Debemos aprovechar nuestras faltas para humillarnos por el conocimiento de nuestra miseria. Parte 1

Publicado el 06/13/2022

¿Cómo confiar en uno mismo y creer ser algo, cuando nos vemos derribados al primer soplo de la tentación, cuando vemos que nuestros propósitos se desvanecen como una chispa, como la estopa arrojada a la llama?

Padre José Tissot

No desanimarnos, ni siquiera asombrarnos, después de nuestras caídas, son disposiciones indispensables y, al mismo tiempo, altamente saludables. Sin embargo, esto no es más que la parte negativa del arte de utilizar nuestras faltas. Ahora vamos a ocuparnos de la parte positiva, aprendiendo cómo podemos aprovechar para nuestro progreso espiritual nuestros propios pecados, a pesar de su fealdad y malicia.

Está claro que este provecho no viene de los pecados en sí mismos, sino de la misericordia de Dios y de la gracia de Jesucristo, que hace servir nuestras iniquidades para su bondad, y nuestras flaquezas para nuestra salvación.

El estiércol es corrupción y podredumbre y, no obstante, como dice San Bernardo, “el labrador y el jardinero se sirven de él para hacer que la tierra produzca frutos más hermosos y abundantes. De la misma manera, Dios se sirve de nuestras faltas para hacer producir a nuestra alma numerosos frutosde virtudes, y su bondad, que sabe siempre utilizar nuestras voluntades y acciones desordenadas para la belleza del orden divino, se digna también emplearlas para nuestro adelantamiento”.

Este provecho será mayor si, por una parte, perseguimos nuestras faltas con odio más vivo y con guerra más implacable, y por otra, colaboramos más activamente con los designios de Dios, que las ha permitido para nuestro bien.

Es necesario secundar los planes del Redentor que la Iglesia nos descubre; combatir a Satanás con sus propias armas; volver contra él sus malas artes; y encontrar remedio en las mismas heridas que nos causa. Haciéndolo así, comprobaremos con feliz experiencia lo que dice San Juan Crisóstomo: “con frecuencia, el diablo mismo nos es de gran utilidad; hay que saber hacerle servir para nuestro provecho. Así la ganancia que nos proporciona será inapreciable”.

San Agustín resume esta ganancia en pocas palabras. Todo contribuye al bien de aquellos que aman a Dios, dice repitiendo a San Pablo: sí, todo, hasta la caídas, omnia, imo ipso lapsus in peccata; porque nos queremos levantar más humildes, más vigilantes y más fervorosos; nam ex casu humiliores, cautiores et ferventiores resurgunt.

Este es el pensamiento de San Francisco de Sales: benditas imperfecciones, que nos hacen reconocer nuestra miseria, nos ejercitan la humildad, en el desprecio de nosotros mismos, en la paciencia y en la diligencia”

Hablemos de la primera de estas tres ventajas: la humildad, porque es la primera que señala el bienaventurado Obispo de Ginebra, siguiendo a San Agustín. “Quiera el Espíritu Santo inspirarme lo que tengo que escribiros, señora. Para vivir en constante devoción, basta establecer sólidas y saludables máximas en el espíritu.

San Pablo apóstol

La primera que deseo al vuestro, es la de San Pablo: todo contribuye al bien de aquellos que aman a Dios (Rm. 8, 18). Y es verdad, porque si Dios puede y sabe sacar bienes de los males. ¿Por quién mejor hará todo esto que por aquellos que se le han entregado sin reservas?

Sí. Hasta los pecados—de los que Dios, por su bondad nos preserve—se ven reducidos por la divina Providencia a servir para el bien de aquellos que aman a Dios. Nunca fue David tan lleno de humildad como después de haber pecado”.

Debéis aborrecer vuestras imperfecciones… con un aborrecimiento sereno, mirarlas con paciencia, y utilizarlas para rebajar vuestra propia estimación; debéis sacar el provecho de un santo desprecio por vosotros mismos”.

