El itinerario espiritual de los bienaventurados no está libre de reveses; después de todo, como nosotros, son hijos de Adán, no de Júpiter.
Ney Henrique Meireles
Nunca en la historia ha habido abogado más hábil que Nuestro Señor Jesucristo. De entre las afirmaciones pronunciadas por el divino Maestro, algunas parecen haber sido especialmente grabadas con cincel de artista, o pesadas con balanza de boticario, tal es la precisión del mensaje que transmiten y el universo de sutilezas que permiten entender.
Nada más justo, por ejemplo, que la recomendación de dar «al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Lc 20, 25) —al fin y al cabo, la justicia, dice Santo Tomás1, es darle a cada uno lo que es suyo por derecho: ius suum unicuique tribuere. La afirmación del Evangelio hasta resultaría obvia, banal, fútil, si no fuera por un pequeño detalle.
Dado que Dios creó y sustenta el universo, a Él le pertenecen «la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes» (Sal 23, 1). Por tanto, cabe preguntarse: ¿queda algo para el César? Desde esta perspectiva, la división de bienes acuñada por Jesús se vuelve menos simétrica que a primera vista…
De hecho, los hombres no tendrían ninguna autoridad si no les hubiera sido dada de lo alto (cf. Jn 19, 11). Al «César» le corresponde doblar sus rodillas ante Cristo y reconocer que todo viene de Él; cuando se niega a hacerlo, se apropia de lo que no le pertenece, aspira a ocupar el trono de Dios, como otrora lo hiciera el príncipe de los ángeles. Al obrar así, el gobernador se convierte en usurpador, César se transforma en Lucifer.
Pues bien, en plena Edad Media, en el corazón de la civilización cristiana, Lucifer adquirió un nuevo nombre: Enrique.
El mundo que conoció Otón cuando era joven
Famosa es la querella promovida por el emperador Enrique IV acerca de la investidura laica, es decir, de la posibilidad de que un seglar confiera cargos eclesiásticos. Los intereses políticos del monarca le llevaron, de 1075 a 1076, a rebelarse contra la Santa Sede, nombrar obispos para varias diócesis y calumniar al papa San Gregorio VII. Éste lo excomulgó luego, deponiéndolo del trono.
Tras una supuesta conversión, que lo condujo a llamar, descalzo, en pleno invierno europeo, a las puertas del castillo de Canossa, Enrique volvió a insubordinarse y fue destituido de nuevo en 1080, eligiendo un antipapa en un intento de vengarse.
La noticia de tales convulsiones sacudió a toda la cristiandad y, naturalmente, al imperio en particular. Podemos dar por sentado que llegaron a oídos de un alemán de 18 años llamado Otón; quizá fuera la primera ocasión en que la vida del emperador excomulgado afectara a la de aquel joven, y lo cierto es que, lamentablemente, no fue la última…
El curso de los acontecimientos desemboca en la corte de Enrique
De hecho, consideramos posible que Otón ya no viviera en Alemania en el momento de la segunda deposición del emperador. Nacido de familia noble, pero carente de recursos, el joven de buena cultura, memoria singular y elegante apariencia decidió emigrar a Polonia para ganarse la vida como preceptor de niños. En poco tiempo, sus habilidades diplomáticas lograron la benevolencia de los grandes del país, incluido el propio duque de Polonia, Boleslao III.
La amistad entre ellos llegó a tal punto que cuando este último enviudó, en 1085, Otón, ya sacerdote, sirvió de instrumento para concertar el nuevo matrimonio, uniéndose a una delegación que pediría la mano de la novia. La futura consorte no era otra sino Judit, hermana de Enrique IV. En esta época comenzaron a entablarse las relaciones entre el emperador y él, las cuales serían bastante estrechas: unos años más tarde, Otón sería convocado a la corte.
Es difícil imaginar la delicada situación de conciencia del clérigo que, mientras se dedicaba a los oficios litúrgicos en la capellanía real, iba penetrando cada vez más —quizá instintivamente, quizá sin ni siquiera desearlo— en la confianza y amistad de aquel rey, por su parte a diversos títulos enemigo de la Iglesia. Según consta, San Otón le amonestó a regresar a la unidad visible del Cuerpo Místico y a la sumisión al verdadero pontífice. En todo caso, esto no fue suficiente para desmerecerlo ante Enrique, que lo nombró canciller. Y sólo era el comienzo…
Una encrucijada en el monte San Miguel
Con ocasión de la Navidad de 1102, cuando desde hacía unos meses la sede episcopal de Bamberg estaba vacante, el monarca cismático reunió a las más ilustres figuras eclesiásticas de su entorno para anunciarles oficialmente quién iba a ser el prelado de esa diócesis.
Paradójica escena: la procesión engalanada con toda la pompa de un imperio, rodeada de cruces, subía a la cima de un monte dedicado a San Miguel, a fin de conocer al próximo guardián del rebaño de Bamberg —su futuro ángel, término éste empleado en el Apocalipsis para referirse a los obispos (cf. Ap 1–3). Presidiendo el cortejo, en el centro de todas las atenciones… Lucifer. Sí, pues Enrique realizaba esa investidura sin la autorización del Papa.
