Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo

Publicado el 06/05/2021

“Considerar la magnitud de la generosidad divina manifestada en la Eucaristía ayuda a medir cuál debe ser nuestro ardor por este inigualable Sacramento” Monseñor João Clá Días.

+EVANGELIO SEGUN SAN MARCOS 14, 12-16.22-26.

El primer día de los Ácimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos: “¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?” Él envió a dos discípulos diciéndoles: “Id a la ciudad, os saldrá al paso un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidlo, y en la casa adonde entre, decidle al dueño: ‘El Maestro pregunta: ¿Cuál es la habitación donde voy a comer la Pascua con mis discípulos?’ Os enseñará una habitación grande en el piso de arriba, acondicionada y dispuesta. Preparádnosla allí”.

Los discípulos se marcharon, llegaron a la ciudad, encontraron lo que les había dicho y prepararon la Pascua. Mientras comían, tomó pan y, pronunciando la bendición, lo partió y se lo dio diciendo: “Tomad, esto es mi Cuerpo”. Después tomó el cáliz, pronunció la acción de gracias, se lo dio y todos bebieron. Y les dijo: “Esta es mi Sangre de la Alianza, que es derramada por muchos. En verdad os digo que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el Reino de Dios”. Después de cantar el himno, salieron para el monte de los Olivos.

I – El Hombre Dios se da en alimento a los hombres

La luz de la fe es imprescindible para contemplar, aunque sea por pocos instantes, la elevación y belleza del misterio de la Encarnación del Verbo, pues el entendimiento humano, abandonado a su mera capacidad, no llega a alcanzarlo. Si no fuese por el auxilio de la gracia, jamás sería posible admitir que Dios quiso manifestarse al mundo de esta forma, promoviendo la unión de la naturaleza divina con la humana en la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Jesús es verdaderamente Hombre, con inteligencia, voluntad y sensibilidad —además de haber asumido un cuerpo pasible, cuyo origen fue milagroso, pero que se desarrolló normalmente, conforme a las leyes de la naturaleza— y, al mismo tiempo, es plenamente Dios. Dios reclinado en un pesebre; Dios que discute en el Templo con los doctores de la Ley; Dios que vive con sus padres en Nazaret; Dios que abraza la vida pública; Dios que es crucificado… Cuántos actos de adoración y gratitud deberíamos hacer cada vez que consideramos este misterio, y con cuánto fervor convendría que pidiésemos al Señor el aumento de nuestra fe en Él.

Ahora bien, si tal es nuestra admiración ante la grandeza del Verbo que “se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14), no menos ardorosa debe ser nuestra actitud frente a la Sagrada Eucaristía, el misterio que resume todas las maravillas realizadas por Dios para nuestra salvación.1 Como bien observa el P. Monsabré, “la Encarnación es la obra prima de Dios. Pero esta obra prima, personal y viva, Jesucristo, Hijo de Dios Encarnado, no se contenta con publicar, a la manera de las obras primas humanas, la gloria del sublime Artista que la ha creado; soberanamente inteligente, bueno y poderoso, Él ha querido realizar también una obra capital entre todas aquellas que su Padre celestial le ha ordenado cumplir. Esta obra es la Eucaristía”.2

Así, en la Encarnación, el Hijo eterno de Dios se oculta en la carne; en la Eucaristía, Jesús vela, no sólo su Persona Divina, sino su humanidad, bajo las especies de pan y vino. En la Encarnación, pasó a vivir y a actuar como nosotros, del interior de la santidad increada, sustancial e infinita de Dios. En la Eucaristía, quiere habitar en nuestro interior con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. En la Encarnación, la comunicación y la unión fueron solamente con una naturaleza singular, la humanidad santísima de Cristo; en la Eucaristía, Jesús se une a todo aquel que lo recibe, según Él mismo dijo: “El que come mi Carne y bebe mi Sangre habita en Mí y Yo en él” (Jn 6, 56). Tal unión entre Dios y el hombre es la más íntima que se pueda imaginar, inferior solamente a la unión hipostática. ¡Es algo tan grandioso que causa asombro!

