo. Sin embargo, es necesario ser así y sin autocompasión. Porque si hubiese lástima de sí mismo, comienzan todas las miserias.
Cuando la persona rechaza los sufrimientos de la primera etapa, acompañados de consuelos, el proceso se deteriora y la Providencia puede, mediante el castigo, no enviar grandes sufrimientos; la persona pasa toda la vida entera oscilando entre las angustias de una superficialidad con gozo, que está llena de tormentos.

Martirio de San Juan Evangelista – San Lorenzo de Morunys, España
Otra cosa muy bonita es esta: confiamos en que un cierto tipo de sufrimiento no nos alcanzará, y a menudo es ese el que nos coge. La persona tiene la sensación de que algo insoportable salta sobre ella, pero piensa que si confía no llegará. Esto requiere un equilibrio prodigioso, porque hay un momento determinado en el que prefiere lanzarse al sufrimiento antes que confiar en que no llegará. Ejemplo, la confianza de San Juan Evangelista entrando en el tanque de aceite hirviendo.
Podemos imaginar —no hay ningún fundamento en la Revelación para afirmar o negar que sucedió como voy a decir— que San Juan estuviera aterrorizado ante ese caldero de aceite como lo estarían ante una pantera, y que era inhumano entrar allí. A pesar de que pensaba así, entró, no se quemó y salió ileso del otro lado. Considero que en esto había, en la punta misma de su alma, algo que es más que haber pasado por el aceite. La confianza es un martirio en sí misma.
(Extraído de una conferencia del 30/10/1974)
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1) Adaptación del latín: El intelecto apretado discurre.
2) Madre Francisca de Jesús (*1877 – †1932), fundadora de la Sociedad de la Virgen.