Si hay algún tormento en este mundo para los corazones que ambicionan santamente la perfección, es el doble sentimiento de la necesidad de la humildad y el de las dificultades para alcanzarla. Por una parte, esta virtud tan necesaria al hombre en esta vida, base y fundamento de todas las virtudes, es la madre, la raíz y el lazo de unión de todos los demás bienes; y por otra parte, cuando parece que debería germinar y florecer espontáneamente en el suelo corrompido de nuestra miseria, tropieza con el orgullo, principio de todo pecado (Ecl. 10, 15.) , que más arraigado que la humildad, pretende ahogarla continuamente.

No hay palabra para expresar la fuerza y la astucia de este demonio de la soberbia, ni el ingenio y la variedad de sus artimañas.

Es una verdadera serpiente que ha nacido con nosotros, y quisiera enredar en sus anillos y enconar con su veneno todas nuestras pasiones, las más santas y las más indiferentes, nuestros más secretos pensamientos y nuestras más recta intenciones. Se alimenta con frecuencia de nuestras mismas virtudes, y trata de aprovecharse hasta de los dones más exquisitos de Dios. Si alguna vez parece adormecerse, es para introducirse con mayor comodidad en nuestra alma llena de ilusiones; si se muestra, si se deja herir, es para triunfar con los mismos golpes que le asestamos.

En fin, según San Francisco de Sales, “la soberbia es un mal tan corriente entre los hombres, que nunca se les predicará ni se les inculcará suficientemente la necesidad que tienen de perseverar en la práctica de la santa y amabilísima virtud de la humildad”.

Contra ese enemigo de una virtud tan indispensable, nadie puede presumir de estar suficientemente armado, y puesto que no nos es dado matarlo en esta vida, debemos por lo menos aprovechar todos los medios para debilitarlo y neutralizar sus ataques. Entre estos medios, uno de los más eficaces nos lo proporcionan precisamente nuestras faltas.

Nuestros pecados deben ser en nuestras manos como la quijada del burro en manos de Sansón para aniquilar al demonio nuestro enemigo

Así como la quijada de un animal fue en manos de Sansón un arma mortal contra os filisteos, de igual manera, nuestros pecados, por repugnantes que sean, pueden convertirse en una maza poderosa contra la soberbia y ser ocasión de nuestra salud y nuestra perfección.

Efectivamente, si la soberbia es una estimación y un amor desordenado de nuestra propia excelencia, la humildad, dice nuestro Santo, es el verdadero

conocimiento y voluntario reconocimiento de nuestra miseria ¿Qué cosa hay más apropiada para producir en nosotros este verdadero conocimiento que la vista de nuestras faltas?

Estas son realmente, según la ingeniosa expresión del P. Alvarez, como otras tantas ventanas por las que penetra una luz abundante sobre nuestras miserias. Más eficaces que las humillaciones que nos vienen de los acontecimientos o de los hombres, nos iluminan y nos convencen de la inutilidad de las fuerzas más vivas y más íntimas del alma; y San Francisco de Sales agrega: “Este conocimiento de nuestra nada no debe inquietarnos, sino que nos debe hacer mansos, humildes y pequeños delante de Dios. El amor propio es el que nos hace perder la paciencia, al vernos pobres y miserables.

¡Pero, me diréis, soy tan miserable, estoy tan lleno de imperfecciones! ¿Lo veis con claridad? Pues bendecid a Dios, que os ha dado este conocimiento y no os lamentéis tanto. Sois dichosos si conocéis que sois más que la misma miseria. Hay que decir la verdad: somos unos pobres hombres, que solos no podemos hacer ninguna cosa bien.

Os aseguro que seréis fiel, si sois humilde.

¿Pero seré humilde?

Sí, si queréis serlo.

Pues yo quiero.

Entonces ya lo sois.

Pero yo veo que no lo soy.

Tanto mejor, porque eso sirve para que lo seais con más seguridad.

Nuestras limitaciones para sacar adelante los negocios, tanto interiores como exteriores, son un gran motivo de humildad, y la humildad produce y sostiene la generosidad.