El Evangelio de hoy, al traer a nuestra consideración el relato de la institución de este Sacramento, “el más importante de todos”,3 invita a meditar sobre su inagotable riqueza y a crecer en la devoción a él. El propio Salvador ansiaba este momento, como lo manifestó a los discípulos al inicio de la Última Cena: “Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer” (Lc 22, 15).

II – El misterio de la Fe por excelencia

El Divino Maestro estaba camino a Jerusalén cuando, por tercera vez, anunció a los discípulos su Pasión (cf. Mt 20, 17-19; Mc 10, 32-34; Lc 18, 31-34). Más tarde, ya después del Domingo de Ramos, les reveló la fecha exacta de este acontecimiento: “Sabéis que dentro de dos días se celebra la Pascua y el Hijo del Hombre va a ser entregado para ser crucificado” (Mt 26, 2).

Mientras tanto, los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo, reunidos en la casa de Caifás, conspiraban contra Jesús y deliberaban sobre los medios de prenderlo con astucia y matarlo. Pero como temían provocar un tumulto entre la multitud, decidieron actuar solamente cuando terminara la fiesta (cf. Mt 26, 4-5). Fue entonces cuando Judas Iscariote los buscó para ofrecerles su pérfida contribución para el crimen. Le prometieron treinta monedas de plata, “y desde entonces andaba buscando ocasión propicia para entregarlo” (Mt 26, 16).

La Cena que inauguró la verdadera Pascua

El primer día de los Ácimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos: “¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?”

Las conmemoraciones de la Pascua, principal festividad judaica, se extendían a lo largo de una semana. El primer día era reservado para la cena solemne en la que se comía el cordero pascual, siguiendo las indicaciones dadas por Dios a los israelitas en el tiempo de la salida de Egipto (cf. Ex 12, 1-14). Como el pan fermentado estaba prohibido en ese período, se consumían panes sin levadura, de ahí que la solemnidad fuera también conocida como la fiesta de los Ázimos.

Ahora bien, Jesucristo es el verdadero Cordero Pascual, “Cordero sin defecto y sin mancha, previsto ya antes de la creación del mundo” (I Pe 1, 19-20). Por lo tanto, la ceremonia que los Apóstoles deseaban preparar sería el inicio de la realización de todo lo que la Pascua israelita prefiguraba, pues en la Última Cena de aquella noche, Jesús consagraría “el principio de su propio sacrificio, es decir, de su Pasión, entregándose a sus discípulos en los misterios de su Cuerpo y Sangre”.4

Una suave invitación a Judas

Él envió a dos discípulos diciéndoles: “Id a la ciudad,…”

Como Judas Iscariote era el responsable de la logística del Colegio Apostólico, le correspondía tomar las providencias para la celebración. No obstante, la narración de otro Evangelista indica que Pedro y Juan fueron los discípulos a los que el Señor encargó este trabajo (cf. Lc 22, 8). Con divina delicadeza y bondad, el Maestro dejaba vislumbrar a Judas que sabía del crimen que tramaba con los sanedritas. Si en el traidor hubiese un pequeño resto de amor a Dios y de buen sentido, el proceder de Jesús le habría aguijoneado la conciencia, llevándolo a darse cuenta de la inmensa gravedad de aquel pecado y a desistir de su intento. Sin embargo, nada de eso ocurrió, pues su corazón estaba completamente endurecido por el mal.

Aquí podríamos hacer una aplicación para nuestra vida espiritual. A veces, las personas con quienes convivimos —sea un superior, un compañero o hasta un inferior— nos dan a entender que notan en nosotros un defecto mal combatido o nos llaman la atención sobre una mala situación en la que nos encontramos. Ante esas alertas, ¿habremos cerrado nuestras almas, imitando la perversidad de Judas?