Mientras los legados cuchicheaban sobre posibles candidatos, Enrique tomó la mano de Otón y proclamó: «He aquí a vuestro señor, he aquí al obispo de la Iglesia de Bamberg».2
Hubo un clamor de descontento en la asamblea. Nadie esperaba ese nombre. Enrique IV defendió a su elegido con la truculencia que le caracterizaba y acabó con las discusiones en el ambiente, pero no pudo acallar la perturbación en el alma de Otón.
Al recibir la noticia, el joven clérigo se puso a llorar, se arrojó a los pies del emperador y le suplicó que el munus no le fuera conferido a él, pobre e indigno. Sin embargo, esta reacción no hizo sino solidificar a Enrique en su convicción de que había elegido al hombre adecuado; después de todo, la humildad y el desinterés son la cuna de la lealtad. Al final, Otón aceptó la investidura.
Claustro sagrado e impenetrable de la conciencia
¿Un acto de pusilanimidad? ¿Una prevaricación? ¿Su amistad con el monarca le habría hablado más alto que su sumisión a Roma?
El hecho de que San Otón esté canonizado por la Iglesia no impide, per se, que surjan perplejidades de este tipo. A fin de cuentas, ¿cómo podemos determinar el momento exacto en el que alguien ha cruzado el umbral de la santidad? Los propios bienaventurados divergen a la hora de seccionar las etapas de este enigmático itinerario: Santo Tomás lo divide en tres grados de caridad; Santa Teresa, en siete moradas; el Beato Suso, en nueve rocas. Esto demuestra que, en definitiva, se trata de un camino continuo, cuyo final sólo se encuentra en el Cielo.
Es más, el estudio de la historia nunca constituirá una ciencia exacta; un mismo acto puede ser virtuoso o pecaminoso, según la intención con la que se realice. Un discreto matiz, sí, pero tan determinante como lo que diferencia la composición molecular del carbón y la del diamante.
¿Estrategia de guerra?
En efecto, el futuro obispo de Bamberg se hallaba en una delicada posición. Infiltrado en el ojo del huracán, en el núcleo del oponente, lo echaría todo a perder con un paso en falso. Ya había renunciado a dos intentos de nombramiento al episcopado. ¿Qué sucedería después de un tercero?
Pesa mucho a su favor que tras haber aceptado el cargo decidiera no permanecer nunca en él sin la ratificación de Su Santidad, Pascual II, motivo por el cual le envió una misiva en tono sumiso. Y la respuesta no sólo fue positiva, sino calurosa.3
Es posible que aquello se tratara de un movimiento estratégico. En su sagacidad, habría elaborado una manera de aceptar el cargo de modo que beneficiara a la Santa Iglesia.
Sea como fuere, las dudas acerca de la propia fidelidad siempre flotarán sobre la conciencia de todo hombre, incluso en la de los santos —y me atrevo a decir: especialmente en la de los santos. A pesar del rescripto de Pascual II, San Otón quiso pasar tres años preparándose para la consagración episcopal, pues no se sentía digno. Sólo en 1106 se dirigió a Roma para ser ordenado.
También un problema de conciencia
Después de algunos contratiempos en el camino —un tal conde Adalberto lo había capturado en los valles tiroleses y el santo fue liberado únicamente mediante el uso de las armas—, llegó a Roma el día de la Ascensión y de allí marchó hacia Anagni para encontrarse con el Papa, quien le pidió que esperara algún tiempo, hasta la fiesta de Pentecostés. Entonces San Otón se volvió a su alojamiento para descansar, o al menos intentarlo…
Durante la noche, otra crisis de escrúpulos lo asaltó: ¿estaría preparado para soportar la carga episcopal? La prueba fue tan fuerte que al día siguiente se puso nuevamente en camino, decidido a regresar a su tierra natal para vivir como un particular.
Podemos imaginarnos la aflicción de sus compañeros de viaje. Solamente un loco adoptaría una actitud tan incoherente. De hecho, pocos son capaces de comprender la dureza de los problemas de conciencia que afectan a los santos.
Otón ya llevaba recorrido un día entero cuando avistó a los nuncios del Papa, quienes venían a ordenarle que retornara a Anagni para su consagración. Era Dios diciéndole, como otrora al Apóstol: «Te basta mi gracia» (2 Cor 12, 9).
San Otón y la Iglesia de Bamberg
La ceremonia tuvo lugar el día de Pentecostés y Otón regresó a Bamberg a principios de 1107.
Sería muy extenso narrar detalladamente la excelente administración del santo, manifestada ya sea en su vigilancia por mantener el rebaño en el redil de Roma, a pesar de la delicada situación diplomática con el emperador —en aquel tiempo, Enrique V—, ya sea en su esfuerzo por enfervorizar al clero, ya sea por el gran número de basílicas y monasterios que construyó, uno de ellos, por cierto, a petición de San Norberto, para albergar una comunidad de premonstratenses.
