
En 1759 el rey Carlos de Nápoles heredó la Corona española, pasando a ser conocido como Carlos III. Y de la ciudad del Vesubio se llevó a Madrid la tradición de poner magníficos belenes al estilo napolitano, alentando esa bonita costumbre tanto como pudo en su nuevo reino.
Prestigiadas de ese modo por el poderoso rey de las Españas, tan curiosas representaciones del Nacimiento del Señor entraron en su edad de oro. Los escenarios crecieron de tamaño y los personajes secundarios se multiplicaron. Aspectos corrientes de la Nápoles del siglo XVII empezaron a disputar terreno con la tranquilidad de la Belén evangélica. Los más variados tipos humanos, trajes, mercados, edificios, alimentos, instrumentos musicales y armas, entre otros mil y un detalles, encontraron cobijo en la escenografía navideña. Los belenes se transformaron en obras de arte de gran valor y pusieron de relieve el contraste entre lo sagrado y lo profano.
La serena sobriedad de la Sagrada Familia quedó envuelta por el pragmatismo de los personajes seculares: comerciantes absorbidos por sus negocios, burgueses pre-artesanos absortos en sus manufacturas. Cada uno a su ma- cubrimiento de las antiguas ciudanera se afanaba en disfrutar de la vida, ajenos al grandioso acontecimiento en el que se enmarcaban.