El Divino Maestro quiso evitar perturbaciones durante la Cena

“…os saldrá al paso un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidlo, y en la casa adonde entre, decidle al dueño: ‘El Maestro pregunta: ¿Cuál es la habitación donde voy a comer la Pascua con mis discípulos?’ Os enseñará una habitación grande en el piso de arriba, acondicionada y dispuesta. Preparádnosla allí”.

El recinto escogido por el Redentor como escenario del acto de suma importancia que iría a realizar, era una habitación grande amueblada con distinción y categoría (cf. Lc 22, 12). Bellas alfombras, tapices, cortinas y refinados muebles contribuían a formar un ambiente agradable. De acuerdo con las costumbres de la época, en los banquetes las mesas eran colocadas formando una “U”, y los invitados no comían sentados como hoy, sino reclinados en divanes distribuidos por el lado exterior de la mesa. El lado interior se dejaba libre para facilitar el servicio. El lugar de honra —que en aquella ocasión debería estar ocupado por el Señor— quedaba en el centro.

Judas, ávido de saber acerca de las circunstancias y del lugar de la cena —pues juzgaba que ésta sería una ocasión propicia para entregar al Maestro—, ciertamente oía con atención estas indicaciones. Pero Jesús deseaba celebrar la Pascua sin ninguna interrupción; “no quería ser turbado de sus enemigos antes que llegase ‘su hora’ y, sobre todo, antes de la manda y amoroso legado de la Sagrada Eucaristía que quería hacer a su Iglesia”.5 Por eso instruyó a los dos Apóstoles para que fuese imposible que el traidor descubriese con anterioridad dónde sería la Cena, demostrándole aún, de forma indirecta y majestuosa, que estaba al tanto de todo. Ante esta nueva lección, Judas, una vez más, se resiste obstinadamente y su maldad aumenta.

La tibieza de los Apóstoles

Los discípulos se marcharon, llegaron a la ciudad, encontraron lo que les había dicho y prepararon la Pascua.

San Pedro y San Juan ejecutaron con gran prontitud la misión que el Maestro les había confiado. Además de conseguir el cordero sin defecto, de un año —que se inmolaba en el Templo después del mediodía con el rito que correspondía a la Pascua—, prepararon también los otros alimentos prescritos por la Ley, como los panes ázimos y las hierbas amargas, que representaban los sufrimientos del pueblo hebreo durante el cautiverio en Egipto.6

Analicemos, en este pasaje, otro aspecto de la actitud de los dos Apóstoles. Al encontrar todo “lo que les había dicho”, ambos pudieron comprobar cuán densas de significado y sabiduría eran sus palabras. Sería de esperar que, impresionados por esa comprobación —sin duda acompañada de gracias especiales—, preguntasen al Señor la razón exacta de la elección de aquel lugar y del simbolismo de lo que allí ocurriría. Sin embargo, nada en el Evangelio indica esa actitud por parte de los dos Apóstoles, porque no estaban habituados a reflexionar sobre la trascendencia de lo que el Divino Maestro les decía, ni sobre sus ejemplos, actitudes y gestos. Cuán diferente era la postura de María que, dotada de ciencia infusa, meditaba todas esas cosas en su corazón (cf. Lc 2, 51).

¿Y nosotros? ¡Cuántas oportunidades nos son ofrecidas para que profundicemos en nuestros conocimientos sobre la doctrina católica, para penetrar en algún aspecto de la Fe o en un punto de la moral, y no manifestamos interés! ¿No será esto una falta? Pidamos hoy perdón a Jesús, por intercesión de su Madre Santísima, por nuestras negligencias en ese sentido.

