Debemos aprovechar nuestras faltas para la práctica de la satisfacción. Parte 1

Publicado el 12/14/2022

Satisfacer es restituir a Dios el honor que le hemos quitado; es destruir las ocasiones de pecado y cerrar la puerta del consentimiento a sus sugestiones, según San Agustín.

José Tissot

El amor no puede permanecer ocioso. San Gregorio dice: «Su testimonio son las obras», y, para producirlas, debemos utilizar el recuerdo de nuestras caídas. El fervor que el amor engendra no debe limitarse al sentimiento, debe reinar también en nuestra voluntad y fecundar nuestra conducta.

Dice San Francisco de Sales: «La tristeza de la verdadera penitencia no se debe llamar tanto tristeza como disgusto, sentimiento y detestación del pecado; tristeza que jamás es enfadosa ni airada, ni entumece el espíritu, sino que lo hace activo y diligente; no abate el corazón, sino que lo levanta con la oración y la esperanza, y lo mueve a efectos de devoción… Es una tristeza atenta e inclinada a detestar, desechar y poner obstáculos al pecado, tanto al ya pasado como al por venir» «Nuestras imperfecciones… son un gran motivo de humildad, y la humildad produce generosidad».

Este resultado de la verdadera penitencia tiene su principal palanca en el deber de la satisfacción. Satisfacer, según San Anselmo, es restituir a Dios el honor que le hemos quitado; según San Agustín, es destruir las ocasiones de pecado y cerrar la puerta del consentimiento a sus sugestiones. Santo Tomás

justifica estas dos definiciones y las concilia admirablemente; pero sea cualquiera la que adoptemos, nos indicará perfectamente el provecho que debemos sacar de nuestras faltas.

Si reflexionamos en la malicia, en cierto modo infinita, de la injuria hecha a Dios por el pecado, aun por el más pequeño, ¡qué cantidad de fervor puede ser suficiente para compensar los hurtos de gloria a la divina Majestad, de que hemos sido culpables! ¿No nos obligan nuestras faltas a una fidelidad t más generosa cuanto más considerable es su gravedad y su número, según la expresión del Profeta: Convertíos al Señor, acercándoos tanto a El como os habíais alejado?

Cada una de las criaturas que nos han servido para el mal pedirá prestada la voz a los pecados que nos han hecho cometer, para gritarnos: ¡Atrás, retiraos, no me toquéis! (Tm 4, 15.); o por lo menos no me utilicéis en lo sucesivo, si no es para reparar vuestro criminal pasado. ¿No sentiremos la necesidad de «duplicar y aun triplicar en cierto modo las horas que Dios nos conceda todavía», con el fin de reparar el tiempo perdido? De aquí se deriva la paciencia para soportar las consecuencias humillantes o mortificantes de nuestros pecados; de aquí se derivan las santas industrias para vengar en nosotros, por medio de la mortificación, los derechos de Dios violados; de aquí se deriva, finalmente, el profundo interés por consagrarle todas nuestras facultades y oídos nuestros instantes. Todo esto es lo que nos va a recomendar San Francisco de Sales:

«Mi muy querida hija, conservad la paz, no tengáis inquietudes; vuestras confesiones han sido buenas hasta el exceso. Pensad para lo sucesivo en adelantar en la virtud, y no penséis más en los pecados pasados, si no es para humillaros sosegadamente delante de Dios, y para bendecir su misericordia que os los ha perdonado por la aplicación de los divinos sacramentos».

«Sabéis que vuestro retraso en el camino de la santidad es consecuencia de vuestra culpa; humillaos delante de Dios, implorad su misericordia, postraos en presencia de su bondad, pedidle perdón, confesad vuestra culpa, apelad a su gracia en los oídos mismos de vuestro confesor, para que recibais la absolución; hecho esto, quedaos tranquila y, detestando la ofensa, abrazad amorosamente el pesar que sentís por la tardanza de vuestro aprovechamiento en el bien».

Las almas que están en el purgatorio, Teótimo, están sin duda por sus pecados que han detestado y detestan soberanamente; pero sufren amorosamente el pesar y la pena, que sufren de estar detenidas en aquel lugar y privadas por algún tiempo del gozo del amor bienaventurado del Paraíso, pronunciando con devoción el cántico de la justicia divina: Justo sois, Señor, y vuestro juicio es recto (Sal 118, 137)».

Pero si la empresa comenzada por inspiración no sale adelante por culpa de aquellos a quienes se confió, ¿cómo podremos decir en este caso que hay que conformarse con la voluntad de Dios? Se podrá decir: no ha sido la voluntad de Dios la que ha impedido la realización, sino mi culpa, la cual no ha sido causada por la voluntad divina. Es verdad, hijo mío, porque Dios no es autor del pecado; pero sí es voluntad de Dios que tu falta vaya seguida de la derrota y del fracaso en tu empeño, como castigo de tu culpa. Si bien su bondad no le permite querer tu falta, su justicia sí quiere la pena que sufres.

Así, Dios no fue causa de que David pecase, pero le impuso la pena debida a su pecado; no fue causa del pecado de Saúl, pero sí de que, como castigo, fuese derrotado».

Tomado del libro El arte da aprovechar nuestras faltas, Capítulo VII, n°1-2

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