
El empeño de Don Bosco por conquistar almas para Dios se manifestaba en las horas y horas que gastaba atendiendo confesiones, pero también en textos como el que reproducimos a continuación.
Muy digna de alabanza es la incansable caridad que demostraba el joven sacerdote Juan Bosco cuando iba en busca de muchachos menesterosos por las calles de Turín, alimentándolos y proporcionándoles saludables entretenimientos en sus Oratorios Festivos.
Y, por otra parte, el esfuerzo sobrehumano que hacía en montar talleres-escuela para darles una formación profesional que los habilitara a satisfacer honestamente sus propias necesidades.
Lejos estaba de este santo, no obstante, el contentarse con una mera obra social limitada a la prestación de una ayuda material a niños y adolescentes “en situación de riesgo”, como se dice hoy día. Sus objetivos eran mucho más elevados: darles una sólida formación cristiana a esos jóvenes, obstruirles las seductoras vías del pecado y procurar que brillaran ante sus ojos, por la predicación y el ejemplo, las virtudes que nos hacen felices en esta tierra y nos conducen al Cielo.
En otras palabras: conquistar almas para Dios y para la Iglesia.
No sin razón, por tanto, eligió por lema esta famosa frase, que la Familia Salesiana ostenta en su escudo: “Dame almas y llévate lo demás”. Únicamente a la luz de esta divisa se logra entender la inmensa obra de apostolado llevada a cabo por San Juan Bosco.
Su empeño por incentivar a los jóvenes a practicar las virtudes, inculcar en ellos, para tal fin, la necesidad de la oración y de la frecuencia a los sacramentos, gastar horas y horas atendiendo confesiones, son un elocuente testimonio de cómo se tomaba en serio su lema.
El texto, de su autoría, que transcribimos a continuación es uno de los centenares de ejemplos al respecto:
No pienses que vives en este mundo sólo para divertirte
Considera, hijo mío, que Dios te ha creado a su imagen, que te ha dado un alma y un cuerpo, sin que de tu parte hubiese para ello ningún mérito. Además, por el Bautismo te ha hecho suyo, te ha amado siempre y te ama aún como tierno padre, y el único fin por el cual te creó es para que le ames y le sirvas en este mundo, y de este modo puedas merecer un día ser eternamente feliz en el Paraíso.
No pienses que vives en este mundo para divertirte, enriquecerte, comer, beber y dormir, como los animales privados de razón; pues el fin para el que has sido creado es infinitamente más noble y más sublime, esto es: para amar y servir a Dios en esta vida y salvar así tu alma.
Si tienes siempre presente este pensamiento, ¡qué consuelo experimentarás en la hora de la muerte!… Pero si, al contrario, no piensas seriamente en Dios, ¡qué remordimientos no experimentarás en aquel instante, en que debes reconocer claramente que las riquezas y los placeres que hayas gozado en la tierra no han hecho sino llenar de amarguras tu corazón, haciéndote ver el daño que ellos han causado en tu alma!
Por eso, hijo mío, guárdate bien de ser de aquellos que sólo piensan en placeres y diversiones, porque al fin de la vida se encontrarán en gran peligro de perderse eternamente.
El secretario de un rey de Inglaterra murió exclamando: “¡Desgraciado de mí! ¡He gastado tanto papel en escribir las cartas de mi señor, y no he empleado siquiera una hoja de papel para anotar mis pecados y hacer una buena confesión!”.
Verás mejor la importancia de tu fin si consideras que tu salvación eterna o tu eterna condenación dependen de ti. Si salvas tu alma, serás feliz para siempre; pero si la pierdes, lo pierdes todo: alma, cuerpo, Cielo, Dios, que es tu fin…, y esto por toda una eternidad.
No imites la locura de los desgraciados que dicen: “Cometo este pecado, pero después me confesaré”. No te dejes engañar con tales palabras, porque el Señor maldice al que peca con la esperanza de obtener el perdón: Maledictus homo qui peccat in spe. Acuérdate de que todos los condenados tenían intención de convertirse más tarde, y, a pesar de eso, se han perdido por toda una eternidad.
¿Estás seguro de que Dios te ha de conceder tiempo para confesarte? ¿Quién te garantiza que no morirás después de pecar y que tu alma no será precipitada en el Infierno? ¿No sería una locura que te hirieses gravemente, con la esperanza de que habrías de encontrar un médico que te curase? Renuncia, pues, al pensamiento falaz de entregarte más tarde a la virtud y al servicio de Dios; hoy mismo detesta y abandona el pecado, que es el mayor de todos los males, y que, desviándote de tu salvación, te priva de todos los bienes.
Quiero que conozcas un terrible lazo de que se sirve el demonio para perder a gran número de cristianos, y es dejar que se instruyan en la religión, pero que después no la practiquen.
Estos tales saben perfectamente que Dios los ha creado para amarle y servirle; ¡y emplean el tiempo en labrar su eterna perdición! En efecto, ¡cuántas personas vemos en el mundo que piensan en todo menos en su salvación! Si se le dice a un joven que frecuente los sacramentos, que haga un poco de oración, etc., etc., contesta al momento: “Tengo otras cosas que hacer, he de trabajar, tengo que divertirme…”. ¡Oh infeliz! ¿Y no tienes un alma que salvar?
Si pierdo el alma, lo pierdo todo
En cuanto a ti, joven cristiano, que lees esta consideración, no te dejes engañar por el demonio; promete a Dios que todas tus palabras, pensamientos y acciones se dirigirán a salvar tu alma.
Grave imprudencia sería que procurases con tanto ahínco lo que debe concluir tan pronto y te olvidases de la eternidad, que no tiene fin. San Luis podría haber gozado de los placeres, honores y riquezas de este mundo, pero renunció a ellos diciendo: “¿De qué me sirven estas cosas para la vida eterna?”
Concluye tú también con esta consideración: “Tengo un alma; si la pierdo, lo pierdo todo. Aun cuando ganara el mundo entero a costa de mi alma, ¿de qué me aprovecharía? […] Si llego a ser rico y sabio hasta poseer todas las ciencias y todas las artes del mundo y pierdo mi alma, ¿de qué me servirán? La misma sabiduría de Salomón no me valdría de nada si me condenase.
Dios me ha creado para salvar mi alma, y quiero salvarla a todo trance; esta alma será, pues, de hoy en adelante, el único objeto de todos mis cuidados. Se trata de ser eternamente feliz o eternamente desgraciado; debo estar resuelto a perderlo todo por salvarme. Dios mío, perdonadme mis pecados y no permitáis que tenga jamás la desgracia de ofenderos de nuevo;
ayudadme con vuestra santa gracia a fin de que pueda amaros y serviros fielmente en lo venidero. María, esperanza mía, rogad por mí”.
Consideraciones para cada día de la semana. Domingo: Fin del hombre. De la obra “El joven instruido”. 2.ª ed. Bogotá: Librería Salesiana, 1957, pp. 50-53