Por otro lado, ¿cuál era el estado de alma de los demás Apóstoles? En el fragmento del Evangelio seleccionado para esta Solemnidad se omiten algunos versículos que narran el inicio de la Cena y el momento en que el Salvador reveló a los Doce que uno de ellos lo traicionaría. La pregunta que entonces le hicieron, uno tras otro —“¿Seré yo?” (Mc 14, 19)—, puede ser interpretada como un síntoma del estado de tibieza en el cual se encontraban. Las palabras de Jesús les llegaron muy hondo en el alma, y cada uno, consciente de su propia falta de fervor, se planteó el problema: “¿No será un recado para mí?”. También, el hecho de que no desconfiasen de Judas, es un indicio de esta situación espiritual. Convivían con él, sabían que “era un ladrón; y como tenía la bolsa, se llevaba de lo que iban echando” (Jn 12, 6), pero no sospecharon que era capaz de una infamia mayor.

En tal atmósfera de tibieza general y, peor aún, con la traición anidada en el corazón de uno de los Apóstoles, Jesucristo va a instituir el Sacramento del Amor.

La palabra de Jesús es creadora

Mientras comían, tomó pan y, pronunciando la bendición, lo partió y se lo dio diciendo: “Tomad, esto es mi Cuerpo”. Después tomó el cáliz, pronunció la acción de gracias, se lo dio y todos bebieron. Y les dijo: “Ésta es mi Sangre de la Alianza, que es derramada por muchos. En verdad os digo que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el Reino de Dios”.

Las palabras de estos versículos —que son repetidas casi sin variaciones por los otros sinópticos y por San Pablo (cf. Mt 26, 26-29; Lc 22, 17-20; I Cor 11, 23-25)— constituyen el fundamento de nuestra fe en la Eucaristía.

Todo lo que es revelado por Dios es misterio de la Fe, pero la Eucaristía lo es por excelencia. Cuando el sacerdote pronuncia la fórmula de la Consagración, tenemos que creer que el pan y el vino que vemos, probamos, olemos y hasta tocamos con la lengua, y cuya apariencia no ha cambiado, pasaron a ser el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Los sentidos nos engañan —y no sólo en asuntos de fe—, pues tan sólo perciben los accidentes y no captan la sustancia. Pero, gracias a la fe que ilumina la inteligencia, sabemos que allí está Jesús Sacramentado.

¿Cuál es la razón que nos lleva a aceptar esta verdad? La afirmación del Señor: “Esto es mi Cuerpo… Este es el cáliz de mi Sangre…”. Porque su palabra es divina; luego, es creadora, es ley, es “viva y eficaz” (Heb 4, 12), produce aquello que significa y “permanece para siempre” (Is 40, 8). Al ciego que le suplicó la cura, le bastó responder “anda, tu fe te ha salvado” (Mc 10, 52), y el hombre recuperó la vista en aquel instante. Y cuando ordenó al muerto de cuatro días, “Lázaro, sal afuera” (Jn 11, 43), éste retornó a la vida ipso facto. Del mismo modo, si Él, el “Hijo todopoderoso de Dios, capaz de las más grandes y de las más incomprensibles maravillas, me dice, mostrándome el pan: ‘Esto es mi Cuerpo’, estoy obligado a tomar sus palabras al pie de la letra”.7

El Doctor Angélico señala varios motivos para explicar la conveniencia de que se oculte a nuestra sensibilidad la sustancia del Cuerpo y Sangre de Cristo. Entre otros, la Divina Providencia lo dispuso así, porque si comiéramos al Señor claramente en su estado físico, no tendríamos valor para comulgar.8 Fue muy bondadoso con nosotros al cubrirse con el velo de las Sagradas Especies.

La alegría de Dios en darse

Después de cantar el himno, salieron para el monte de los Olivos.