Como buen medieval —o mejor dicho, como hombre de fe— San Otón estaba convencido de que la santidad monástica era la clave para sustentar la práctica de la virtud, tanto en el clero como en los laicos, por lo cual puso gran empeño en fomentar la vida religiosa, hasta el punto de recibir el sobrenombre de padre de los monjes. Por ejemplo, de sus manos recibió Santa Hildegarda el velo.
Pero este período no fue la etapa más brillante de la trayectoria del obispo de Bamberg. Ya había hecho de todo: había enseñado, había servido como capellán de un duque y de un emperador, había sido canciller y, finalmente, obispo. Aún le faltaba un galardón: el de misionero.
Bamberg recibe una visita
A finales de 1122, con ocasión de un concilio de la corte, visitaba Bamberg un personaje singular: era obispo, de origen español; no obstante, algo en su austeridad le daba el aire de un ermitaño del desierto. Su nombre, Bernardo.
Este prelado gozaba de gran fama de santidad y celo, motivo por el que San Otón hizo hincapié en recibirlo y de oír de él sus más recientes aventuras en favor del Evangelio.
Bernardo le contó cómo había convencido al duque de Polonia para que le diera autorización para ir a Pomerania, con el fin de convertir a los pueblos paganos que la dominaban. También describió cómo había entrado en la región descalzo y vestido toscamente, con la esperanza de esparcir las semillas del Reino de Dios, y cómo los pomeranos lo juzgaron según las apariencias y, pensando que era un indigente que había ido a ellos en un intento de conseguir comida fácil, lo expulsaron del país.
Mientras desarrollaba la narración, el prelado ibérico iba analizando las reacciones de su interlocutor. En realidad, tenía una intención muy clara con todo ese discurso… Sabía que Otón, al gozar de una excelente presentación personal y estar al frente de una rica diócesis, poseía las condiciones para impresionar a los pomeranos y conquistarlos para la fe. Al darse cuenta de la buena disposición del obispo de Bamberg, se valió de toda su capacidad de persuasión y le hizo la propuesta.
Apóstol de Pomerania
La petición iba también reforzada por una embajada de Boleslao IV, quien, combinando lo útil con lo agradable, pretendía convertir a aquellos pueblos para hacerlos un poco más tratables. El duque de Polonia también prometió apoyo logístico para la misión.
Conforme atestigua un biógrafo contemporáneo,4 el corazón de San Otón se enardeció de alegría con ambas propuestas. Tras haber enviado meticulosamente una petición de autorización a Calixto II —sin duda, no querría repetir las amargas experiencias del pasado—, dispuso los preparativos de la misión. Empezaba una nueva etapa en la existencia de nuestro santo —o más bien, la segunda gran odisea de su vida. En la primera había librado una lucha interior; ahora libraría una guerra exterior, una campaña de conquista. Aquel que una vez, aunque quizá sin culpa suya, pudiera llamarse «canciller de Lucifer», ahora merecía el título de embajador de Cristo.
Ya no los ambientes palaciegos de los tiempos de la capellanía imperial, ya no las sutilezas del trato entre hombres de poder. Protegida por densos bosques, repletos de serpientes y animales salvajes, Pomerania abrigaba un pueblo temible, que consideraba normal, entre otras cosas, asesinar a sus propias hijas, y que recientemente había crucificado a un misionero.
Poco antes de su viaje se había producido allí una revuelta contra el yugo de Boleslao, revuelta que el duque ahogó en sangre. Todavía se veían cadáveres en descomposición por las calles.
Podríamos describir a San Otón enfrentando todo tipo de obstáculos, huyendo de ciudades, quemando ídolos paganos, realizando milagros, siempre fiel a un plan de guerra, cuyo título bien podría ser: la evangelización a través de la belleza, pues su método consistía en encantar a los nativos con la magnificencia de ornamentos litúrgicos. Se calcula que, a lo largo de su labor apostólica, San Otón bautizó a más de 22.000 personas, convirtiéndose en el Apóstol de Pomerania.
Más que un santo, un amigo
A la edad de 77 años y colmado de méritos, el embajador de Cristo fallecía un 30 de junio de 1139.
Analizada en profundidad, la vida de este santo —por cierto, como la de todos los demás— desmonta un mito. Nos muestra que el itinerario espiritual de los bienaventurados no está libre de reveses y remordimientos de conciencia; después de todo, como nosotros, son hijos de Adán, no de Júpiter.
Esta batalla interior, que libraron para apartarse del mundo, nos revela que están más cerca de nosotros de lo que pensamos. Los amigos de Dios son también nuestros amigos, porque comparten nuestra frágil carne; contemplan nuestras batallas espirituales ansiosos por ayudarnos, a la manera de un hermano mayor que mira al benjamín y le dice: «Créeme, yo he pasado por eso»
Notas
1Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q. 58, a 1.
2SANCTI OTTONIS VITA, c. VI: PL 173, 1272.
3Cf. SAN OTÓN DE BAMBERG. Epistolæ et diplomata: PL 173, 1313-1315.
4Cf. EBO; HERBORDUS. The Life of Otto: Apostle of Pomerania. London: Society for Promoting Christian Knowledge, 1920, p. 25.