¿Cómo confiar en uno mismo y creer ser algo, cuando nos vemos derribados al primer soplo de la tentación, cuando vemos que nuestros propósitos se desvanecen como una chispa, como la estopa arrojada a la llama — ¿ut favilla stuppae… quasi scintilla? (Is 1, 31). ¡Cómo pierde su fuerza el orgullo en aquel a quien una caída le ha hecho volver a la realidad de su miseria, y cómo entonces la humildad echa raíces fácilmente en la verdad! Parece entonces oírse una voz que grita: ¡Recta iudicate! Que vuestros juicios sean rectos (Salm 57, 1). Habéis sido pesado en la balanza y no dais el peso exacto (Dan 5, 27).Pensábais ser más, y he aquí que sois menos.

Este es, según los santos Doctores, el principal designio de Dios cuando permite nuestros pecados. El Buen Pastor usa con sus ovejas tres clases de varas: la vara de la corrección, que son las adversidades; la vara de la prueba, que son las tentaciones, y la vara de la indignación, que consiste en permitir los pecados.

Bajo cada una de ellas, el hombre se ve obligado a reconocer su nada y a humillarse, pero con ninguna mejor que con la última: porque en ésta, con la experiencia de sus caídas, ve realmente su miseria, según frase de Jeremías: “Hombre soy yo que estoy viendo la miseria mía en la vara de la indignación del Señor” (Jer. 3, 1). Esta vara es tan saludable, que Dios no vacila en emplearla con sus mejores amigos. Como su humildad encuentra en sus mismas virtudes el escollo más peligroso, les deja algunas veces caer en imperfecciones o permite que las malas inclinaciones antiguas levanten la cabeza, a fin de que aprendan, por la experiencia de su fragilidad, a no contar con sus propias fuerzas.

San Francisco de Sales añade: “Nuestro Señor permite que en estos pequeños asaltos llevemos la peor parte, con el fin de que nos humillemos y sepamos que, si hemos vencido algunas tentaciones grandes, no ha sido por nuestro esfuerzo, sino con la ayuda de su divina bondad.

Tened paciencia… Si bien Dios deja que deis algún tropezón, o hace para que conozcáis que, si no os sostiene El, caeríais en redondo.

Santa María Magdalena

Dios ha curado a algunos repentinamente, sin dejar en ellos la menor huella de sus enfermedades pasadas; así lo hizo con Magdalena, la cual, en un instante, de ser agua estancada corrompida, fue transformada en una fuente de agua pura, y desde ese momento ya no fue nunca perturbada. Pero también dejó Dios en muchos de sus queridos discípulos huellas de sus malas inclinaciones durante algún tiempo después de su conversión, para su mayor provecho; San Pedro es buen testigo, que después de su primera vocación tropezó muchas veces en imperfecciones y cayó rotunda y miserablemente con su negación.

El Rey Salomón dice (Prov. 30, 23) que es insoportable la criada cuando se convierte en heredera de su señora. Sería peligrosísimo para el alma que ha sido por mucho tiempo esclava de sus pasiones, el que de repente llegase a ser dueña y señora de ellas, porque podría convertirse en orgullosa y vana.

Es necesario que poco a poco y paso a paso adquiramos este señorío, en cuya conquista los santos y las santas emplearon muchas decenas de años.

Conservad la paz y soportad serenamente vuestras pequeñas miserias. Sois de Dios sin reservas, y El os guiará bien. Y si no os libra tan pronto de vuestras imperfecciones, es para libraros de ellas con más provecho, y para que os ejercitéis durante más tiempo en la humildad, a fin de que esta virtud tan apreciable arraigue bien en vuestro corazón.

Ya sabéis con cuanta frecuencia os he dicho que debéis tener la misma afición a la práctica de la fidelidad a Dios que a la de la humildad: la fidelidad, para renovar vuestros propósitos de servir a la divina bondad en el mismo momento en que los rompáis, procurando vivir siempre vigilante para no romperlos; la humildad, para que cuando quebrantéis vuestro propósito reconozcáis vuestra mezquindad y vuestra miseria.

Los que aspiran al amor puro de Dios no tienen tanta necesidad de paciencia para con los demás como para consigo mismos. Es necesario soportar nuestra imperfección para lograr la perfección. Digo soportar con paciencia, no amarla ni acariciarla. La humildad se alimenta de este sufrimiento”.

Tomado del libro El arte de aprovechar nuestras faltas, Parte II, Capítulo 1; n°3-4

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