Este versículo final es bellísimo, tanto por el episodio que narra como por su profundo simbolismo. Antes de partir para el monte de los Olivos, donde se iniciaría el drama de la Pasión, Jesús cantó junto con los Apóstoles un lindo himno de acción de gracias titulado Hallel, propio de la liturgia hebraica para la celebración de la Pascua. ¡Qué magnífica sería la voz del Maestro entonando este cántico, con el que manifestaba su alegría por haber instituido la Eucaristía y por el hecho de su Madre Santísima y Él mismo haber comulgado!

Este pasaje —que, de por sí, nos llevaría a extensas consideraciones— resalta el deseo infinito de darse que existe en el seno de la Santísima Trinidad. Dios, inmutable y eterno, no necesitaba de la creación. Éste fue un supremo acto de liberalidad, de entrega y de generosidad, cuyo ápice es la Eucaristía, pues crear para comunicar su felicidad a los seres inteligentes y estar siempre a su disposición ya es mucho; pero crear para que, en cierto momento, el Verbo se encarne y, siendo Dios, se ofrezca a los hombres como alimento, es inimaginable. ¡Ni siquiera los Ángeles podrían cogitar algo tan osado!

El deber de la reciprocidad

En esta osadía vemos cuánto Dios nos ama a cada uno de nosotros. Realizó el orden del universo con vistas a la Eucaristía, porque quiere unirnos a Él de una forma extraordinaria y hacerse nuestro esclavo. Así es, porque, cuando el sacerdote pronuncia la fórmula de la Consagración, Él obedece a su voz, opera la transubstanciación y renueva, de forma incruenta, el Sacrificio del Calvario. La Eucaristía es, por lo tanto, símbolo de la esclavitud de Dios a nosotros, pero, sobre todo, de nuestra esclavitud a Él, pues si se entrega así a nosotros, también es necesario que nosotros nos entreguemos a Él sin reservas.

Es a esta entera confianza y reciprocidad con relación a Jesús Eucarístico a las que la Solemnidad de Corpus Christi nos convida. Apartemos de nuestro horizonte el egoísmo, el pragmatismo, los intereses personales y contemplemos, llenos de alegría y entusiasmo, esa donación que Dios nos hace y, además, la posibilidad que Él nos concede de retribuirle con un amor semejante, guardadas las debidas proporciones entre Creador y criatura. Tal ha de ser nuestro empeño.

III – La Eucaristía, María y nosotros

Expresión sin igual de la benignidad de Nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía es el hecho de poder adorarlo expuesto en la custodia. Si el Sol trae ventajas para nuestra salud física, mucho mayor es el beneficio que el Creador del Sol prodiga a nuestra salud espiritual cuando estamos delante de Jesús Hostia.

Nuestra conciencia delante de la Eucaristía

No obstante, como nuestras disposiciones no corresponden siempre a lo que Él espera de nosotros, es oportuno que nos detengamos en un examen de conciencia. En mi día a día, ¿cómo es mi devoción a la Eucaristía? ¿Tengo el hábito de centrar en ella mi atención, actividades y preocupaciones? Al pasar delante del Santísimo Sacramento, en una iglesia, ¿procuro adorarlo con fervor? ¿O me dejo llevar por la rutina? ¿Comulgo en la Santa Misa, persuadido de que Nuestro Señor Jesucristo sale del copón contento por unirse a mí y, al penetrar en mi ser, me santifica el alma y el cuerpo? Después de la Comunión, ¿mi acción de gracias tiene la adecuada solidez y fervor? ¿Le agradezco por haberme hecho su tabernáculo, por establecer conmigo una relación que jamás tendrá con un sagrario material, por más precioso que éste sea, y por haber estado en consonancia conmigo purificando mis intenciones, dándome fuerzas sobrenaturales y robusteciéndome las virtudes y los dones del Espíritu Santo?

Debo recordar que entre los que recibieron la Eucaristía en la Última Cena estaba el traidor de Jesús…9

¿Será que, como él, alguna vez tuve la desgracia de comulgar sacrílegamente, o sea, habiendo cometido una falta grave que me había despojado de la gracia de Dios? Suplicaré con energía al Señor que esto nunca me suceda.

