
Aunque no sintamos en nosotros ni fuerzas ni ánimo para resistir la tentación si se presentara, con tal de que deseemos hacerle frente y esperemos en que Dios vendrá a ayudarnos, habiéndoselo pedido, no debemos contristarnos, pues no es necesario sentirse siempre con fuerza y ánimo, sino esperar y desear tenerlo en el lugar y momento oportunos.
José Tissot
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«Humillémonos mucho; confesemos que, si Dios no fuese nuestra defensa y nuestro escudo, seríamos inmediatamente heridos y traspasados por toda clase de pecados; por eso debemos estar pegados a Dios por medio de constantes prácticas de piedad, procurando que ésta sea nuestra mayor preocupación».
«Aunque alguna vez tengáis sacudidas de amor propio, no os turbéis, porque Dios lo permite así para que os cojáis de su mano, para que os humilléis y le pidáis su ayuda paternal»
«No tenemos por qué dudar de si tendremos la suficiente confianza en Dios, al experimentar las dificultades para guardarnos del pecado, o porque sintamos miedo de no poder resistir en las tentaciones. No. Porque la desconfianza en nuestras propias fuerzas no es falta de resolución, sino verdadero reconocimiento de nuestra miseria y de nuestra flaqueza».
Es mejor sentir la desconfianza de no poder resistir en las tentaciones, que sentirse seguro y presumir de tener fuerzas, con tal de que lo que no esperamos de nuestras propias fuerzas, lo esperemos de la gracia de Dios.
«Es esto tan cierto, que muchos de los que alegremente se prometían hacer maravillas por Dios, cuando llegó el momento desfallecieron; y, por el contrario, muchos otros que desconfiaban de sus fuerzas y tenían miedo de faltar llegada la ocasión, hicieron por Dios actos verdadera mente heroicos, porque este sentimiento de su debilidad les movió a buscar ayuda del Cielo, y a vigilar, orar y humillarse para no caer en la tentación.»
Aunque no sintamos en nosotros ni fuerzas ni ánimo para resistir la tentación si se presentara, con tal de que deseemos hacerle frente y esperemos en que Dios vendrá a ayudarnos, habiéndoselo pedido, no debemos contristarnos, pues no es necesario sentirse siempre con fuerza y ánimo, sino esperar y desear tenerlo en el lugar y momento oportunos. Tampoco es preciso sentir en sí señales de que tendremos valor, sino que basta esperar que Dios nos ayudará.
Sansón, que era llamado el fuerte, no sentía nunca las fuerzas sobrenaturales con las que Dios le asistía, sino cuando llegaba la ocasión; por eso, se dice que cuando encontraba a los leones o a sus enemigos, el espíritu de Dios se apoderaba de él para matarlos. Dios, que no hace nada en vano, no nos da la fuerza y el valor cuando no tenemos que emplearlos, pero jamás falla cuando llega la ocasión. Por tanto, es necesario esperar siempre que nos ayudará en todos los casos, con tal de que le pidamos su auxilio. Y debemos decir siempre aquellas palabras de David: ¿Por qué estás triste, alma mía, y por qué me conturbas? Espera en el Señor (Sal 42, 5), y la oración del mismo: Cuando mi fuerza desfallezca, Señor, no me abandones (Sal 70, 9)».
«El gran secreto para mantenerse en una buena devoción es tener humildad. Sed humilde y Dios estará con vosotros, y apreciará vuestra buena voluntad, y se os entregará sin reservas, diciéndole desde el fondo de vuestro corazón que, si hasta ahora no le habéis servido bien, tenga la bondad de perdonaros y daros fuerzas para tomar la resolución de desprenderos de todos los afectos del mundo, y de no apegaros a nada más que al amor de Dios y servirle fielmente con todo corazón».
«Espero en nuestro Señor, que os tendrá siempre de su mano y, por consiguiente, no caeréis del todo; si alguna vez llegáis a dar una caída, será para que estéis más vigilantes, y para que os acordéis de pedir ayuda a este amoroso Padre celestial, a quien suplico que os tenga siempre bajo su santa protección. Amén».
«Aunque fuésemos los más perfectos del mundo, no lo debemos creer así nunca, sino estimarnos siempre imperfectos. Nuestro examen no debe investigar nunca si somos imperfectos, ya que no debemos dudar de que lo somos. De esto se deduce que nunca debemos asombrarnos de encontrarnos imperfectos, ya que en esta vida no nos veremos nunca de otra forma; y no debemos contristarnos por ello, porque no tiene remedio. Pero sí debemos humillarnos, para de este modo reparar nuestras faltas y enmendarnos poco a poco, porque este es el ejercicio para el cual se nos dejan nuestras imperfecciones y no tendremos excusa si no procuramos la enmienda; pero sí la tendremos, aunque no consigamos enmendarnos por completo, porque no es tan fácil evitar las imperfecciones como los pecados».
Finalmente, el último provecho que hemos de sacar de nuestras faltas, desde el punto de vista que nos ocupa, se encuentra en el recuerdo de los remordimientos que nos han dejado, del tormento que nos han causado, y de las reparaciones que nos han exigido. Explotemos nuestra repugnancia a sufrir de nuevo estos disgustos, con el fin de preservarnos de nuevas recaídas, y, en el momento de la tentación, digámonos: Alma mía, acuérdate de la desazón que sigue a esas faltas, cuando otras veces has tenido la desgracia de cometerlas; recuerda el esfuerzo que te costó borrar sus huellas y reparar sus consecuencias. Acuérdate de las angustias que sufriste y te atormentaban, cuando sobre ti pesaban aquellos pecados; el terror que te infundía pensar en el juicio de Dios; la vergüenza por la que tuviste que pasar en el santo tribunal de la penitencia. Recuerda todo esto y evita volver a esos malos ratos, a esos tormentos, a esas humillaciones, siendo ahora generosamente fiel a Dios.
Estos motivos están lejos de ser perfectos, se inspiran más en el temor que en el amor; pero, sin embargo, pueden ser aprovechados en más de un caso y merecen ser enumerados entre las industrias del Arte de aprovechar nuestras faltas. San Francisco de Sales no insiste en ellos, pero no los omite tampoco: «El amor, aunque es valiente, tiene algún trabajo en mantenerse firme por razón del lugar donde radica, que es el corazón humano, voluble y sujeto a la rebelión de las pasiones; por eso el amor apela al temor para el combate y se sirve de él para rechazar al enemigo».
Tomado del libro El arte de aprovechar nuestras faltas, Capítulo V; pp; 55-57