De los pobres es el Reino de los Cielos

Publicado el 12/06/2021

Jesús quiso nacer en condiciones tan rudas para mostrarnos que, sea en la penuria, sea en el lujo, felices son los que en Él ponen su confianza.

Después del pecado original, muchos defectos han contaminado la naturaleza humana.

Entre ellos, el egoísmo, la ambición y la tendencia a apegarse a las criaturas, causa de la perdición de tantas almas. ¿Cómo solucionarlo?

“Conocéis la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza” (2 Cor 8, 9). El propio Hijo de Dios, con el ejemplo de su vida y su doctrina, enseñó al mundo cómo practicar la pobreza, virtud tan difícil de ser abrazada por el hombre y, talvez por eso mismo, tan a menudo mal entendida…

Desde la cuna, siendo todavía un tierno bebé, el Salvador ya empieza a “enriquecernos con su pobreza”, invitándonos a contemplarlo en una inhóspita y fría gruta, donde un buey y una mula le dan calor con su aliento. Podemos comprobar encantados que el Redentor, envuelto en pañales y acostado en un rústico pesebre, emanaba el perfume de esa excelsa virtud en el primer aliento de su vida terrena.

Quiso nacer en condiciones tan rudas para mostrarnos que los bienes materiales son elementos secundarios para el que lo posee a Él, pues, sea en la penuria, sea en el lujo, felices son los que en Él ponen su confianza.

Y para evidenciar esto, completa con otros personajes, además de la Virgen y San José, el cuadro pobremente sublime de su nacimiento.

¿Quiénes son los primeros a los que el divino Infante acoge en la gruta? Unos simples pastores. No puede limitarse a una mera coincidencia el hecho de que hayan sido ellos los primeros en ir a visitarlo.

Fueron elegidos no a causa de su modesta condición económica o social, sino porque poseían una valiosa credencial para alcanzar la predilección de Dios: la humildad de corazón.

A estos más pequeños, realmente pobres, los llama antes que a cualesquiera otras personas, y lo hace esplendorosamente, digno de su infinita majestad: “Un ángel del Señor se les presentó, y la gloria del Señor los envolvió de claridad” (Lc 2, 9).

No obstante, también hubo otros invitados: los Magos que, procedentes de tierras lejanas, siguieron a la estrella hasta llegar a Belén. “Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra.” (Mt 2, 11).

Ante el Pobre, por excelencia, abrieron sus valiosos obsequios; ante el Rey de los reyes y Creador del universo, se postraron para rendirle el homenaje de adoración

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