Con su Sagrado Corazón desbordante de afecto, pero también de justicia, Jesús nos interpela en el día de hoy: “¿Qué has hecho de este beneficio extraordinario, el mayor tesoro que te dejé?”. Y de sus labios oiré un reproche por las veces que lo recibí con tibieza; o con prisa, entregado a distracciones voluntarias; o en medio de una insensibilidad culpable; o incluso manchado por el pecado, si hubiese incurrido en esta desgracia…

El más excelso tabernáculo

Es posible que al llegar a este punto de la lectura sintamos que la conciencia nos acusa. Volvámonos entonces hacia la Santísima Virgen, en cuyo claustro virginal —el más perfecto de los tabernáculos— el Niño Jesús vivió durante nueve meses.

No es difícil imaginar su estado de espíritu en ese período de gestación. Por más que estuviese ocupada con sus tareas diarias o conversando con otras personas, todo su ser se concentraba en el Divino Huésped que traía dentro de sí. Ése es el verdadero recogimiento. Todos sus pensamientos, sentimientos y emociones convergían en Jesús, y, fuertemente apasionada por Él, lo adoraba en cuanto a Dios y lo amaba en cuanto Hijo suyo. Fue la única Madre que pudo amar a su Hijo con total intensidad sin el menor recelo de amarlo más que a Dios… porque era el propio Dios. Abismada en su humildad y en el completo olvido de sí misma, se consideraba como “Aquella que no es”, y reverenciaba continuamente a “Aquel que es”, en su seno purísimo. Magnífico espectáculo de humildad y excelsitud inconcebibles. Un corazón materno hecho de magnanimidad, del que suben y bajan movimientos grandiosos, semejantes a las olas del mar o al sonido de melodías celestiales… Unas veces se eleva en un arrebato por lo Infinito, otras se inclina lleno de ternura sobre el pequeño Infante.

También yo, cuando comulgo, acojo en mi interior al Verbo Encarnado con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, y allí permanece como en un trono, durante cierto tiempo. Con los ojos fijos en el ejemplo marial de compenetración y gratitud a Dios, me golpearé el pecho implorando perdón a Jesús por todas mis Comuniones gélidas y, dirigiéndome a la Santísima Virgen, le pediré: “Oh María, que identificabas tu pensamiento con el del Señor; que armonizabas tu vida con la suya; ¿qué piensas, Madre mía, de mi indiferencia para con Aquel que, siendo mi Creador y Redentor, me has dado por Hermano? ¡Oh Madre mía!, Tú que amas tanto a Jesús, haz que yo lo ame. Tú que lo puedes todo ante el Señor, obtenme que Él se apodere de mi corazón. ¡Amarlo es todo! ¡Adorarlo es todo! Si lo amo como debo, a ejemplo tuyo, la Eucaristía será el centro de mi existencia, el lugar sagrado de mi felicidad, la fuente de mi generosidad. ¡Oh Madre mía!, que esta sea tu obra en mi alma”. 2

NOTAS
1) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. De Sacramento Eucharistiæ. C.I.
2) MONSABRÉ, OP, Jacques-Marie-Louis. Le Mystère Eucharistique. In: Exposition du Dogme Catholique. Grâce de Jésus-Christ. II -Eucharistie. Carême 1884. 9.ed. Paris: P. Lethielleux, 1905, v.XII, p.5.
3) SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q.65, a.3.
4) SAN BEDA. In Marci Evangelium Expositio. L.IV, c.14: ML 92, 270.
5) FILLION, Louis-Claude. Vida de Nuestro Señor Jesucristo. Pasión, Muerte y Resurrección. Madrid: Rialp, 2000, v.III, p.100.
6) Cf. Idem, p.102.
7) MONSABRÉ, op. cit., p.21.
8) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q.75, a.5. 9) Cf. Idem, q.81, a.2.

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